La Real Academia de Ciencias de Suecia reconoció a Frances Arnold (EE.UU., 1956), George Smith (Estados Unidos, 1941) y Gregory Winter (Gran Bretaña, 1951) por sus contribuciones “en el estudio de la evolución y por aprovechar sus conocimientos en el desarrollo de proteínas y anticuerpos para conseguir los mejores beneficios para la humanidad”. En concreto, ¿qué hizo este conjunto de investigadores cuyos nombres hoy se destacan en las portadas de los periódicos de todo el mundo? De manera específica, mientras que Arnold fue galardonada por sus aportes en la evolución dirigida de enzimas, instrumento de la bioquímica empleado en el desarrollo de biocombustibles y fármacos; Smith y Winter recibieron el reconocimiento por sus avances en la investigación de proteínas y anticuerpos. 

“El principal valor que tiene el Nobel es el reconocimiento internacional de especialistas que han desarrollado sus aportes en el marco de la ciencia básica y han concretado diversas aplicaciones. En este caso, han aprovechado las bondades de la biología para hacer evolución desde el laboratorio y diseñar herramientas biotecnológicas y terapéuticas”, explica Alejandro Vila, doctor en Química, investigador superior del Conicet y director del Instituto de Biología Molecular y Celular de Rosario (IBR). 

Bien temprano en la mañana, se pudo observar a Claes Gustafsson, presidente del comité Nobel del premio, explicar en rueda de prensa: “Han replicado los principios de Darwin en probeta. Se han basado en la comprensión de la molécula que extraemos de los procesos de la evolución para recrearlos en el laboratorio”. ¿Cómo se explica esto? Comencemos por el principio. Las funciones de cualquier célula de cualquier organismo vivo dependen de las proteínas, cuya información está codificada en el ADN. Están compuestas de aminoácidos (existen 20 distintos) y revisten de una complejidad muy rica, tanto que cada una demanda un estudio exhaustivo y una dedicación exclusiva desde el laboratorio. 

Por otra parte, aunque en la misma línea de las investigaciones destacadas, es posible afirmar que, en la historia de las ideas, la teoría de la evolución craneada por Charles Darwin –en su célebre libro El origen de las especies (1859)– ha despertado una de las contribuciones más bellas, excitantes y potentes. Desde aquí –dicho de manera brutal y esquemática– se postula que los seres vivos “se adaptan” al ambiente, esto es, sufren mutaciones al azar y aquellas que son más beneficiosas –que dejan más descendencia– se seleccionan y transforman sus condiciones de vida de cara al futuro. 

Sin embargo, la realidad no se ofrece de manera tan ordenada y lineal. Resulta que como “las mutaciones son al azar, muchas no son beneficiosas y se pierden en el camino. De hecho innumerables ‘experimentos de la naturaleza’ se quedaron relegados. Desde esta perspectiva, lo que hicieron los científicos reconocidos fue generar sistemas in vitro –desde el laboratorio– que emulan los principios de la evolución: generan muchísimas mutaciones, producen diversidad y seleccionan aquellas características que resultan interesantes por sus aplicaciones”, describe Alejandro Nadra, doctor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet en el Instituto de Química Biológica de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. 

Bajo esta premisa, Arnold escogió enzimas –proteínas que actúan como catalizadores biológicos– y en lugar de que la evolución seleccionase por sus medios aquellas características más beneficiosas, optimizó, de manera artificial, los rasgos que más le interesaban y que fueran susceptibles de cumplir con las funciones planificadas. Implementaciones vinculadas –por caso– a la producción de biocombustibles y medicamentos, a emplearse en diabetes pero también en cáncer.

“Frances Arnold fue una de las inventoras de la metodología de ‘evolución dirigida’, al tomar una proteína que naturalmente cumple una determinada función y evolucionarla para que haga otra cosa. Esto se traduce en la mejora de rasgos particulares así como también en la chance de volverla susceptible de generar reacciones que no existen en la naturaleza: resistir temperaturas más altas y más bajas, acelerar procesos que habitualmente llevan más tiempo y enlentecer otros”, narra Vila. Así, a mediados de la década de los 90, esta referente internacional de ingeniería química, bioingeniería y bioquímica en el Instituto de Tecnología de California (Caltech), diseñó por primera vez una técnica para introducir mutaciones en la secuencia genética de enzimas para incorporarlas, más tarde, en bacterias.

Por su parte, Smith –profesor Emérito de la Universidad de Misuri– y Winter –biólogo molecular de la Universidad de Cambridge– concentraron sus esfuerzos en el sistema denominado phage display (presentación en fagos), por intermedio del cual emplearon virus para infectar bacterias. “La evolución selecciona lo que funciona pero para lograr hacerlo, necesita de una ‘biblioteca’ –un número grande de moléculas– para generar mutaciones con mucha diversidad y así ‘presentarlas’ –de aquí proviene el concepto de ‘Display’–. Ese fue la creación de Smith, mientras que Winter aprovechó este instrumento para producir anticuerpos”, destaca Vila. De hecho, la técnica de phage display ya produjo una droga denominada Adalimumab para tratar la artritis reumatoide y también enfermedades autoinmunes.

En línea con el razonamiento anterior, sostiene Nadra: “Aquí también se generó una gran diversidad de mutaciones para luego seleccionar aquellas moléculas que cuentan con las propiedades más beneficiosas de acuerdo al objetivo que se quiere lograr, por ejemplo, para conseguir la evolución programada de anticuerpos en el diseño de nuevos fármacos”. Y completa: “Cuando la selección es artificial el científico se desentiende del balance evolutivo para aprovechar las actividades puntuales que realizan las moléculas de un organismo. No depende de la supervivencia sino de las intenciones de los investigadores. Por eso es que aprendimos de Darwin para instrumentar proyectos en el laboratorio”, aclara Nadra. 

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