“Tu cuerpo rechaza a tu pene, compadre”. El diagnóstico lo arroja el doctor Wagner, muy suelto de lengua. Antonio escucha la propuesta de ese médico, desopilante y atrevido, con pelo de nibelungo cortado a tijeretazos. “Un cortecito no más, no te preocupes, para limpiar la zona. Es mejor prevenir que lamentar, amigo. Mantener el prepucio en tu caso es como tentar al diablo”, insiste Wagner con sus dedos haciendo tijeras en el aire. La circuncisión y la convalecencia, a escondidas de su novia Valentina, de viaje por Camboya y Saigón, pone a monologar a Antonio con sus miedos y debilidades. “Yo no veo más que la huella blanca de la corona de espinas y el pequeño resto del prepucio gris sobre el borde rosado pálido de mi glande pequeño y gris, ligero y dormido, sin misterio que esconder ni mostrar ya. Le quitaron toda la violencia de adentro, lo liberaron, lo cortaron y diseñaron para que no se pareciera nada a la bestia que fue (...) ¿Cómo puedo tomarlo entre mis manos sin desgarrarlo? ¿Cómo puedo masturbarme con este lagarto recortado? ¿No era masturbación el diálogo de mi sexo consigo mismo, la fricción del prepucio con la soberbia del glande?”, se pregunta con una ferocidad cómica extrema, lúcida y radical, este macho en deconstrucción de El galán imperfecto (Literatura Random House), la última novela de Rafael Gumucio, que acaba de publicar una biografía excepcional sobre uno de los grandes poetas de habla hispana del siglo XX: Nicanor Parra, rey y mendigo (Ediciones Universidad Diego Portales). 

   Gumucio tiene abolengo humorístico y político; es nieto del cuentista, dramaturgo y novelista Enrique Araya Gómez (1912-1994), uno de los escasos escritores chilenos que cultivó el humorismo; y también nieto del político de izquierda Rafael Agustín Gumucio (1909-1996). Sus padres, militantes políticos, se exiliaron de Chile por la dictadura pinochetista y el escritor vivió en Francia entre los 3 y los 14 años. “¿Por qué si la gente aquí no habla en serio escribe en serio? A la hora de escribir construyen un personaje muy distinto. Nicanor siempre se preguntaba por qué sus amigos en las fiestas, en las comidas, eran tan ingeniosos y malhablados, pero no lo eran escribiendo. Sus amigos eran lectores de (Franz) Kafka y trataban de ser Kafka, pero Nicanor les decía: ustedes son Kafka, pero no cuando están tratando de serlo, sino cuando están hablando de cualquier tontería”, recuerda el escritor chileno en la entrevista con PáginaI12.

–¿Por qué en sus novelas aparece la figura de las madres fuertes, que condensan lo mejor y lo peor en ellas mismas?

–Habría que preguntarle a mi madre… Yo he conocido mucho de esas figuras maternas, que no son exactamente mi mamá, sino mi tía y el mundo que me rodea. Pero al mismo tiempo me sirve para construir estos personajes. Estas madres gigantescas y feroces son personajes que entienden el mundo y siempre me han interesado. En este caso, no quería darle tanta importancia a la mamá porque acababa de terminar Milagro en Haití y me dije que iba a liberarme de esa maternidad gigantesca, pero no resultó. No pude liberarme, tuve que volver a caer en este tipo de maternidad porque funciona. Seguramente debo ser una de esas madres sin darme cuenta (risas).

–Hay mucha ferocidad en su literatura, que es a la vez muy cómica. ¿De dónde cree que viene esa faceta?

–Yo creo que en mi persona y también en mi literatura el hambre es una función muy importante. Ahí está la ferocidad del hambre, que hace que reaccione por ganas de más, aunque no sé muy bien de qué. Como tú dices, hay una comicidad feroz, pero no trágica, porque el hambre no es trágica en este caso. Mis personajes aman el mundo, sufren con el mundo, no están contentos tal como están, quieren estar en un mundo mejor. Mis personajes son gente que le gusta estar acá y quieren más. El personaje quijotesco, soñador, no me interesa como persona.

–¿Se inscribe en la línea literaria del quijotismo, más allá de que no le gustan los personajes soñadores?

–Sí, pertenezco a la línea de Cervantes por la veta cómica, por la novela que se excede a sí misma y que se desdobla; esa mezcla que tiene Cervantes entre lo sublime y lo estomacal. Hay una relación con ese tipo de literatura, que también está en Tristram Shandy de Laurence Sterne, en Jacques el fatalista de Diderot; esa literatura del siglo XVIII me resulta muy actual, muy cercana a lo que hago; una novela donde hay mucho cuerpo y poca idea. El galán imperfecto es la primera novela que he tratado de que fuese cómica; las otras eran cómicas por defecto. Esta quise que fuese radicalmente cómica, en el sentido de que también quiero contar en esta historia lo cómico que es el sexo, la sexualidad, lo imposible que es tomarla en serio, a pesar de que es lo más serio que tenemos.

–¿El disparador de la novela fue la sexualidad?

–Sí, he tenido una serie de experiencias personales que me hicieron ver siempre el sexo como algo más bien entre miserable y cómico. Si uno lee a Henry Miller o a D.H.Lawrence, siempre aparece el sexo como algo sublime y sagrado, pero yo nunca lo viví así. Yo tenía muchos borradores de novelas que hablaban de eso, pero cuando encontré ese comienzo con el doctor Wagner pude ordenar las experiencias.

–¿Se tuvo que circuncidar como el protagonista de su novela?

–Sí, eso me pasó. Fue una decisión médica y tuve que hacerlo, no tuvo las consecuencias que tiene en la novela, pero sí me permitió transformar en síntoma real algo que si no habría sido mental.

–Si se comparan sus dos últimas novelas, aparece el tema de los cuerpos sometidos a intervenciones quirúrgicas, ¿no?

–Sí, son dos novelas clínicas, una de una mujer y otra de un hombre. En Milagro en Haití es una operación al vientre de una mujer y en esta la operación es al pene de un hombre. Si yo fuese estudioso de mi propia literatura, cosa que no soy, encontraría evidentemente la línea de comparación. La verdad es que es mucho más fácil escribir sobre la enfermedad porque los personajes están instalados en una tierra de nadie, están siendo intervenidos, operados, están como anestesiados, y hay un momento en que uno no es del todo uno y después de operaciones de ese tipo, que son operaciones que modifican el cuerpo de los personajes, también hay un momento en que uno se vuelve a reacomodar. Y es ahí donde la novela entra: tanto Antonio como Carmen Prado están preguntándose quién soy en una cama de hospital.

–El doctor Wagner dice: “Tengo varios cuentos... Los he mandado a varios concursos, pero son pura mafia los escritores. Se premian entre ellos”. ¿Podría suscribir el pensamiento del personaje?

–Yo soy partidario de la mafia, Nicanor Parra me enseñó que sin mafia no se puede ir a ninguna parte y que la idea de que la literatura es un ejercicio solitario y que uno está solo frente al mundo no sé si funciona… La literatura funciona por afinidades, por enemistades. Ahora hay mafias mejores que otras, hay mafias que son solo eso, mafias, y otras que tienen algún resultado. La literatura se mueve por bandos y por bandas y por grupos y habría que ser muy ingenuo para no darse cuenta. Si la mafia además te ayuda a escribir, mejor. 

–¿Se considera una especie de heredero de Parra desde lo narrativo?

–Sí, aunque al escribir novelas, ya me estoy alejando. Nicanor no creía en la novela, no creía en la narrativa, tampoco creía mucho en la poesía. Hay cosas que son herencia parriana en este libro, como lo muy dialogado; el lenguaje es muy coloquial y se pasa de un momento sublime o poético a un momento vulgar. Nicanor me ha ayudado a darme cuenta de que todo eso que hago sin darme cuenta tiene sentido, como el humor, la vulgaridad, la violencia también, y esa escena que está en la poesía de Parra del hombre humillado y destruido por mujeres gigantescas que lo invaden; escenas de confusión, humillación y perplejidad que sí tengo en común, incluso antes de haberlo conocido. Lo que pasa es que al conocerlo me hizo consciente de eso y no rehuí de ahí. 

–¿Cuándo lo conoció a Parra?

–En 2002 fui a Las Cruces con Germán Marín. Y luego lo fui visitando de manera periódica desde entonces. Parra apelaba a la ironía y a la mezcla de lo popular con lo culto y a eso le aplicaba una teoría, una visión del mundo más metafísica. Y lo mezclaba con (Ludwig) Wittgenstein, sin citarlo siquiera. Eso fue algo que no existía; el poeta que te hace preguntar si vale la pena escribir o no, por qué hay que escribir y cómo se puede escribir era algo que tenía Nicanor y que nadie más que conocí tenía. Nicanor no iba a manchar una hoja en blanco si no tenía una razón para escribir. Y ponía en cuestión por qué se escribe, qué frase pasa la prueba de la blancura y no se rompe, no es mentira. Nicanor era alérgico a la mentira porque creía que la mentira era una forma de poder. La pregunta era siempre si uno está escribiendo para demostrar a los demás que tiene más capacidad de decir cosas y en el fondo quitarle la palabra a los demás, sobreponerse a los demás. O si uno escribe de verdad porque escribe. Era importante preguntarse si los escritores ejercemos el poder a través de la palabra. Él estaba en contra del poder de una voz sobre las demás. Aunque por otro lado, en su vida personal él ejercía mucho ese poder también. Era contradictorio.

–Parra terminaba atrapado en su propio pensamiento…

–Claro, era el anti (Pablo) Neruda, pero al mismo tiempo había aprendido de Neruda incluso la forma de construir grupos. Muchos decían que Parra bajó al poeta del Olimpo para poder subirse él y quedar solo. (Diego) Maquieira me decía por qué Nicanor dice que hay que bajar a los poetas del Olimpo, si los poetas no están en el Olimpo, están en el Parnaso. Ese era el tema; en América Latina los escritores y los poetas no están en el Parnaso, sino en el Olimpo; son dioses, son figuras políticas, y eso lo entendió Nicanor.

–Por eso estaba en contra del boom de la literatura latinoamericana que impuso escritores como una suerte de dioses, especialmente Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa...

–Sí, Nicanor estaba desde abajo tirando peñascazos contra esa gente. La verdad es que ese Olimpo es muy molesto. En la literatura francesa, los poetas no están en el Olimpo, están en el Parnaso, y es una lata el Parnaso. En sociedades donde los escritores son escritores y nada más que escritores que hablan de literatura es bien patético… No sé si hubiese decidido ser escritor si no hubiese vivido en Latinoamérica y hubiese visto esa posibilidad de ser parte del Olimpo. Yo detesto las figuras de Vargas Llosa y García Márquez, pero por envidia, porque es lo que me hubiera gustado ser (risas). El escritor que solamente escribe y está preocupado por la literatura me aburre muchísimo. Tanto García Márquez como Neruda se dieron cuenta de que la literatura era demasiado aburrida y que eran demasiado inteligentes para ser solo escritores; entonces se transformaron en diplomáticos, en negociadores de rehenes, en candidatos a presidente.

–¿Sería candidato a presidente de Chile?

–No, no lo haría bien… He tenido breves flirteos con la política; un primo mío fue candidato tres veces a presidente, Marco Enríquez-Ominami, he sido asesor y escribí discursos para varios ministros. Aunque me gusta mucho la política, hay que aceptar una cantidad de “secuestros temporales” que no sé si podría. Yo prefiero escribir y ejercer desde ahí mi política. Además, puedo decir algo que no debo decir y jugarme todas mis posibilidades.

–¿Es parecido en algunos aspectos a sus personajes, que dicen cosas que quizá no deberían decir?

–En muchos aspectos me parezco a mis personajes… Antonio es una simple exageración mía. El 90 por ciento de las cosas que cuento en la novela me han sucedido, no en el orden ni con ese sentido. No cabe duda de que un escritor es alguien que dice “yo” cuando quiere decir “no- sotros” y que un político es alguien que dice “nosotros” cuando quiere decir “yo”. Hablo de una circuncisión porque me parece interesante exponer uno de los temas centrales de la condición actual que es qué se hace con el pene, dónde se lo pone, qué queda de él después de la deconstrucción. Me parece un tema de debate importante, pero yo no tengo respuestas. En el fondo, Antonio macho deconstruido sigue adoleciendo de la enfermedad propia del macho, que es su necesidad de que todo el mundo lo mire, que le digan “tú eres”, “tú existes”. En ese sentido es una figura patética, pero bastante real.