Quien entra en una cárcel no podrá ocultar, ni siquiera para sí mismo y cualquiera que sea su ideología o anhelo sobre la organización social, la realidad que se presenta ante sus ojos: el 99 por ciento de las personas allí recluidas –por no arriesgar una suma mayor– son pobres, esto es, personas ya excluidas del seno social –como los “manteros”, por ejemplo–, a las que sólo se les respeta su derecho a la vida y sólo bajo ciertas condiciones, que reciben por la prisión su diploma de excluidos definitivos del sistema de organización social. Pero es incorrecto pensar que a esta posición se llega sólo por delincuencia y más aún, delimitadamente, por delincuencia callejera, para excluir de esa amenaza a los antisociales que no portan el cartel de excluidos y que también cometen delitos, personas que, por diversas razones –buenas defensas, solidaridades de clase o cercanías culturales, posibilidades económicas–, no sufren la amenaza penal de prisión o la sufren de un modo real o temporal varias veces más débil que aquellos. Además, un número más que importante de presos, superior o cercano a las 3/4 partes de los internos carcelarios, están allí por sospechas mayores o menores sobre su comportamiento antisocial, pero, en todo caso, sin “juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso” (CN, 18).

Los indios, bajo esta denominación nuestros aborígenes, quienes aún hoy representan a los pueblos originarios de esta América, todavía más fácil para nosotros, los collas, los aymara, los mapuches, los huarpes, los tehuelches, los ranqueles, los diaguitas, los comechingones, los yámanas, los selknam (onas), los tobas, los quoms, los querandíes, los guaraníes, etc., caen sin duda en esta zona de exclusión que torna sencillo prever sus destinos de privación de libertad; más aún, de destinatarios de la violencia estatal, incluso sin reflexión suficiente o decisión competente. Quienes, auxiliados por Alberdi y Sarmiento (CN, 25), tuvimos la suerte de poblar este país y, al mismo tiempo, sufrimos el remordimiento de conciencia de haberlo “despoblado” (me suena a un discurso cuasiministerial reciente), somos reos de discriminación, que claramente consiste en el desprecio a nuestros aborígenes y su cultura, al punto de negarles los derechos inherentes a la persona y a los pueblos para imponerles a la fuerza, con el uso de la fuerza pública (estatal), nuestra cultura con arraigo y desarrollo en el occidente europeo.

Me duele profundamente esta discriminación, que por épocas alcanza a “porteños” y “provincianos”, “cabecitas negras” –o, simplemente, “negros”– y “blancos”, sin que necesite explicar quiénes son los discriminados de estos pares conceptuales. En el ámbito en el que me muevo, me enfrento a ella todos los días. Aquello que debería ser un motivo de orgullo es entre nosotros una denominación peyorativa y agraviante. Hoy el Estado o los estados argentinos han adoptado para el ejercicio de su fuerza pública esta discriminación. No conozco que ese ejercicio haya alcanzado a VW, a Ford, a Mercedes Benz, o al ingenio Ledesma, para nombrar un consorcio económico nacional, ni a personas sospechosas de colaborar con crímenes horrendos, como el “patriarca” blanco Blaquier, pero la realidad muestra que en Jujuy son encarcelados sin compasión alguna aborígenes collas o aymaras por el mero hecho de pertenecer a una organización social cooperativa –adjetivada ahora judicialmente como asociación ilícita criminal–, incluso a despecho de la realidad cultural provincial, y destruidos sus símbolos y realizaciones que los identifican y con los cuales ellos combaten su pobreza ancestral. Algo idéntico, desde el punto de vista que señalo, sucede en nuestro sur con el ejercicio de la fuerza pública para desalojar a los aborígenes de sus heredades, maguer el reconocimiento de la preexistencia de sus culturas y sus instituciones por nuestra Constitución Nacional (CN, 75, inc. 17), sin siquiera frenar la violencia ante la necesidad de utilizar armas de fuego y provocar lesiones a la integridad física o la vida de los “indios”.

Pero qué espero, si acabo de presenciar el desalojo violento de “manteros” –no otra cosa que pobres sin resguardo social alguno, concepto que incluye a extranjeros refugiados– de una plaza de la ciudad de Buenos Aires, violencia justificada por un sector grande de nuestra sociedad. ¡Dios nos ayude!... y nos libere.

* Profesor emérito de la UBA.