La entrevista comenzó a gestionarse hace cosa de un año. Su agenda impedía encontrar el cuándo, pero desde entonces sugirió intentarlo, cada tanto, hasta que pudiera concretarse. Y es que Adam Przeworski reparte sus días entre la docencia, la escritura y las conferencias y charlas que brinda. En diálogo con PáginaI12, reflexiona sobre la democracia, sus alcances y limitaciones, entre otras cuestiones. El académico polaco-estadounidense analiza la viabilidad de las instituciones democráticas como mecanismos eficientes de representación política, la convivencia entre el capitalismo y la democracia, los altos niveles de desigualdad, el impacto del dinero en la política, y los efectos sobre la calidad democrática.
–Usted ha estudiado en profundidad comportamientos electorales en sistemas democráticos. ¿Qué es exactamente lo que la gente hace cuando vota?
–Esta es una pregunta delicada, porque la respuesta depende de si nos referimos a “el pueblo”, en singular, o a “la gente”, en plural. En las democracias, el pueblo como colectividad decide quién lo gobernará y cómo, transmitiendo instrucciones al gobierno sobre lo que debe hacer. A su vez, todo lo que las personas, como individuos, pueden hacer es expresar sus preferencias entre las opciones que se les ofrece, con la esperanza de que muchos compartirán esas mismas preferencias. Sí hay que tener en cuenta que votar y elegir no son la misma cosa.
–¿Por qué el acto de votar no connota una elección?
–En los sistemas de partido único, las “elecciones” sirven sólo para intimidar a una resistencia potencial en lugar de seleccionar a los gobiernos. En muchos otros países se tolera la oposición, pero los gobernantes se aseguran que nadie tenga la posibilidad de removerlos. Sin embargo, aún cuando las elecciones no decidan quién va a gobernar, ello no significa que sean insignificantes. La celebración de elecciones no competitivas es un fraude, pero es un fraude si partimos del ideal de que la fuente última de poder reside en el pueblo. Admitir una norma y violarla en la práctica es una gestión poco convincente. Por lo tanto, aun cuando no son competitivas, las elecciones ponen nerviosos a todos los dirigentes, algo que todas las elecciones tienen en común.
–¿Cuál es su definición de democracia?
–Mi consideración de la democracia es “minimalista”: la democracia es un arreglo político en el que la gente selecciona gobiernos por medio de elecciones y tiene una posibilidad razonable de removerlos. Hay que notar, sin embargo, que esta definición asume las condiciones previas para la disputa de elecciones –los derechos y las libertades, simplemente porque sin ellas el gobierno en funciones no podría ser derrotado. Por lo tanto, esta definición no es tan minimalista como puede parecer a primera vista.
–¿Y cómo sería una democracia ideal?
–Para una coexistencia en paz, debemos ser gobernados, y serlo implica en algunas ocasiones que se nos prohíba hacer lo que queremos y en otras que se nos ordene hacer lo que no queremos. La democracia es un método para procesar conflictos entre personas con diferentes intereses, valores o normas. En todo momento y en toda sociedad existen conflictos acerca de algo. Pensemos en las divergencias y los choques que se suscitaron alrededor del tema del aborto en la Argentina. Y lo que esto significa: que siempre hay ganadores y perdedores. Incluso mucha de la gente que votó por el candidato ganador termina decepcionada por su desempeño. Aún cuando una democracia funcione muy bien habrá gente descontenta. Si valoramos este sistema, es porque permite luchar por nuestros intereses y nuestros ideales, porque repetidamente renueva nuestras esperanzas, no porque siempre obtengamos lo que queremos. Dicho esto, es obvio que algunas democracias funcionan mejor que otras, y que todos los sistemas democráticos se pueden mejorar en algunos aspectos.
–¿Qué tiene en cuenta a la hora de evaluar la calidad democrática?
–La medida en que la igualdad política se ve socavada por la desigualdad económica, específicamente, la influencia del dinero en política.
–¿Cuáles son los principales problemas con los que se enfrentan las democracias hoy?
–Sin ninguna duda, la pobreza y la desigualdad, la xenofobia y el racismo. Lo primero que se debe tener en cuenta es que las instituciones políticas funcionan en sociedades particulares, diversamente divididas por riqueza, religión, origen étnico, y otras cuestiones, y que hay límites a lo que un sistema político puede lograr. Ni siquiera los gobiernos democráticos mejor intencionados pueden hacer todo lo que la gente quiere. Por otra parte, con frecuencia sucede también que los gobiernos no saben qué hacer: creo que esto corre para la situación económica actual de la Argentina. Los límites más importantes a la democracia se originan en el capitalismo, un sistema en que las decisiones relativas a la asignación de recursos productivos –inversión y empleo– son guiadas por la competencia del mercado. El capitalismo impone límites a las decisiones que pueden ser alcanzadas por el proceso democrático, límites que atan a todos los gobiernos sin considerar su convicción ideológica.
–¿A qué se refiere con que “el gobierno (argentino) no sabe qué hacer”?
–No es sólo el gobierno que no sabe qué hacer frente a la crisis. Ni sus varios consejeros ni la oposición tienen idea. Los economistas dicen “por un lado” y “por otro lado”, y el gobierno vacila entre los lados sin que sus mediadas tengan el efecto deseado.
–Recién dijo que los límites más importantes a la democracia se originan en el capitalismo ¿Qué alternativas hay al capitalismo?
–Creo que no hay alternativas al capitalismo, por lo que la democracia está condenada a funcionar dentro de estos límites. Esto no significa que todos los gobiernos democráticos sean lo mismo: hay espacios dentro de estos límites que dependen de las condiciones específicas de cada sociedad y de su configuración política.
–Pero en líneas generales, ¿a qué se reduce la noción de democracia frente a las políticas económicas que rigen el mundo, el avance de los partidos extremistas en Europa y la enorme desigualdad?
–Son tiempos difíciles para las democracias prácticamente de todo el mundo, por todas estas razones. El mayor peligro es que algunas fuerzas políticas reclamen con éxito que la única manera de solucionar las crisis económicas, las divisiones fuertemente arraigadas en la sociedad, o las rupturas del orden público, sea abandonando la libertad política, unirse bajo un líder fuerte, reprimir la pluralidad de opiniones, en resumen, recurrir a la autocracia, el autoritarismo, la dictadura, o como cada uno lo quiera llamar. La lección que aprendemos de las experiencias recientes de Venezuela, Turquía, Hungría, y mi Polonia natal, es que las instituciones democráticas no contienen salvoconductos que las protejan de ser derribadas por gobiernos debidamente elegidos y acatando las normas constitucionales. Cuando Hitler llegó al poder, la posibilidad de un camino legal hacia la dictadura fue vista como un defecto de la Constitución de Weimar. Sin embargo, esta posibilidad puede ser general. Lo fundamental es que el desgaste de la democracia no conlleve una violación de constitucionalidad. A su vez, cuando el gobierno toma medidas que no son flagrantemente inconstitucionales o antidemocráticos, los ciudadanos que se benefician de sus políticas son lentos para reaccionar incluso cuando valoran la democracia.
–¿Por qué agrupa a Venezuela, Turquía, Hungría y Polonia?
–Porque son los cuatro países donde los gobiernos intentan remover todos los obstáculos institucionales que puedan impedir que hagan lo que quieran y pongan en jaque su perpetuidad en el poder.
–¿Cuáles son las diferencias principales entre las democracias europeas y latinoamericanas actuales?
–Suelo convertirme en blanco de críticas por decir esto, pero creo que las diferencias no son entre continentes. Chile no es Honduras, Noruega no es Rumania. La principal línea divisoria es la corrupción. El grado de corrupción en la Argentina y en Brasil no tiene paralelos en Europa.
–¿Se refiere a beneficiar a ciertos sectores o al financiamiento electoral de la política?
–La utilización del dinero para financiar la política es el azote de la democracia prácticamente en todos lados. Pero no creo mucho en la eficacia de la regulación legal. Se pueden escribir todo tipo de reglas, pero tienen poco efecto. No son eficaces porque los que supuestamente tienen que hacerlas cumplir están sujetos a la misma influencia de dinero como aquellos a los que regulan. La forma más eficaz para equilibrar el juego político es la movilización de las personas con pocos recursos económicos, los sindicatos y las organizaciones de la sociedad civil, como ocurrió en los países escandinavos hasta hace poco.
–¿Qué fue lo que ocurrió allí?
–La presencia de sindicatos fuertes que apoyaban a los partidos de izquierda hacía que los recursos financieros y organizacionales que entraban en los juegos de influencia estuvieran bien balanceados. Sin embargo, en la actualidad los sindicatos son más débiles y sus relaciones con los partidos social-demócratas mucho más distantes.
–Sostiene que “la igualdad política no es posible en sociedades económica y socialmente desiguales”. ¿Por qué?
–La respuesta fue dada por Marx en 1844, en “Sobre la cuestión judía”. Cuando la gente que es desigual en términos de riqueza, ingresos, educación, entra en el campo político, pierde todos estos atributos. Como “ciudadanos” somos todos anónimos, indistinguibles: “una persona, un voto”. Pero una igualdad política formal no es suficiente para generar una igualdad de influencia política real. Incluso cuando tienen igualdad de derechos, algunas personas carecen de las condiciones materiales necesarias para participar en política. Los derechos para actuar no son más que un vacío si se carece de las condiciones habilitantes, por lo que la desigualdad de estas condiciones es suficiente para generar desigualdad de influencia política. Por otra parte, la competencia entre los grupos de interés para influir políticamente inclina las políticas de los gobiernos a favor de aquellos que son ricos o que están mejor organizados.
–Aun si existieran los derechos para actuar y las condiciones habilitantes a las que se refirió, y considerando que partimos de la premisa de que se trata de democracias capitalistas, ¿no se trata en realidad de democracia electoral sin más?
–La relación entre democracia y capitalismo está sujeta a opiniones contrapuestas. Uno afirma una afinidad natural de “libertad económica” y “libertad política”. Libertad económica significa que la gente puede decidir qué hacer con su propiedad y su capacidad o fuerza laboral. Libertad política significa que puede dar a conocer sus opiniones y participar en las elecciones que determinarán quién y cómo gobernará. Pero equiparar los conceptos de “libertad” en los dos terrenos es sólo un juego de palabras. Si revisamos la historia nos sorprenderíamos por la coexistencia del capitalismo y la democracia. Desde el siglo XVII casi todo el mundo, a la derecha y la izquierda, creía que la desigualdad económica no podía coexistir con la igualdad política. Estas predicciones extremas resultaron ser falsas.
–Pero al mismo tiempo considera que la igualdad política no es posible en sociedades económica y socialmente desiguales...
–En algunos países la democracia y el capitalismo coexistieron sin interrupciones durante al menos un siglo y en muchos otros países por períodos más cortos, pero sin embargo extensos, la mayoría de los cuales siguen hasta hoy. Los partidos obreros que tenían la esperanza de abolir la propiedad privada de los recursos de producción se dieron cuenta de que esta meta es irrealizable, y aprendieron a valorar la democracia y a administrar las economías capitalistas cada vez que ganaron las elecciones. Los sindicatos, también originalmente vistos como una amenaza mortal para el capitalismo, aprendieron a moderar sus demandas. Como resultado, los partidos obreros y los sindicatos aceptaron el capitalismo, mientras que los partidos políticos burgueses y las empresas aceptaron cierta redistribución del ingreso. Los gobiernos aprendieron a organizar este compromiso: regular las condiciones de trabajo, desarrollar programas de seguro social e igualar oportunidades, y en paralelo, promover la inversión y contrarrestar los ciclos económicos. Sin embargo, este compromiso hoy está roto.
–¿En qué sentido lo está?
–Los sindicatos perdieron mucho de su capacidad para organizar y disciplinar a los trabajadores y con ello su poder de monopolio. Los partidos socialistas perdieron sus linajes de clase y con ello su peculiaridad ideológica y política. El efecto más visible de estos cambios es el exorbitante aumento de la desigualdad en el nivel de los ingresos. Justamente, un punto central en el neo-liberalismo de Thatcher y Reagan era debilitar los sindicatos y abrir fronteras al flujo de capitales. Los efectos sobre la distribución del ingreso por beneficios y salarios son dramáticos. En los Estados Unidos hasta el final de los 70 y en Europa hasta el final de los 90 los salarios crecían a tasas casi idénticas a las del crecimiento de la productividad. Y de repente los salarios dejaron de crecer aunque la productividad crece. Otra cuestión que evidencia lo mismo es el hecho de que la participación de la remuneración al trabajo en la distribución del valor agregado disminuyó bruscamente. Creo que estos efectos fueron intencionados, que el neoliberalismo fue un autogolpe de la burguesía.
–Usted comentó que, por cuestiones que tienen que ver con su historia personal, sigue de cerca lo que ocurre en la Argentina y Brasil, entre otros países de la región ¿Cuál es su análisis político y económico de lo que sucede por estos lados?
–Siempre dudo acerca de opinar a fondo de países en los que no vivo. Desde el exterior, es evidente que la Argentina y Brasil enfrentan crisis urgentes, pero esto es una banalidad. La corrupción generalizada es su característica compartida, pero tengo la impresión de que la estructura de las crisis económicas no es la misma. La estructura económica de Brasil está mucho más diversificada que la de la Argentina. Brasil está experimentando un estancamiento a largo plazo, mientras que la Argentina experimenta fuertes altibajos.
–¿Hasta qué punto la intromisión de organismos internacionales en la política interna de un país –el Fondo Monetario Internacional (FMI) en el caso de la Argentina– no socava la democracia?
–Estudié el tema en detalle, y creo que los programas del FMI lastiman el crecimiento a largo plazo, principalmente al obligar a los gobiernos a reducir la inversión en infraestructura. Pero no creo que socaven directamente la democracia: después de todo, son gobiernos elegidos democráticamente los que acuden al FMI, a veces sólo para conseguir un pretexto de lo que quieren hacer de todos modos.