Conocí la música de Ennio Morricone hace muchos años. No recuerdo con precisión el momento exacto, porque en 1985, el año en que nací, muchas de sus composiciones ya habitaban el planeta desde hacía tiempo, pero sí me acuerdo que de pequeño veía con mis padres en televisión la miniserie Il segreto del Sahara –debía de tratarse de una reposición, pues yo ya tenía más de tres años– o Dos granujas en el Oeste, con Bud Spencer. También recuerdo algunas imágenes de El pulpo. Así que estoy seguro de haber escuchado también las bandas sonoras de esas producciones.

Nunca íbamos al cine.

Más tarde descubrí que aquellos temas musicales los había compuesto Morricone y a saber cuántos más ya se habían filtrado en mi mente antes de poder asociarlos con su nombre.

Como el colegio me aburría, empecé a estudiar guitarra con mi padre, luego con otros, pero aquello no me bastaba: yo quería crear algo propio. Esa era mi necesidad, mi pretensión. Me dije que quería conseguirlo con la música. Pasé de un maestro a otro, pero buscaba uno auténtico. El adecuado.

La tarde del 9 de mayo de 2005, mi padre llegó a casa directo del trabajo cargado con uno de esos diarios gratuitos que suelen repartir por la calle. “Dentro de un rato Ennio Morricone dará una charla en el Spazio Oberdan, en Milán... A lo mejor Francesco y tú llegáis a tiempo”. Francesco es mi hermano. Fui corriendo a mi habitación y preparé un cedé con unos cuantos temas que había compuesto en el ordenador, escribí una carta, la metí en un sobre y se la dirigí a Morricone. Sin rodeos, le pedía que escuchara el disco, en especial una pista: “Los sabores del bosque”, la número 11. Añadí que me encantaría conocer su opinión y que me encantaría aún más recibir clases de él.

Pues sí, le pregunté si quería ser mi maestro.

Francesco y yo llegamos al Spazio Oberdan un poco tarde, no encontrábamos aparcamiento y la charla estaba a punto de terminar. La sala estaba abarrotada. Pude escuchar únicamente la última pregunta y la última respuesta. 

¿Qué piensa usted de los nuevos compositores? 

–Depende, me mandan muchos cedés a casa, normalmente los escucho unos segundos y luego los tiro a la papelera.

Supuse que debía de estar de mal humor, pero, a pesar de ello,  me puse en la cola de fans que esperaban que les firmara un autógrafo. Casi había llegado al estrado, cuando Morricone se puso de pie e hizo ademán de marcharse, pero la única salida de la sala estaba junto a mí, no había bastidores. Me abrí camino sin pedir permiso y salí a su paso. Le dije que tenía un cedé para él. En un primer momento, el maestro pensó que le estaba pidiendo que me firmara un autógrafo en la cubierta y sacó el bolígrafo, pero le aclaré que lo que quería era que escuchara el disco. Me dijo que no sabía dónde guardarlo, yo insistí y educadamente se lo puse delante, para demostrarle que un cedé no ocupa demasiado espacio. Añadí que me interesaba sobre todo conocer su opinión acerca de la pista 11. Tomó el sobre, suspiró y desapareció.

De vuelta en casa, se lo conté a mis padres, ellos ya estaban acostados. Corté por lo sano y dije: “Bueno, al fin y al cabo, ha dicho que lo tira todo. Buenas noches”.

Al día siguiente, ocurrió lo imprevisible. Yo me encontraba en Vercelli, para ir a una clase de armonía, cuando de pronto mi madre me llamó por teléfono. Morricone había llamado y quería hablar conmigo, incluso me había dejado un mensaje en el contestador automático, que más tarde grabé y aún conservo hoy en día. Me decía que había escuchado la pieza: reconocía que tenía grandes dotes, pero que se notaba que era autodidacta. Tenía que encontrar un buen maestro. No podía darme clases porque no tenía tiempo, pero debía estudiar composición. “No hay otra: su pieza es buena, pero, si no estudia composición, siempre imitará a alguien”. 

Lo llamé una semana después para darle las gracias y para pedirle un consejo. “¿Puede recomendarme a alguien?” Dijo que podía darme algún nombre, pero que todos los profesores que conocía vivían en Roma. Me aconsejó que no entrase en el conservatorio y que siguiese mi propio camino, que aprendiese al menos a componer fugas. Le di las gracias y le respondí que me mudaría a Roma. A partir de ese momento empecé a estudiar composición y mi vida se complicó bastante, pero aprendí mucho. De vez en cuando hablaba por teléfono con Morricone. 

Permanecí en Roma seis años y, cuando decidí trasladarme a Holanda para proseguir mis estudios, volví a escribirle para explicarle por qué había decidido marcharme. Me llamó, como ha hecho siempre, y me contó con emoción las penalidades que había sufrido al principio de su carrera... “En cuanto regrese a Roma, me gustaría entregarle un breve texto sobre mi experiencia como compositor”, me dijo. Ese texto se titula La música del cine ante la historia. Lo descubrí finalmente en el verano de 2012, cuando nos reunimos en su casa. Tal y como me había prometido, me regaló una copia, y me pidió que le hiciera saber mi opinión. Me sentí halagado y tomé algunos apuntes con interés. Así comenzó este proyecto que materializa solamente la punta del iceberg de lo que he encontrado. Un libro que nació de mi firme determinación y de la confianza de Ennio Morricone, que me ha permitido continuar en esta aventura, una aventura que he vivido como una oportunidad única y como una enorme responsabilidad. u