No suelo pensar en mi familia como fuente de mi cinefilia. Si bien mi bisabuelo fue uno de los guionistas más prolíficos del país y mi madre actuó en alguna película, se me había impregnado el mito de que fue solo mi voluntad la que me acercó a las películas. Ese mito es falso. 

Mi primer recuerdo es que me sacaran del cine llorando en la mitad de E.T., el extraterrestre. Tengo la vaga sensación de que todo eso sucedió en otro país, y a veces elijo quedarme con las sensaciones difusas, alejadas de la restrictiva realidad. Pero fue la mudanza de la familia al campo la que fundó todo. En algún videoclub del barrio de Belgrano se echaba la suerte de toda la semana. Allí mi pequeño hermano y yo podíamos elegir dos películas para ver durante los cinco días a la semana que pasábamos en Chascomús. En ese trajín se repitieron hasta el cansancio Los goonies, La historia sin fin, Leyenda, Laberinto y Willow. 

Les recuerdo a los de mi edad y les informo a los millenials que en las películas infantiles de los 80 pasaban cosas de verdad: eran los niños quienes tenían que salvar a sus familias de perder la casa, eran ellos los responsables de restaurar la imaginación en un mundo que se secaba o se sumía en las tinieblas o en el olvido; eran ellos los que sufrían las consecuencias en sus propios cuerpos, eran maltratados y hasta torturados. Aunque ocasionalmente apareciera David Bowie en calzas y cantara una canción, eran films oscuros, graves, y a veces, solemnes. 

Más temprano que tarde dimos con El cristal encantado. Acá ya no había referencias a un mundo conocido ni había humanos que convivieran con seres fantásticos, acá la fantasía corría desembozada y pura. No tengo ni idea, pero inventemos ahora que yo tenía cinco años la primera vez que vi a esos ancianos encorvados de cuatro brazos con voces profundas y sabias y a los perversos pajarracos chillones obsesionados con la juventud y el poder. Los pétalos de ese universo total se abrían y derramaban ideas: que todos somos partes de la naturaleza, que el bien y el mal son endogámicos y no excluyentes, que una familia puede ser una infinidad de cosas, que el arrojo y el valor traen recompensa. 

¿Que herramientas podría haber tenido yo a esa edad para procesar que los Gelflings no eran sólo unos niños extraños con los que nunca me había cruzado? No había diferencias entre el periplo para restaurar el cristal y el mío, cuando salía solo a caminar por el bosque e inventar historias con un palo haciendo las veces de espada. Thra podía bien ser una provincia perdida en el vasto mundo que aún no me imaginaba. 

Vi esa película todos los años hasta que el ensueño que fue el campo se dio de bruces con el regreso a Buenos Aires y el comienzo de la espantosa adolescencia en un colegio privado sin un gramo de magia. A los trece años, encerrado en mi habitación de la calle Las Heras, con el zumbido constante de la ciudad y los cielos verdes sin estrellas, intenté ver la película otra vez. No se me ocurre otro momento para marcar el fin de la niñez que entender que Jen y Kira eran muñecos. Que esos niños de orejas puntiagudas, que me habían embargado de emoción una y otra vez, eran sólo marionetas manejadas por hombres adultos con sueldos y familias y obligaciones contractuales. Algo tierno se cerró, se endureció y se volvió mustio.

Fueron los años (y estudiar y dirigir y hablar de cine) los que me ayudaron a regresar a ese mundo sensible en el que las mujeres tienen alas, y en el que los trayectos largos se hacen en las espaldas de conejos zancudos y valientes. Volver a los Mystics y a los Skeksis y a dar un respingo cuando Fizzgig sale de su cueva ladrando; a darme cuenta de que Aughra era mi madre astróloga y mi padre un Podling que hablaba con los animales. A ver la película otra vez y entender que Henson y Oz habían creado algo que tenía que ver con el amor a ser niño, a la aventura y a la imaginación. 

También llegó, por fin, el momento de verla en un Bluray original y poder apreciar los efectos artesanales y esas pinturas completivas que antes el glorioso VHS empastaba. En esos días, volví a llorar cuando Kira está en peligro y su fuerza vital está siendo succionada para alimentar la vanidad del Emperador, pero ahora también me emocioné al ver el detrás de escena, con una troupe de bailarines investigando como dar movimiento a los descerebrados Garthim.

En estos días aciagos de sentimientos grises y deseos fugaces, siempre podemos divisar ese faro de pureza y empatía que nos guía a tierras hermosas y crueles. A los cuerpos que se unen en armonía y se transforman en uno. Y como el amor por las películas sólo engendra más amor por las películas, trazo una línea celestial que une a este cristal encantado con Chihiro, con Kikujiro, con Hedwig y su pulgada furiosa, con Velvet Goldmine y con las Wachowski. Con todo lo que es valiente y diverso y no tiene miedo a mutar eternamente.


Juan Schnitman nació en Buenos Aires en 1980. Creció en el campo y volvió a la capital en los 90. Estudió dirección de cine en la Universidad del Cine. En el 2004 co-escribió y co-dirigió El amor (primera parte) con Santiago Mitre, Alejandro Fadel y Martín Mauregui. En 2007 volvió a co-dirigir en el documental Grande para la ciudad y en 2015 estrenó El incendio. Actualmente desarrolla proyectos para dirigir en cine y en teatro.