Belo Horizonte, hace unos meses. El muchacho conducía un Uber. Cordial, un poco más allá de la eficacia que requiere la evaluación permanente del trabajo precarizado. Conocía la ciudad y sus historias. Abundó con certeza sobre los edificios de Niemeyer. En algún momento hablamos sobre las elecciones que vendrían. Arriesgó: hay un tipo, Bolsonaro. Comenzó a ponerse picante la conversación. Una suerte de Trump, decía él. Capaz de dar órdenes, tener mano fuerte, decisión. Ante las objeciones, concedía. No le parecía peligroso. Ni lo defendía con argumentos ultraderechistas. Más bien un hartazgo con la clase política, un hastío sedimentado con noticias, canales de televisión, procesos judiciales. Unos días después, otro conductor, ante la misma pregunta, contestó: puede ganar Bolsonaro. Sin entusiasmo, más bien nos daba un dato. Un hombre reconocido, un nombre propio. Que se contraponía al nombre propio que, en su proscripción, organizaba la vida brasileña. A favor o en contra. Lula. Sobre quien los uberistas descargaban la monserga consabida: ladrón, bandido, corrupto. Quienes contestaron así, rápidamente, son trabajadores. En una zona fuertemente antipetista y con trabajos muy alejados de la sindicalización y la organización de compañeros. Trabajos de cuentapropismo flexible y cuantiosas ganancias de las empresas de la economía digital. Apariencia de cooperación bajo gestión virtual y real explotación de las condiciones de vida. Si la uberización de las economías es lo propio de este momento, la bolsonorización de las conversaciones y decisiones es su consecuencia política. Supimos, en esas charlas breves, que había en juego un nombre propio y eso, en política, es muchísimo.

Belo Horizonte queda en el estado de Minas Gerais. Allí donde se escribió y transcurre la mayor novela de la literatura brasileña, Grande sertão. Veredas. ¿Importa recordar novelas cuando la tierra tiembla por los pasos de las milicias de un nuevo orden autoritario? Importa, no por desvío esteticista, porque en el corazón de esa experiencia de escritura se juega una reflexión sobre el deseo, sobre las posibilidades de la vida en común, sobre las jefaturas y el poder. El Museo de la lengua portuguesa, en San Pablo, se fundó con una muestra temporaria sobre ese libro de Guimarães Rosa y fue un intento fundamental de pensar el carácter plurilingüe y multicultural del Brasil. Hace un año el museo se incendió y de algún modo en esos fuegos altísimos se quemaron apuestas democráticas y radicales a un país en el que proliferaran las diferencias y las disidencias. En estos meses, se incendió otro Museo, fundamental, en Río de Janeiro. Se quemó, esta vez, un patrimonio histórico de la humanidad. Por falta de presupuesto, no había sistemas de prevención y extinción de incendios. El gobierno golpista cerró los grifos del financiamiento estatal y ese ajuste dejó a la intemperie las lentas construcciones que conforman la riqueza social. Aquellas que se legan no entre integrantes de una familia, los herederos, sino de generación en generación, bienes colectivos, tesoros de lo común, que se ponen a disposición en obras, en sitios museísticos, en sistemas educativos, en músicas, en artes, en lenguas. Los incendios no son intencionales pero funcionan al interior de una lógica de destrucción y barbarie: tienen sentido, como lo tienen los incendios de escuelas en el conurbano bonaerense. El neoliberalismo trata así lo que amalgama la vida en común. Lo estruja, con fuerza insomne, lo destroza, para que en ese desierto donde solo quedan cenizas crezca la libertad del mercado, los cuerpos despojados y la violencia metódica. 

Grandes movilizaciones sacudieron las calles de las ciudades brasileñas para gritar Ele Não. En las redes las agitadoras tomaron la decisión de desplazarse del nombre propio amenazante y dijeron Ele, O coiso. El coso es el apólogo de la tortura y el poder militar, el que quiere tomar las riendas del Estado para que éste olvide su pretensión de monopolio legítimo de la violencia, armando a los particulares como autodefensa de vidas y propiedades, el que dice que quiere una nación homogénea, ordenada, disciplinada, que olvide sus pretensiones de transformación política y sus fuerzas de expansión deseante, que para sobrevivir pisotee sus ansias de igualdad y su profunda vitalidad popular. El coso encarna el sueño distópico de una sociedad tradicionalista, con las jerarquías sociales claras y las diferencias de género biologizadas. Si la fuerza reactiva del fascismo de los 20 venía a combatir la potencia amenazante de la experiencia soviética, que atravesaba el deseo de las masas obreras europeas, el autoritarismo de O coiso es una reacción ofensiva contra la insurgencia de los feminismos, contra la fuerza disidente que recorre el mundo y que reorganiza cuerpos, deseos, familias, economías, modos de vida. Su verdad está en esas milicias que recorren las calles a paso militar, uniformados, en los guerreros que preparan las iglesias evangélicas. Llaman orden a un esfuerzo de sumisión, a un proceso de moldeamiento de lo que está en crisis, a la represión de lo que estalla. Esas milicias son lo contrario del carnaval. Pero es probable que muches votantes de Bolsonaro durante los cálidos febreros carnavaleen en la calle. ¿Cómo entender el voto que enjuicia y condena aquello que los propios votantes aman? Algo del pacto hay, o de la ilusión de que si se pacta se garantiza la propia supervivencia. Mejor estar del lado de los fuertes. Cuando todo es vida arrojada, dañada, perdida. ¿Dónde estará el Brasil que produjo las más potentes invenciones de la cultura popular? ¿Dónde el de las lentejuelas, el loco travestismo, el deseo callejero, las bichas y sapatãos, las favelas alzadas, los campesinos movilizados, ese nordeste siempre al borde de la migración, el tupí amazónico, las escrituras y las imágenes, dónde el Brasil del PT y el de Marielle, el de las mujeres que salieron de las favelas hacia las universidades y pudieron estudiar por los cupos raciales, dónde el país de los quilombolas y de las fugas y los combates contra la esclavitud? Hoy, al borde de ser aplastado por un nuevo orden que compone institucionalidad judicial, ideología autoritaria, economía neoliberal y violencia social sin fin, habilitada, desatada.