El ideal de perdurabilidad de los tiempos modernos en la constitución de una pareja “hasta que la muerte nos separe” ha cambiado y ha dado lugar a una visión más realista del futuro y se ha convertido en un vínculo consensuado por un tiempo indeterminado entre dos personas que buscan relaciones sexuales en un marco afectivo de intimidad y compañerismo. No es que la separación conyugal sea una novedad, sino que la ejerce un mayor número de parejas  y lo novedoso tal vez sea la manera en que se lo lleva a cabo: con más permisividad del entorno social, con menos dramatismo, con bastante soltura. A lo largo de su vida, que también se prolonga en las últimas décadas, un individuo puede concretar la conformación de varias parejas de convivencia.

El intercambio afectivo y la satisfacción sexual constituyen un objetivo muy sobrevalorado  de la pareja contemporánea. La felicidad se busca en la pareja y está centrada en la vida de ésta. Debido a ello se tolera menos la pérdida de la pasión y en general no se encuentran en la ternura y en la compañía suficiente justificación para continuar juntos. Mucho más que antes, cuando se agota la pasión, termina la pareja. Hoy la valoración sobre la sexualidad hace que el deseo erótico y el componente pasional sean signos de felicidad y que emerjan con una importancia desconocida en otras épocas. Pero también coexiste con esa postura otra de total incredulidad con respecto a la importancia de vivir en pareja, donde se visualiza que ha caído en descrédito el modelo de matrimonio que las religiones vienen imponiendo desde siglos atrás; donde se prefieren momentos efímeros, contactos esporádicos y se sobrevalora (a veces exageradamente) el vivir solo, en un contexto absolutamente personal, rodeado del más sofisticado confort.

Cuando en debates, mesas redondas, programas periodísticos en medios de comunicación, se dialoga acerca de por qué en la actualidad existen más separaciones de parejas matrimoniales, es muy frecuente observar que por detrás del planteo manifiesto se deja entrever una postura que valoriza la perdurabilidad de la unión matrimonial, y que considera estas separaciones como fracaso, como un mal del mundo actual, como una falencia en la subjetividad de nuestra época. Esta postura altamente censora, ácida con respecto al hombre actual, también se pone de manifiesto cuando se habla sobre el amor. Parecería que todo es hecatómbico, que el hombre ha perdido su rumbo, que ya todo es light, efímero, o líquido,  sin compromiso, o banal…  Pienso que lo que no se puede aceptar es la diferencia de  valores y en función de ello, por lo tanto, las valoraciones diferentes que este individuo actual hace de las costumbres sociales, los rituales, los hábitos, las experiencias de intimidad, la sexualidad, etc. Si cambian las ciencias, si la tecnología nos apabulla todos los días con innovaciones sorprendentes, si se modifica sustancialmente el mundo del trabajo, si el consumismo a ultranza que plantea “el mercado” es una realidad planetaria, etc., etc., ¿cómo no va a cambiar la pareja matrimonial? ¿Cómo no va a recibir el impacto que todos esos cambios socio-culturales que se vienen sucediendo en constante aceleración? ¿Cómo no se van a producir modificaciones en la manera de vincularse, de aparearse, hombres y mujeres entre sí? Pero lo que creo que queda de manifiesto en esos planteos nostálgicos del “todo tiempo pasado fue mejor”, por lo menos para mí, es que se sigue manteniendo un reiterado planteo de la modernidad que sostenía la idea de un hombre en constante superación, que iba a mejorar constantemente sus condiciones de vida, que iba a terminar con la “explotación del hombre por el hombre”, en fin, que iba a dominar a la naturaleza. Nada de todo eso ocurrió, aunque sí se produjeron cambios. No somos ni mejores ni peores a otras épocas anteriores, sí, somos diferentes, y tal vez eso es lo que tengamos que aceptar. Desde esta postura creo que se hace más “amable” hablar de lo que se viene operando de distinto en el vínculo de pareja. No me parece tampoco sensato  adoptar una posición escéptica con respecto al matrimonio y a las uniones que se le asemejan; a pesar de los cambios, creo que habrá parejas de ese estilo para largo rato, aunque revestirán, incluso, características inesperadas.

Ni mejor ni peor…   diferente

Por lo dicho anteriormente, me parece que una duración más corta de la vida en común ya es y seguirá siendo una de esas características que la pareja viene operando. Y es ahí donde diría que no es ni mejor ni peor, sino algo que sucede y para lo cual podemos encontrar explicaciones que pueden ser útiles a las personas, pero sin colocarnos en una posición de valoración negativa. Tal vez tener dos o tres relaciones de pareja importantes a lo largo de la vida resulte más enriquecedor para muchos. Ahora se lo puede practicar con más soltura que antes, donde el error en la elección se pagaba por el resto de la vida. Debido a esto, algunos hablan de “monogamia flexible”, es decir una o varias relaciones estables a lo largo de la vida a las que además se les adosarían algunas relaciones pasajeras. G. Vincent se pregunta: ¿podrá la mujer social y sexualmente emancipada contentarse con el mismo hombre durante cincuenta años? Esta pregunta surge frente a la caída del modelo mujer fiel-marido infiel, esposa irreprochable-marido adúltero que prevaleció hasta gran parte del siglo XX.

Todos sabemos, además, que los cambios sociales producen transformaciones en el interior del individuo que alcanzan, por supuesto, la estructura de sus afectos. Y además que nuestros sentimientos y nuestras convicciones más íntimas se conforman a partir de los vínculos que establecemos con los otros y también desde el contexto social al cual pertenecemos. Muchos son los cambios que se vienen produciendo en nuestra cultura y que por supuesto bañan las formas de unión afectiva entre los individuos.  Los ideales sociales adscriptos a cada género sufren en los últimos años modificaciones significativas. El ideal de “mujer maternal” va desapareciendo lentamente, sólo pasa a ser un rasgo tan importante como otros, pero no el privilegiado. La mujer como objeto de deseo deja paso a la mujer deseante. Continúan surgiendo cambios en las costumbres que modifican los roles esperados de lo masculino y lo femenino. El hombre deja de ser el protector omnipotente (ideales de poder y potencia) y abastecedor exclusivo. Los hombres, ahora, no siempre ocupan en la familia y en la pareja la función de proveedores. En muchos núcleos las mujeres son las encargadas en lo fundamental de la economía familiar. Pasa a haber una distribución más equitativa del poder, es decir, ya no es ejercido unilateralmente por el hombre. Cesa la “sexuación del dinero” protagonizada por el hombre. Cada vez la mujer se integra más a espacios que eran casi absolutamente masculinos. En gran cantidad de parejas, las mujeres ocupan cargos de dirección, son profesionales destacadas. El espacio de la casa ya no es privativo a lo femenino: en algunos casos se ha desplazado al hombre y en otros las funciones son compartidas por ambos miembros de la pareja.

Además, los procesos de globalización, como tendencia de homogenización y estandarización de la vida cultural, el avance permanente de un capitalismo a ultranza, con las transformaciones que produce en las condiciones de trabajo tanto en las sociedades desarrolladas como en las más rezagadas, la gran concentración humana en centros urbanos, entre otros muchos factores, no podrían dejar indemne la vida privada de las parejas, sino todo lo contrario: influyen en ellas de manera tal que les aporta una cuota de interrogantes e incertidumbres crecientes.

Existió durante mucho tiempo la tesis de que el mundo público pertenecía al hombre y el privado a la mujer. Creo que tuvo asidero hasta no hace muchas décadas y precisamente esto fue cambiando notablemente hasta convertirse hoy día en algo que causa malestar ya que tanto el hombre como la mujer se sienten un tanto extraños en poder compartir en forma igualitaria estos espacios. Ya lo privado y lo público no le pertenece prioritariamente a ninguno de los dos sino que ambos tienen que vérselas con el desafío que significa el estar resolviendo situaciones en ambos ámbitos. La salida fuera del hogar que significó importantes reivindicaciones para la mujer descolocó al hombre de su lugar tradicional. Pero también para la mujer estos cambios resultaron complicados, ya que no sólo ahora  tiene que resolver temas domésticos para los cuales culturalmente estaba más preparada, sino que se las tiene que ver en el espacio público con roles donde debe competir a veces hasta ferozmente para ganarse un lugar que generaciones anteriores usufructuaba el hombre.

Otro de los cambios en la vida privada, que plantean autores como R. Sennet, es que las relaciones se han tornado más frías, indiferentes, objetivas, a la manera de lo que sucede en el ámbito público, como si éste hubiera invadido el espacio familiar que se torna incómodo y deja de cumplir con las funciones de continencia afectiva, distensión, etc.  Esta “huida” creciente hacia lo público se convierte en una “necesidad básica”–necesidad de la vida urbana– que crea permanentes insatisfacciones pero de la cual el individuo no puede escapar. Se hacen, entonces, más difíciles e infrecuentes los encuentros “cara a cara” en la esfera privada; hay una carencia de espacios para la intimidad de las parejas.

Si bien se puede afirmar que en los últimos tiempos ha habido una revalorización del universo privado, creo que este universo está teñido por un individualismo de características más negativas que positivas. Y aquí cabría hacer algunas distinciones aunque este no sea el lugar para desarrollar ampliamente este tema. El individualismo puede ser considerado como “…una ideología, entendida como un conjunto de representaciones, ideas y valores comunes a una sociedad”. Aparece durante la Reforma protestante y se afianzó como concepto en la primera mitad del siglo XIX asimilando los efectos aportados por la Ilustración y la Revolución Francesa.

Proviene este término del latín, individus: individuo, indivisible. Es una posición moral, un sentimiento, o un estado mental que prioriza el interés personal, privado, con respecto al interés interpersonal, colectivo o social. El aspecto positivo de esta orientación consiste en la afirmación de la libertad individual. El aspecto negativo se manifiesta en el egoísmo y el menosprecio de los intereses de los otros; en un cierto aislamiento y exaltación de lo personal, siendo individualista “la persona que tiende a pensar y a obrar con independencia de los demás o sin sujetarse a normas generales”. La oposición entre el interés personal y el interés social no es insoluble, ya que estos intereses coinciden en lo esencial, porque el interés social se realiza solamente a través de la actividad de los seres humanos concretos y no a través de entes sobrehumanos.

En la filosofía, el individualismo desarrolla una línea que va desde Protágoras hasta el hedonismo y el epicureísmo. Durante el Renacimiento, el individualismo desempeñó en general un papel progresista, expresando la aspiración de la liberación del ser humano de las cadenas feudales. El extremismo individualista encontró su eco en las doctrinas anarquistas de Stirner y Bakunin.  El matiz positivo ya lo destacaba Alexis de Tocqueville en la primera mitad del siglo XIX, cuando lo describía como un “sentimiento reflexivo y apacible que induce a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos”.

Esta oscilación permanente entre la positividad y negatividad que plantea la idea de individualismo se comprueba en el vínculo de pareja, donde permanentemente se dirime acerca de si ciertas actitudes de uno de sus miembros pueden considerarse como muestras de autonomía, independencia o egoísmo, aislamiento, separación. En este último caso ese individualismo se convierte en una manifestación de desinterés y apatía por el otro. Por supuesto que esto puede deberse a las características psicopatológicas de uno o ambos miembros de la pareja, pero me importa reflexionar acá acerca de esta tendencia individualista exagerada producto del tipo de vida que se plantea en las sociedades actuales, que compele al individuo a conducirse de esa manera. Y sus expresiones llegan, en el caso de las parejas, hasta la esfera sexual, provocando lo que probablemente fue la mayor revolución en los hábitos sexuales durante el siglo XX. La libertad individual no se frena en el mercado; si se tiene una libertad absoluta para comprar y vender, no parece haber lógica alguna en bloquear la libertad de escoger parejas sexuales, un estilo de vida sexual, una identidad o tipos de fantasías, aun cuando éstas incluyan la complacencia en la pornografía y las formas más sofisticadas del ritual autoerótico.

Pero el lado negativo es un tipo de liberalismo sexual que no admite ninguna barrera para la satisfacción individual, que hace del placer individual el único patrón en la ética sexual. La enorme expansión de preferencias (en parte la creación de un nuevo mercado sexual globalizado que ofrece una variedad de atractivos para el consumidor, con todo a la mano, desde un fin de semana erotizado hasta las drogas de diseño) inaugura, aunque paralelamente socava, la posibilidad de desarrollo individual y cooperación social. Esto ha dado pie a los que plantean un “narcisismo” dominante en el comportamiento actual. El culto al yo, donde hombres y  mujeres son artífices de sus propias vidas,  puede ser algo estimable, pero cuando se lo alcanza sin tener en cuenta al prójimo, sin un sentido de responsabilidad mutua y pertenencia común, puede conducir a un desierto ético.

Se corre el peligro de la instalación de un desarraigo, de una subjetividad individualista que no visualice la importancia de los lazos indisolubles entre libertad individual y pertenencia social. Porque además “nos conocemos como seres particulares sólo en tanto vivimos en contacto con los demás, y experimentamos las relaciones sólo en tanto diferenciamos al otro de nuestro ser particular”. Sin embargo, en nuestro esfuerzo por alcanzar dicho equilibrio, necesitamos liberarnos de las limitaciones a las que nos condena el individualismo radical que hemos heredado en Occidente.

Las paradojas y las “promesas incumplidas” de la modernidad han conducido al narcisismo y el hedonismo del individuo contemporáneo, a la apatía, indiferencia e incluso al extrañamiento frente al otro, estableciendo, a veces, una forma de autismo, donde la conexión tecnológica es extensísima, pero a su vez humanamente aislada.

Algunos trabajadores en salud mental piensan que estamos inmersos en una cultura en la cual las personas están ávidas de juventud, de placer, de sensaciones fuertes, de vivir rápido y bien, aquí y ahora. No importan los caminos o la pareja, la esposa ni los hijos. El Yo está primero. La emancipación individual es el único norte. El hombre y la mujer transitan y buscan perfeccionar su individualismo, su ego, tanto personal como sexual. Buscan la eterna belleza y ambos con sobradas razones, el éxito propio en todos los ámbitos. Es la moda creada por hombres y mujeres que van en pos del perfeccionamiento corporal, el éxito social, económico y político a cualquier precio. Y la mujer busca cada día que pasa su liberación total, su placer, su orgasmo, como tradicionalmente lo ha buscado el varón.

Es la cultura que los sociólogos denominan indistintamente show off (mostrar para afuera) o sociedad light, es decir con predominio de la superficialidad, que anima a las personas a un comportamiento narcisista; es decir, egoísta. Está constituida por hombres y mujeres que hacen de la “realización personal”, tanto física como sexual, afectiva, social, económica, emocional, cultural y política un verdadero culto; es decir, una manera de comportarse  y vivir. En la cultura del consumismo, todo puede ser descartable y desechable. Todo puede ser cambiado: el refrigerador, los autos, la esposa, el esposo, los hijos, la familia. Además todo debe ser de marca y de último modelo. Y tantas exigencias generan estrés. Este produce cambios profundos en la salud general y la sexual en particular.

Cornelius Castoriadis en su obra “El avance de la insignificancia”, reflexiona sobre el futuro de nuestros jóvenes en nuestra sociedad actual: “Al provenir de una familia débil, habiendo frecuentado –o no– una escuela vivida como un cargo, el individuo joven se halla enfrentado a una sociedad en la que todos los valores y las normas son prácticamente reemplazadas por el nivel de vida, el bienestar, el confort y el consumo. No cuentan la religión, ni las ideas políticas, ni la solidaridad social con la comunidad local o de trabajo, con compañeros de clase. Si no se convierte en un marginal (droga, delincuencia, personalidades límite), le queda la vida real de la privatización, que puede o no enriquecer con una o varias manías personales. Vivimos la sociedad de los lobbies y de los hobbies… Cuando, como es el caso en todas las sociedades occidentales, se proclama abiertamente que el único valor es el dinero, el provecho, que el ideal sublime de la vida es enriquecerse, ¿es posible concebir que una sociedad pueda seguir funcionando y reproduciéndose sobre esta única base?

Asistimos a un bombardeo informativo que no contemplan ni las diferencias ni las particularidades: políticos, psicólogos, sociólogos, abogados, periodistas, deportistas, modelos, ciudadanos comunes, expresan su opinión en los medios sobre cualquier tema y, al opinar, borran la diferencia entre opinión y conocimiento. Se crea una catástrofe del sentido, un “todo vale”, donde  todas las interpretaciones son posibles y valederas.

La familia actual adquiere características diferentes en este contexto. Los matrimonios son cada vez menos perdurables: el divorcio conyugal es una posibilidad al alcance de la mano. Se establece lo que suele llamarse una especie de “poligamia sucesiva”, que deja paso a las llamadas familias ensambladas o reconstituidas. Los tradicionales roles y funciones del hombre y la mujer se intercambian con mucha facilidad y no están rígidamente establecidos. Los hombres colaboran más en el cuidado de los hijos y la salida laboral de la mujer le restó el rol hegemónico de proveedor económico. Vivimos inmersos en una constante situación de no poder distinguir claramente cuáles cambios tienen positividad y cuales nos perjudicarán en no muy largo plazo.

La marcada tendencia individualista hace que los intereses personales primen sobre los de la pareja conyugal, y el proyecto de vida de ambos no incluye necesariamente, ni en primer plano, el tener hijos. Se vive, en manera bastante extendida, una adolescencia permanente, ya que este estado pasa a ser altamente valorizado: se quiere ser siempre joven y para ello ningún esfuerzo resulta demasiado. Lenguaje, ropas, cirugías se ponen de moda para poder lograrlo. El aumento del número de hogares uniparentales y unipersonales llega a límites peligrosos: la tendencia es compartir cada vez menos la vida cotidiana.

Los esfuerzos por prolongar la vida cada vez son más intensos. En esa probable “larga adultez-juvenil”, la pareja “única” suena casi como  un imposible.

* Psicólogo psicoanalista. Ex profesor de la UBA. Autor de Amores y parejas del siglo XXI. Buenos Aires. Ed. Letra Viva. 2009.