Si se la observa con rapidez, de manera superficial, la imagen podría pasar perfectamente por una autofoto contemporánea, filtrada por uno de esos toques Instagram pergeñados para engañar la vista con su apariencia vintage digital. En primerísimo plano, fuera de foco, a la izquierda del cuadro, una chica sonríe a cámara; a su lado, un poco inclinado y perfectamente enfocado, delante de una biblioteca atiborrada de libros, un muchacho de aproximadamente la misma edad, tal vez algo más joven, muestra sus dientes en una expresión risueña, feliz inmortalidad de la emulsión fotográfica. Debajo de la instantánea (tal vez ninguna palabra defina mejor la corporalidad de ese instante capturado por la cámara), un epígrafe: el título de la obra. “Con mi papá en su cuarto. Aranguren 528, 5º D”. Dos tiempos, el presente de la artista y el pasado de sus raíces familiares, reunidos en una imposible temporalidad, las edades biológicas completamente trastocadas, una coexistencia habilitada exclusivamente por las posibilidades del juego artístico. La serie de fotografías intervenidas “Fallas”, que la actriz y realizadora María Alché presentó en 2012, opera directamente sobre las imágenes-recuerdos familiares, interponiendo un cuerpo presente –el de la propia creadora– en espacios del pasado: viajes, visitas, tránsitos, momentos cotidianos. “La mayoría de las personas de las diapositivas son mis familiares directos en edades en que no los conocí. Los lugares que aparecen los recuerdo borrosamente en mi memoria, o los fui recreando muchas veces a partir de relatos que allí sucedieron. Entonces, ingreso a una suerte de memoria inventada”, escribió Alché en la presentación de aquella muestra. Algo similar, reflejo a su vez de las extrañas reglas bajo las cuales suele funcionar la memoria íntima, embruja a Marcela, la protagonista de su ópera prima en el terreno del largometraje. Familia sumergida, que tuvo su premier mundial en el Festival de Locarno y en breve se conocerá en la Argentina, describe el proceso de duelo de una mujer luego de la muerte de un familiar muy cercano. Un duelo con poco de dolor narrativo superficial, de diseño. Muy por el contrario, son las profundidades de ese abismo insondable llamado familia, con su carga de recuerdos reales e imaginarios, los que reúnen diferentes tiempos y espacios en el ajustado living de un departamento porteño que es, sólo en apariencia, como cualquier otro.

“Siempre lo digo: actué un poco pero también estudié cine en la ENERC, la escuela del Instituto de Cine. Y también filosofía. Pero bueno, es cierto que eso es lo más famoso que hice: estar en la tele y en algunas películas”. Siempre lo dice María Alché, a quien el mote de “la chica de La niña santa” no le molesta. En lo más mínimo. Aunque ciertamente le quede un poco chico. Su papel protagónico en el segundo largometraje de la salteña Lucrecia Martel fue impactante, de allí el recuerdo imborrable de su rostro y la férrea ligazón con esa película. Pero su carrera posterior incluye otros trabajos frente a la cámara, tanto en el cine como en la televisión, y una serie de cortometrajes como realizadora que, con la mirada retrospectiva que suele imponer la distancia, no pueden sino ser vistos como pasos previos a Familia sumergida. La relación de Alché con Martel, por otro lado, continuaría por los senderos de la amistad y la colaboración profesional en diversos proyectos, fructíferos algunos, infelizmente abortados otros. “Lucrecia es una persona muy cercana, muy amiga. Es alguien que está en mi vida desde que tengo veinte años y, naturalmente, aprendí de ella muchas cosas. Sobre todo ciertos métodos. Es alguien que trabaja mucho en cada cosa que hace y si hay algo que aprendí es eso: aplicar un método. Cómo pensar las cosas, tener en cuenta todos los lugares en los cuales podés abrevar para construir algo. Esa libertad de permitirse todas las conexiones posibles. Colaboré en lo que iba a ser El eternauta y en una parte de la adaptación de Zama y ahora estamos trabajando en un documental centrado en el juicio a un comunero indígena, Javier Chocobar”. En cuanto a una posible influencia directa del estilo Martel en su obra, Alché lo considera como algo muy posible, pero también cree que, “en algunas cosas de lenguaje, a veces me siento más cercana a Martín Rejtman, por esa cosa porteña de los personajes. O a algo judío, aunque no sé si es tan sencillo hacer esa lectura, porque no es algo tan tradicional. Me encanta el humor y cuando se logra ser profundo y al mismo tiempo generar risas me parece que algo se sublima de una manera especial”. 

El encuentro con Radar se produce en un bar bien de barrio, en Villa Ortúzar, uno de esos lugares de los cuales quedan pocos y que a Alché parecen gustarle mucho. Faltan todavía un par de semanas para el viaje al Festival de San Sebastián, donde la película tuvo finalmente, la semana pasada, una presencia destacada, y la reflexión a partir de la primera pregunta define en parte a Familia sumergida. “Esto lo pienso ahora, después de haberla hecho: el mayor riesgo, creo, es que tiene pocos conflictos en un sentido tradicional. Va por un lugar que se sostiene sobre otras cosas”.

Un campo de juego

Rina acaba de morir y a Marcela (Mercedes Morán, protagonista excluyente) le toca desarmar el departamento de su hermana, lleno de recuerdos físicos y de otras categorías, algunas inclasificables. Suena el timbre y es una vecina, amiga de Rina. Tan amiga que tiene una llave de la puerta de entrada. Tanto que le cuesta dar el pésame, algo sencillo cuando es producto del compromiso o la costumbre. Marcela encuentra un postre helado a medio comer en el freezer; lo prueba, lo cata. Sopesa el estado de las plantas de interior, cuidadas cariñosamente. Se pasea delante de las cortinas mientras la luz intenta penetrar los gruesos colores. En los movimientos del personaje, en sus miradas, en el breve diálogo con la vecina, Alché propone un juego naturalista que romperá en millones de pedazos luego del regreso de Marcela a su casa. Pero antes de que eso ocurra, algunas conversaciones comunes y silvestres con su marido o alguno de sus hijos (dos chicas, un chico, todos adolescentes o veinteañeros), lavar la ropa, levantar la persiana, regar esas plantas recién incorporadas al paisaje cotidiano. Un poco como ocurría en el cortometraje Gulliver (2015). Allí también había una madre, un padre y tres hijos, transformados en cuatro luego de una fiesta nocturna, una borrachera y un viaje hacia el amanecer con mucho de fantástico. Esa capa reconocible de la realidad que la realizadora tajeaba sin previo aviso, permitiendo que el espectador fisgoneara del otro lado de la tela, es ahora una delgada membrana que Marcela cruza constantemente, una y otra vez, dejando que su mundo interior comience a poblarse por nuevas y viejas personas, del pasado y del presente. “Venía de hacer varios cortos y ese trabajo de fotografías y tenía dos ideas simultáneas”. Así comienza a detallar Alché la génesis de su primera película. “Por un lado, con la idea de armar una instalación, había comenzado a grabar a mi mamá y a mi tía, solamente el audio, mientras miraban fotos familiares. Era una excusa para que comenzaran a contar historias; las dos son personas muy elocuentes, divertidas y narrativas. Mi familia está atravesada por sucesos políticos y mi tía tiene una manera muy particular de narrar, con objetos y detalles. No me importaba tanto lo familiar como la forma que tenía de contar esas historias, habitadas por personas que ya no existían, pero que estaban muy presentes. Y me gustaba como se mezclaba la historia de la Argentina con las pequeñas historias de esos personajes. Todo se reducía a dos o tres hechos, pequeños cuentitos en los cuales pasaban tres cosas y eso resumía toda una vida”.

“Por otro lado, estaba trabajando en una película que iba a transcurrir durante un verano. Era algo coral y entre los personajes había uno que se iba a ir de viaje pero debía cancelarlo. Me gustaba esa idea de alguien que se va, hace incluso una despedida, pero después no viaja. Había también una mujer que estaba desarmando la casa de alguien que se murió. Esa posible película tenía tono de comedia. Pero, de alguna manera, durante el proceso de escritura ocurrió que este personaje, el de la mujer haciendo un duelo, se fue haciendo más importante. Ahí fue cuando la idea original de la instalación se terminó sumando”. El hijo menor de Marcela estudia para rendir las materias que se llevó en el colegio, como le ocurría a otro hijo, el del corto Gulliver. Marcela se ducha, ordena la ropa que trajo de la casa de su hermana, se sienta sola en el living rodeada de la exuberancia verde, esa vegetación recientemente importada. De pronto, las cortinas se mueven. Hay dos personas dentro, girando, como si fueran chicos sin adultos alrededor, convirtiendo la casa en un campo de juego. En realidad, son dos ancianas, llenas de recuerdos, disparados por una improvisada sesión de visionado de fotografías. “Mirá, este señor era Don Jorge”, dice una de ellas. “Un viaje maravilloso”, recuerda la otra, luego de recorrer con los dedos la imagen de una travesía por el Canal de la Mancha. Marcela observa, escucha, participa de la conversación, que reúne aquello que es profano con lo sagrado. “Imaginé que una persona que se encuentra cerca de alguien que está próximo al fin y, por lo tanto, piensa en su propia finitud, podía encontrarse en una zona más metafísica. Y allí la película comenzó a tomar, por un lado, dimensiones muy mundanas, domésticas, y por el otro algo cercano a lo sagrado, lo existencial. O de un orden más inexplicable. Quería que ambos mundos estuvieran permeados. Que ese no lugar atópico, platónico en el cual están todos los tiempos y los parientes que conoció y los que no conoció, se cruzara con lo mundano. Y que, por otro lado, el mundo profano tuviera pequeños misterios, cosas increíbles que, a veces, pasan en la realidad, aunque uno no lo espere. Me di cuenta de que nunca había escrito algo tan largo como el guion de un largometraje y, para la escritura, trabajé durante un año junto a Iosi Havilio, el autor de las novelas Pequeña flor y Open Door. Fue un proceso muy lindo porque comenzamos a trabajar con la idea de escribir material de sobra, como si fuera una novela. Iosi solía decir que un escritor escribe setecientas páginas para que finalmente queden cien. Creo que eso fue condensando mucho lo que finalmente sería la película. En el guion las cosas que tenía en la cabeza se volvieron más nítidas”.

El cine de la devoción

Dice María Alché que le gusta el término “teatral”, que no le molesta para nada. Hay escenas en las cuales el concepto de representación se hace más evidente, como cuando Marcela se disfraza con ropa usada junto a sus hijos. Disfraces. Roles. Roles en la vida, en la familia, en la sociedad. “Con cada uno de los hijos Marcela es de cierta manera y con el marido lo es de otra. Lo mismo con su hermano. Coincido en que la vida implica adoptar roles. Ahora me hago la que respondo preguntas en una entrevista, por ejemplo. Otra idea que manejamos en la etapa de escritura era la sensación de que a esta mina se le superpuso el velorio con el hospital, gente tomando mucho café y saludándola. Como si todas esas reuniones en su casa formaban parte de un velatorio que se sucede en continuado. Pero siempre con la intención de que la película fuese lo suficientemente abierta como para que alguien pueda pensar ‘bueno, es un sueño, es teatral, termina triste o alegre, el marido la quiere o no la quiere’. No había un deseo de clausurar nada”. El viaje del marido y un lavarropas roto permite el ingreso a su vida de Nacho, un personaje ajeno a su círculo más cercano. Punto de inicio de una relación a la cual podría rotularse de muchas maneras pero que el film se limita simplemente a construir, sin subrayar de una u otra manera. En cierto momento, una escapada de los ámbitos cotidianos hace que Marcela asome la cabeza por encima del líquido en el cual está acostumbrada a respirar. “Creo que la estructura de la historia no viene tanto por el lado de las fuerzas, como te enseñan en las clases de guion, sino por unas músicas, unos dibujos, que se fueron transformando. También la idea de duplicidades, de colores. Me interesaba llegar a una escena que rompiese con eso, como si toda la película fuera un sistema de elementos que se mueven, de sonidos y de imágenes que se van refundando, y que eso funcionara como algo disruptivo, como un corto dentro de la película. Ahí Nacho es el protagonista y ella una espectadora. Y está la idea de que quizás ella no sabe si está en un lugar real o no. Y partiendo de su rol de madre, de esposa, de familiar, de pronto se encuentra en un lugar donde simplemente es una mujer sentada, tomando un trago, y nadie sabe nada de ella. Es una especie de liberación”.    

La película se llamó durante un tiempo Despedidas, pero la idea del título definitivo fue temprana, incluso desde antes del comienzo del rodaje. “La explicación que me gusta dar es que la casa es como una pecera, en la cual los rayos de luz entran como si fuera un pequeño acuario. Y todos están flotando en un medio acuático”. La fotografía es difusa, turbia, precisamente como la de una pecera. En las antípodas de cierta condición cristalina que el formato digital parece estar imponiendo como norma estética. Para Alché, el trabajo de Hélène Louvart, directora de fotografía francesa que ha trabajado con cineastas de la talla de Wim Wenders, Claire Denis, Nicolas Klotz y Jaime Rosales, es “realmente increíble. Es una persona con una capacidad y una prepotencia de trabajo locas. Y a pesar de que tiene mucha experiencia le gusta hacer óperas primas y probar. Ella es muy abierta a lo que quiere el director y nos juntamos a mirar fotos y a hablar de la puesta de cámara. A partir de allí apareció la idea de que el digital no fuera tan limpio, que la imagen estuviera más rota. Hicimos muchas pruebas y terminamos poniendo delante del lente de la cámara una media transparente. Algo que solían usar antes, en las películas antiguas, para difuminar. Fue una decisión fuerte”. Como en cualquier relato cinematográfico, es la comunión entre los elementos visuales y sonoros, las actuaciones y la trama, el montaje y la estructura final lo que terminan por darle forma a ese objeto que siempre es mucho más que su sinopsis o la descripción simple de elementos. “Quería que cada escena tuviese una conexión con la anterior y con la que le sigue, narrativamente hablando, pero que, al mismo tiempo, fuese única. Para lograr ese clima el trabajo fue muy colaborativo. Las ideas originales se abrieron como un abanico a todos los que trabajaron en el maquillaje, el sonido, el vestuario, la dirección de arte, la música. La intención fue, de alguna manera, que los colores suenen y los sonidos tengan un sentido visual. Que hubiera una sinécdoque de elementos. Me gusta mucho esa idea del realizador Raúl Ruiz de que hay una película secreta, que detrás de cada película hay otra desconocida. Una trama invisible. Eso lo tuve muy presente. Otro realizador, Nathaniel Dorsky, escribió un libro hermoso llamado El cine de la devoción que habla de algo que el cine debe provocar en el cuerpo, algo alquímico. Como si esa experiencia intangible de ver algo te pudiera modificar la estructura”.