Una tarde, bastante después del Walter de Okupas, pero también bastante antes del Loquillo de Un gallo para Esculapio, el personaje con el que volvió a las grandes ligas –la serie arranca este martes su segunda temporada– Ariel Staltari está sentado en el sillón de un PH que comparte con un actor en Palermo. Es domingo y está particularmente triste. Las cosas no se le vienen dando como pensaba y el malestar cae con todo su peso el día menos indicado. Tal vez por casualidad, tal vez por desesperación, tal vez porque así tenía que ser, estira el brazo hacia la pequeña biblioteca que tiene su amigo y manotea un libro. El primero que encuentra: La última letra. Un monólogo de una tal Maruxa Vilalta. “Lo empiezo a leer y a la segunda página me saltan las lágrimas. ¿Qué es esto? No puedo parar. Me atrapa tanto que la leo de un tirón y me prometo que algún día lo voy a hacer sobre un escenario”. 

Pasan algunos años y algunas cosas están mejor en su vida (encontró un amor verdadero y se casó, por ejemplo), pero otras están igual o peor. “Recuerdo una noche volver del Multiteatro de Corrientes al departamento que compartíamos con mi mujer en Córdoba y Montevideo, y estar muy mal. Participaba de una obra que le iba bien, llenaba la sala, pero a mí me parecía malísima, muy frívola, y me dejaba seco, vacío”. Staltari sentía que se le iba extinguiendo el crédito, cada vez más lejos de aquel entrañable rolinga de Okupas con el que se había dado a conocer. “En cualquier momento iba a tener que dedicarme a otra cosa. De hecho ya lo hacía, trabajaba de otras cosas durante la semana. Pero el no encontrarle rumbo a la actuación, hacer tantos bolos, papeles sin alma, me mortificaba. Así fue que un día la agarré a mi mujer y le dije: ‘A partir de ahora no voy a hacer otra cosa que papeles que me gusten, que me dejen algo’. Y ella me bancó”.

Ariel se acordó entonces del monólogo que lo había movilizado aquel domingo depresivo. “Tuve que hacer todo un trabajo de inteligencia para dar con el texto porque no tenía el nombre de la autora ni el título del libro y no quería hablar con mi amigo porque me había distanciado”. Mediante palabras claves, indicios, deducciones por internet, encontró primero la obra y luego información sobre Maruxa Vilalta, una famosa dramaturga de México, reconocida internacionalmente por sus obras de índole crítica y humanista. “Conseguí su teléfono y la empecé a llamar. Teníamos unas conversaciones buenísimas, emocionantes. Y un día, aprovechando que mi mujer tenía unos pasajes libres por ser azafata, fuimos a visitarla”. Maruxa, de setenta y largos años, los recibe en su casa del residencial barrio de Polanco. Vive recostada por sus problemas en la columna. Y tras algunos prolegómenos algo bizarros (un marido que hace gala de su estado físico y en realidad casi que oficia de mucamo) Staltari logra recitarle algunos pasajes de La última letra. “Se emociona. Brindamos con un vino francés. Y me da el visto bueno”. 

A su regreso, hace la obra durante un par años (2008-2009). Y, según sus propias palabras, se pone a prueba. “Quería ver si tenía el fuego sagrado. Si podía sostener yo solo y durante casi una hora y cuarto este personaje de un escritor al límite que no tenía nada que ver conmigo. Aunque, en realidad, sí tenía que ver. Porque tanto él como yo sentíamos que se nos estaba pasando el tiempo, la vida, y que la realización personal y artística no llegaba”, cuenta Ariel que antes de ese momento límite –y entre otras cosas– enferma de cáncer y casi muere en el Hospital Posadas; encuentra su vocación con Okupas, el primer papel que alguna vez le tocó interpretar; desaprovecha la cresta de la ola y vive un bizarro secuestro que lo pone otra vez en peligro (“Me retuvieron en la villa que circunda al Posadas, apenas un año después de que había logrado sobrevivir al cáncer, mirando de cara al hospital”); y básicamente –y más allá de algunos papeles destacables aunque sin repercusión como el Japa de Sol negro, fallido unitario de América TV en 2003– fracasa de varias y diversas formas posibles. Siempre con la sombra de Walter a cuestas. 

“Como había que pagar la olla volví a la panadería de mis viejos. Y cuando venían los clientes y les cobraba me decían: ‘¡Eh!, ¿qué pasó, loco? ¿fracasaste?’. ¡Ja! ‘Sí, sí, fracasé’, contestaba. ¿Qué les iba a decir? Tampoco es que me lo decían mal. Era lo primero que les surgía”, recuerda divertido, sin rencor.  

Decís que con el unipersonal de Maruxa te pusiste a prueba. ¿Sacaste alguna conclusión? 

–Sí. Que la actuación estaba metida en cada uno de mis genes. Lo que no sabía era que no sólo estaba la actuación...

Dos cabezas

Varios años después Ariel vuelve en subte con Bruno Stagnaro, el director y autor de Okupas, el Cuenta conmigo de la crisis de 2001 y más. La historia que lo descubrió como actor. Charlan sobre una entrevista que acaban de tener como parte del trabajo de campo que están haciendo para Un gallo para Esculapio, el retorno de Stagnaro a una apuesta grande de ficción. Staltari, que presumiblemente hará uno de los personajes clave (Loquillo, el hijo despreciado del Chelo, el gallero y jefe criminal que compone Luis Brandoni) consiguió el contacto de este “gatillero” (“un chorro multiuso, raso, que caranchea pero también puede asaltar un camión en la ruta”) y lo convenció para que acceda a encontrarse con ellos. A darles información.

“Regresamos de la charla y yo estoy muy copado con la charla que tuvimos. Le propongo ideas para la trama, se me ocurren personajes. En un momento Bruno me frena y dice: ‘¿No querés escribir conmigo?’. ‘¿Qué?’, le digo. ‘Eso: escribir la serie juntos’. ‘¿Te parece?’. ‘Sí’. Para mí era una locura. Nunca había escrito nada de nada. Pero si él, que es el número uno, el que me descubrió como Walter, decía que también podía ser co-guionista de sus historias, algo de razón debía que tener”.

Al principio se juntaban a escribir en la productora de Stagnaro, “con Bruno cubriendo el riesgo al mil por mil”, relata Staltari. “A veces pasábamos toda una noche o todo un día escribiendo. Jugando a crear totalmente libres, sin responsabilidad. El y yo. Encerrados en un cubículo de dos por dos y sólo una ventanita arriba comunicándonos con el mundo exterior. Bruno sentado frente al teclado y yo comentándole al costado, tipo monstruo de dos cabezas”, describe. “El por ahí empezaba a volar y yo le iba tirando voces, me convertía en otros personajes. ¡Iba fluyendo de una manera! Me sentía en una partitura de Mozart, en una sinfonía. La historia empezaba a crecer y yo veía la cara de felicidad de Bruno y me contagiaba. Sentía que le estaba siendo útil, que le servía a la causa. Fue una experiencia maravillosa.”

Antiguo proyecto que Stagnaro venía madurando desde hacía años en su cabeza, Un gallo para Esculapio es la historia de un misionero llamado Nelson (interpretado por Peter Lanzani) que viaja a Buenos Aires para cumplir con el encargo de un hermano mayor (Diego Cremonesi) de quien hace un tiempo no tiene noticias. Es cuestión de arribar a Liniers (con un gallo que es todo un campeón, aunque todavía nadie en el ambiente lo sabe) para que Nelson se vea envuelto en una doble maraña de piratas del asfalto y apostadores de riñas en el Conurbano. Dos mundos distintos con un denominador común: el Chelo. También conocido como Esculapio. El erudito, conservador y paternalista criminal de barrio encarnado por Luis Brandoni. El chorro a la vieja usanza que de alguna manera termina por adoptar a Nelson  y convertirlo en el hijo que Loquillo (Staltari) no puede ser. 

El Chelo no está en esta segunda temporada. ¿Cómo suplieron su ausencia?

–Si bien el actor no está y físicamente no se lo ve, tratamos de generar esa presencia en los otros personajes y en la historia en general. Que esté omniprescente. Por otro lado, también fuimos consecuentes con una promesa que le hace Chelo a su lugarteniente Gigio (Luis Luque) antes de morir. Le dice: “Si me vas a matar, atame fuerte porque esté donde esté voy a hacerte la vida imposible”. Y Chelo cumple. 

Como el entrañable Walter de Okupas (“Te juro que no hay día que me vaya a dormir sin que alguien me recuerde a Walter. Hoy sos vos. No falla”), el Loquillo de Un gallo... también caló hondo. “A otro nivel por supuesto. Y vamos a ver cómo sigue esta segunda temporada. Pero me cruzo gente que me dice que los personajes de Un gallo están ahí nomás de los de Okupas. Ahí te das cuenta de que volvió el sello stagnaresco”, destaca Ariel que ve algunos rasgos suyos en la composición. “Por supuesto que no en cómo se gana la vida, formando parte de una banda de chorros”, sonríe. “Pero esa cosa irreverente y fresca. Ese humor que tiene Loquillo es muy mío. En el secundario era el payasito del grupo. Siempre me gustó aportarle humor a todo lo que pasa”.

¿Y respecto a la relación con tu viejo? Porque Loquillo tiene sus temas con el Chelo. Hay una carencia de afecto. ¿En tu caso cómo fue? 

–Obviamente no era igual. No tuvo nada que ver. Pero...

La vida y la insistencia

Año 1999. Hospital Posadas. Ariel Staltari está internado desde hace meses por un cáncer avanzado que le descubrieron de casualidad (“Me lastimé un dedo del pie y no me curaba. Me hacen análisis y ven que tengo los glóbulos blancos por las nubes. Diagnóstico: leucemia”) y el tratamiento dejó de dar resultado. En realidad, los medicamentos funcionaron durante toda una primera parte y funcionarán después. Pero en el medio hay un momento de incertidumbre en el que parece que la curación no avanza; que se acerca la muerte. “Ahí los dolores eran tan fuertes y terribles que ya los calmantes no me hacían efecto. Solo mi viejo lo lograba, con unos masajes raros que me practicaba”, recuerda Ariel hoy. 

“Años después descubrí que lo que me hacía era una forma intuitiva de Reiki. Porque él nunca había estudiado; ni siquiera sabía que existía algo que se llamaba así. Pero se concentraba, en silencio, y me preguntaba: ‘¿a dónde te duele?’ ‘Acá’, le decía. Y me presionaba en la espalda o en el brazo, donde le había indicado, y se me pasaba. Creer o reventar”.

Si hoy está vivo, Staltari dice que es en gran parte gracias a la insistencia de su padre. “Mi mamá era más mística. De recorrer las iglesias, que también era importante. Era su manera de transmitirme buena energía y de hecho a partir de que visitó al padre Mario yo empecé a mejorar. Pero en el hospital sólo lloraba. Andate, le pedía yo. Porque sino era peor. Mi viejo, en cambio, me obligaba al tratamiento, me hacía chistes. Y estaba. Sobre todo eso: estaba”. 

Una situación muy distinta a la anterior: “Hasta ese momento mi viejo sólo había estado para inculcarme cosas de la panadería: me exigía que la factura estuviera de determinada manera, que el remito de tal otra. A mí me consumía por dentro. Ojo: soy hijo de comerciantes de toda la vida, me emociona hablar de lo laburantes que fueron ellos porque son lo más. Pero yo sentía que no estaba para eso. Que no era lo mío. Que me iba a morir así. ‘Mi viejo no entiende que me voy a morir’, pensaba. Y al poco tiempo desarrollé la enfermedad”.

O sea que el cáncer, de alguna manera, regeneró el vínculo entre ambos.

–Sí. El cáncer me curó. Y me acercó a mi papá.

¿Recordás alguna escena en particular de vos y él en el Posadas?

–Muchas. Entraba y me veía todo muerto, tullido en la cama y me preguntaba: “¿Hiciste gimnasia hoy?”. Yo lo miraba sin entender: “Si no puedo moverme...”. “Ah no, tenés que hacer, acá te traje las pesas”, me decía, “¿A ver cómo empezás?”. Todo cargándome. Y a un paciente que tenía enfrente mío, atado a la cama porque estaba medio loco, le comentaba: “¿Así que sos hincha de San Lorenzo?” Y resulta que era de Huracán. “¡Qué bien San Lorenzo!”. “¡No! ¡San Lorenzo no! ¡Huracán!”, le gritaba él. Y me hacía descostillar de risa, me sacaba de eje. Se bancaba mis maltratos y me gastaba con su cara seria a lo Bianchi.

Al poco tiempo logra recuperarse, salir de la internación, y su padre –para animarlo– le regala un auto con el que empieza a viajar a Necochea. “Es verano y voy con mi amigo el Negro. Y estando una tarde en la escollera tomando unos mates frente al sol y el mar le digo: ‘¿Sabés qué? Voy a estudiar teatro’. ‘Muy bien’, me dice él. ‘Con Lito Cruz’. ‘Está muy bien’, me contesta. ‘Y cuando me den media oportunidad, ¿sabes qué?, le como el hígado a cualquiera’. ‘Muy bien, muy bien’, me sonríe, tranquilo. Y hago exactamente eso. A los pocos meses quedo seleccionado para hacer Okupas, todavía haciendo quimio cada 15 días. Pero feliz”. Walter, el rolinga, llegó a su vida.