En todas las películas de Federico Fellini siempre hay un momento de liberación, de ambiguo descubrimiento, que parece llegarnos de improviso. Luego, descubrimos que en realidad se ha ido gestando, frente a nuestros ojos, a lo largo de imperceptibles minutos. Sus personajes siempre se mueven en soterrada tensión, deambulan por la ciudad o los suburbios, se destacan por su contraluz sobre un cielo diáfano hasta que ese indómito espíritu de quiebre aflora en plena celebración. Las fiestas y los carnavales son en su cine ese territorio de la liberación, nunca del todo festivo sino contagiado de la emergencia de algo efímero en su desparpajo, pero perdurable en su devastador efecto. Algo de ello le ocurría a Wanda en El jeque blanco cuando perseguía a su héroe de fotonovela para descubrirlo hamacándose al sol, entre la fantasía y la impostura. También le pasaba a Alberto Sordi en Los inútiles cuando el fin de fiesta le anunciaba la partida de su hermana y sostén de la familia, y entre el disfraz desgajado y los rayos del nuevo día asomaba la realidad de una vida a la que debía hacer frente. Y también al Marcello de La dolce vita, agitado por los frívolos candores del milagro económico, que desnudaba su alma entre confesiones y bailes nocturnos, mientras la playa solo le devolvía el enigma de su propia existencia. Esa misma idea del carnaval como revelación agridulce es la que concibe el director argentino Martín Rodríguez Redondo en su ópera prima Marilyn. Película sobre un descubrimiento feroz e inabarcable, sobre sueños rotos y despertares libertarios, que devela una mirada sobre el cine que se pronuncia firme y segura, en una historia que transita caminos espinosos con lucidez y admirable determinación. 

Marcos vive con su familia en una granja en la que crían animales y preparan queso para la venta. Mientras su mirada recorre impávida los amplios exteriores de pastizales húmedos y horizontes lejanos, las telas y los colores de vestidos y collares despiertan en sus ojos un secreto brillo. En silencio, casi como parte de un ritual pecaminoso, Marcos cose vestidos con lentejuelas, compra cadenitas de colores, junta maquillajes y se sumerge en ese profundo perfume de aquello que parece no ser aceptado. Rodríguez Redondo filma el espacio con notable seguridad, construyendo límites invisibles para esa vida en tiempo circular que se repite sin remedio. Solo el padre de Marcos vislumbra en su distinción un futuro promisorio, un destino de venturas y libertades. Pero su ausencia repentina, casi como una sombra que emerge del fuera de campo, deja a Marcos prisionero de ese encierro permanente, de un acatamiento viral a la palabra del patrón, de una ceguera dolorosa a los propios deseos. La llegada del carnaval, como ocurría en el cine de Fellini, concita ese permiso tácito a una entrega que es deseada y escondida, que combina la suspensión de los límites impuestos con los placeres que subyacen a todo acto clandestino. Máscara y maquillaje son así el espejo en el que Marcos se ve por primera vez, con la energía del baile y el goce de una realización pendiente, expuesta en una descarnada verdad que se ampara en ese juego que nace de la mentira. 

Rodríguez Redondo entiende con sabiduría que la escena del corso es el corazón de su película. Y la excelente actuación de Walter Rodríguez como Marcos permite darle a esa danza al son de la cumbia un sentido de libertad que excede el dominio de la sexualidad. Su esplendor como una mujer que baila, como una bailarina que despliega su arte y su pasión, es un desafío para las normas aceptadas, las del pueblo y las de su propia familia. Esas que determinan la agobiante pasividad diurna, la misma que lleva a la familia a agachar la cabeza frente a los reclamos del dueño del campo y las quejas por los robos de ganado, la que a Marcos lo lleva a negarle a su madre que se ha comprado un vestido y encubrirlo como un secreto regalo de cumpleaños, y la que atañe a las formalidades de las apariencias, a las conformidades de la explotación, a los silencios de las pasiones. El acierto de la puesta en escena es pensar la nocturnidad en su consistente ambigüedad, en su dimensión de horror y desnudez, pero también en la potencial resistencia que se gesta en esas sombras, en el confinamiento de Marcos a esa opaca frontera del ocultamiento. 

Pese a estar inspirada en un hecho real ocurrido en 2009, el recorrido de la película elude las convenciones premonitorias del policial o el aura fatalista de la tragedia. Su mirada es tan directa que evita cualquier desvío que corte la conexión con su personaje, con sus silenciosos malestares, con su ahogada y creciente desesperación. Esa cercanía casi dolorosa es la que permite evaluar la dinámica de sus vínculos, el que sostiene con su madre (la excelente actriz chilena Catalina Saavedra), afirmado entre la dependencia y la incomprensión, o el que lo une a quienes despiertan su deseo, ya sea desde la seducción y el cuidado, como desde el maltrato y la violencia. Y aquí el director supera el relato sobre la identidad de género como una construcción sujeta a tensiones intrafamiliares y mandatos sociales: son todos los vínculos los que se ven atravesados por ese poder que la sociedad destila como autorizado, erigido en figuras de dominación, en gestos de violencia, en exigencias normativas. Así como la sumisión de Marcos a un entorno opresivo es espejo de la de su familia al poder de los dueños de las tierras, en la gradual resistencia a ese asfixiante oscurantismo germina la misma furia que exige el desafío a cualquier lazo de explotación. 

En Las noches de Cabiria, luego de la más radical de las desilusiones, Giulietta Massina recorre el bosque que la separa del fatal barranco de su desencanto. En el camino polvoriento y bajo el sol que se cuela entre los árboles desnudos, los acordes de una fiesta imprevista la invaden pese a su tristeza. Fellini sostiene la ambigüedad de ese momento hasta el final, haciendo de esa mirada a cámara de su personaje la cornisa entre la emergencia de una lágrima y la inminencia de una risa. Esa cualidad es la que consigue el carnaval de Marilyn: ser menos la antesala de una dolorosa caída que la encrucijada de un inevitable despegue. Rodríguez Redondo acompaña a su personaje hasta el final, le da un marco que lo contiene pero nunca lo reduce, lo hace vivir en sus escenas como todo lo que es, en cada arista de su verdad, en cada pliegue de su máscara.