Mi madre solía decirme en broma “vení para acá mi abortito de la naturaleza” cuando me mandaba alguna de esas chiquilinadas que molestan a lxs adultxs, estrechándome fuerte entre sus brazos. Chiquilinada sin importancia habría de ser, a juzgar por el tono con el que me lo decía. Es así que jamás durante la niñez asocié la palabra aborto con algo negativo, al menos no del todo. Esa “cosa mal hecha” de mi parte no generaba más que una sonrisa y una leve mueca de desaprobación por parte de mi madre. Ser un abortito era ser algo que generaba ternura y sus manos despeinando enérgicamente mis bucles en el medio de la cabeza.

Habrá sido en cuarto año cuando tuve la primera noticia sobre el aborto como problema. Escuela de monjas. Profesora de Educación Cívica. Pregunta: ¿Están a favor o en contra del aborto? Ahora que lo puedo pensar no había posibilidad –justamente– de pensar ante esa pregunta. La respuesta sería unívoca en el contexto de una escuela de monjas. Y así fue. Casi como las niñas bien que creíamos ser, todas contestamos variantes en torno a un único pensamiento: abortar era matar. Lo que nos ponía sin más en contra del aborto. ¿Necesariamente en contra de las mujeres que abortaban? No lo sé. Más aún: se insistía con la pobre “vida inocente” que la jodida que abortaba impedía desarrollar. Mala mujer, jodida, pero ninguna se atrevió (al menos allí) a decirle asesina a una mujer que abortaba. Se nombraba el hecho como asesinato, pero no a quién lo cometía. Es decir que el pecado mayor o el delito (según qué sistema de creencias usemos) de la mujer que abortaba, no era el aborto. En el fondo lo que subyacía era el cuestionamiento a esa mujer que negaba la maternidad en el acto de abortar. Y eso sí que era un engendro: un aborto de la naturaleza.

A los 18 años aborté. Recuerdo que cuando me desperté de la anestesia dije “mi hijo” entre lágrimas. Nunca más hablé de eso. Con nadie. Lo que sabía era que no quería ser madre en ese momento. Lo sabía como se saben las cuestiones que no se pueden razonar pero que se sienten en la boca del estómago. Esa experiencia de rechazo puede asociarse a otras que nos toman el cuerpo: ante ese embarazo no deseado actúe como se actúa cuando una se enamora, sin argumentos ni razones. Aborté y durante cinco o más años no hablé con nadie de ese aborto.

A los 24 o 25 años, militantes de izquierda me entregaron un folleto que hablaba sobre aborto legal, en Córdoba, donde vivía. Y por primera vez para mí alguien/ otrx hablaba en voz alta del aborto: la mano que me acercó el folleto, la carne de esa mano, se convirtieron para mí en la posibilidad de pensarme.

Entre los 26 y 27 años me nombré feminista, también en Córdoba.

A los 27 leí Fornicar y matar, el problema del aborto de Laura Klein. Recuerdo que el título me llamó la atención. ¿Qué clase de loca pondría Fornicar y matar como título de un libro sobre aborto? Lo devoré. Recuerdo que inmediatamente se lo regalé a mi madre a quien recién pude contarle de mi aborto cuando le llevé Código Rosa el año pasado, once años después de aquel regalo, veinte años después del aborto que me hice. Leí Fornicar y matar en el año 2005. En ese mismo año surge la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Ahí estuve y sigo estando.

Once años después de esa lectura lo primero que digo es: ¡no lo puedo creer! ¿Qué hizo posible que hoy estemos en esta misma mesa junto a Laura a quién admiro por su insistencia en pensar este tema y por la manera en que lo aborda? ¿Decisiones políticas, personales (sabemos que lo personal es político), azar? Acompañar a mujeres a abortar como lo hacemos las socorristas, tal vez sea uno de los cruces más significativos a la hora de pensar estos encuentros y reencuentros vivificantes. Y descubrir allí que un libro escrito hace más de diez años tiene plena vigencia. En Entre el crimen y el derecho. El problema del aborto, Laura piensa y nos genera incomodidades varias a las feministas que esgrimimos argumentos  –entiendo válidos– a la hora de plantear una defensa pública acerca de la urgencia de la legalidad del aborto. Nos incomoda porque nos obliga a ir más allá de los argumentos, nos obliga a ir a las experiencias, a ver, escuchar, sentir a esas mujeres que abortan. Sin explicarlas. Sin explicarnos. No es que las feministas no la hagamos, es que en el afán de interpelar a la sociedad en su conjunto y en particular los discursos antiabortistas, en ocasiones desplazamos el foco de atención de las experiencias únicas e irrepetibles de las mujeres que abortan, Laura diría las abortantes. Y como sabemos las experiencias no caben en las generalidades de los argumentos. Podemos narrarlas, pero no explicarlas. Laura sin embargo argumenta, explica, coloca en el centro de la escena a la mujer que aborta, a la mujer que decide no ser madre, y lo hace a través de un sólido y minucioso análisis teórico sobre el problema del aborto interpelando todos los discursos: el médico, el legal, el de la Iglesia Católica, el liberal, el del sentido común, etc. Laura Klein nos dice que hablar de aborto es hablar de embarazo, de maternidad, de muerte, de vida. La mujer que quedó embarazada y no quiere ese embarazo, está obligada a decidir continuarlo o no. En ese sentido la decisión (la de abortar o la de continuar con el embarazo) no es libre, dado que esa mujer no quiso estar allí. En ello reside la tragedia: esa mujer no quiere el embarazo y no querría abortar. Aun así aborta.

Fornicar y matar, Entre el crimen y el derecho: dos maneras de nombrar un (casi) mismo libro. Estoy tentada de decirle a Laura que aquel “Fornicar y matar” era subversivo y que lo prefiero, porque fue aquel título el que me convocó a su lectura desde la mujer que era y que había abortado (¿que había fornicado y que había matado?). Y la cito: "La asepsia del lenguaje científico sirve para dar una fachada respetable a una política subversiva. No irritar también tiene sus costos. Los interlocutores del discurso ‘verdadero’ no reciben el ‘político’. Quien recibe un mensaje subversivo bajo un camuflaje descriptivo no recibe un mensaje subversivo. Cuando uno busca una fachada aceptable encuentra una fachada reaccionaria. Guardando las formas del enemigo con la astuta intención de disputarle la hegemonía, se guarda su quinta y se hace del rebelde el futuro hijo pródigo. La conciencia ingenua obvia la perversión del lenguaje. Política es lenguaje. Hay que dejar de ser inocentes para ejercer poder. Fin del paréntesis: el poder es doloroso".

Una apostilla en esta relectura: busqué en mi biblioteca aquel libro. Comparé mis subrayados. Para mi sorpresa no fueron pocas las coincidencias. Aquella lectora que era coincide en el asombro, la duda, la incomodidad, con esta lectora que soy, feminismo mediante, socorrismo mediante. Uno de esos subrayados es el siguiente: “Un argumento nunca destruirá una verdad. Aunque la impugne. Aunque se imponga para modificar un artículo de ley. Porque validez y verdad se separan en la rueda del relato, mezclando paja y lógica de la existencia con el trigo de la vida. A qué disputar un botín que no podremos digerir. Mejor dejar de refractar la maternidad que sangra en el aborto y asumir la parte maldita del embarazo”. En eso estamos.

 

* Presentación de Entre el crimen y el derecho. El problema del aborto. UNL. Santa Fe. 22/04/2016.

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