A diferencia de su contemporáneo más famoso, Andrei Zvyagintsev, director de El regreso, Elena y Leviatán, todas premiadas en los grandes festivales internacionales y estrenadas también en la Argentina, el también ruso Aleksei German Jr. es un cineasta de la sutileza y la introspección. Mientras el primero usa y abusa de las gruesas alegorías sociales, German Jr. trabaja en el sentido contario: hace de lo íntimo una manifestación capaz de alcanzar dimensión política sin perder la escala humana, personal. Y su película más reciente, Dovlátov, uno de los puntos más altos de la competencia oficial de la última Berlinale, no hace sino confirmarlo. 

Y como varios de los films que se lucieron en la Berlinale de febrero pasado (entre ellos el alemán Transit, de inminente estreno porteño), Dovlátov también es una historia de fantasmas, de personajes perseguidos y silenciados por la historia. Su relato transcurre en menos de una semana, hacia noviembre de 1971, en ocasión de un nuevo aniversario de la revolución soviética. Son apenas seis días en la vida de Serguéi Donátovich Dovlátov, un escritor de origen judío que nunca llegó a ver publicada su obra en vida en la URSS y que, como informa sucintamente el film, alcanzó una enorme popularidad en Rusia recién a partir de los años 90, poco después de su muerte. 

Es notable la manera en que German Jr. –hijo de uno de los grandes cineastas de su país, director de obras maestras como Mi amigo Iván Lapshin (1984) y Qué difícil es ser dios (2013)– es capaz de pintar una suerte de gran fresco íntimo, valga la paradoja. Con un uso imponente del CinemaScope, Dovlátov sigue a su protagonista en su rutinaria vida cotidiana, ocupándose de su pequeña hija y haciendo de cronista periodístico de una unidad de trabajo en los astilleros de Leningrado mientras intenta, sin suerte, ser admitido por la Unión de Escritores. Esta obstinación no tiene que ver con la necesidad de reconocimiento: esa pertenencia es lo único que le garantizaría la posibilidad de publicar sus textos en un marco cultural extremadamente restrictivo.

Al modo de una Dolce vita eslava, la película de German Jr sigue la deriva fantasmal de su protagonista (interpretado por el serbio Milan Maric, un actor de notable parecido físico con Marcello Mastroianni) mientras comparte interminables tertulias after hours con otros poetas en su misma situación, como su amigo Joseph Brodsky, quien a diferencia de Dovlátov llegó a la consagración en vida cuando, ya exiliado en los Estados Unidos, fue premiado con el Nobel. 

Con un virtuosismo fuera de norma, German Jr. –ganador del Oso de Plata de la Berlinale con su film inmediatamente anterior, Bajo las nubes eléctricas (2015)– construye unos soberbios planos secuencia que van dando la noción de ese mal sueño del que Dovlátov nunca alcanza a despertar, a pesar de su filosa ironía y de su humor mordaz, que tampoco lo ayudan a granjearse la simpatía de la intelligentsia oficial. 

La luz deliberadamente brumosa que compone ese maestro de la fotografía que es el polaco Lukasz Zal (el mismo iluminador de Ida y Cold War, de Pawel Pawlikowski) contribuye de manera determinante no sólo a la melancolía que tiñe al protagonista sino también a la idea que subyace a toda la película y que una escena ilustra de manera muy especial: durante una excavación para extender el subterráneo, aparecen los cadáveres de unos niños sepultados por una bomba durante la Segunda Guerra Mundial. Para bien o para mal, el pasado –como quizás no imaginó el propio Dovlátov– siempre vuelve a emerger en el presente.