En un breve comunicado publicado de madrugada, hora local, el reino de Arabia Saudita anunció que el periodista disidente Jamal Khashoggi está muerto. La versión oficial apenas indicó su muerte fue el resultado de “una pelea a puñetazos” entre el periodistas y “personas” con las que se reunió el dos de octubre en el consulado saudita de Estambul, Turquía. El fiscal general del reino agregó en el texto que la investigación oficial resultó en la detención de 18 sauditas. Los detenidos no fueron identificados, ni se aclaró por qué son sospechosos en el caso. Tampoco se dijo dónde está el cuerpo del asesinado.

El periodista había ido ese día al consulado saudita en Estambul para obtener documentos que necesitaba para casarse con su novia turca. Según el gobierno de Ankara, un grupo de quince agentes aprovechó el trámite para emboscarlo, torturarlo, matarlo y desmembrar su cuerpo. Para la inteligencia turca, los agentes eran miembros de la seguridad del príncipe Mohammed Bin Salman, regente de Arabia Saudita, más un prominente médico forense que se habría encargado de cortar el cuerpo. El grupo llegó a Estambul de madrugada el dos de octubre, con pasaportes diplomáticos y en dos aviones privados, y abandonó el país esa misma noche. El gobierno saudita negó por días que esa versión fuera cierta.

El caso Khashoggi se hizo insostenible para el Príncipe Mohammed, y arruinó la inminente conferencia de negocios internacional que preparaba como una vidriera de sus reformas modernizantes. Primero hubo una cancelación masiva de representantes de las mayores corporaciones multinacionales, a la que le siguió la de altos funcionarios de varios gobiernos europeos. Finalmente, la misma directora del FMI Christine Lagarde y el secretario del Tesoro de EE.UU. Steven Mnuchin suspendieron su presencia en el evento.

Al mismo tiempo, la presión política subía, con los turcos publicando detalles cada vez más claros de sus grabaciones y filmaciones de los eventos en el consulado saudita. La prensa norteamericana identificó, con esos materiales, a cuatro sospechosos presentes en Estambul ese día como agentes de la seguridad personal del príncipe: todos aparecían en fotografías custodiándolo en viajes internacionales. A la vez, varios medios en EE.UU. publicaron ayer versiones de que la CIA había llegado a la conclusión de que la seguridad turca tenía razón en su versión de los hechos, y que así lo iba a reportar al presidente.

Tal vez la gota final fue que ayer Donald Trump finalmente dijo que pensaba que Khashoggi sí estaba muerto, algo que se había negado a decir por dos semanas. El presidente norteamericano hasta dijo que su aparición con vida sería “el milagro de los milagros”. La estudiada ambigüedad de Trump refleja la fuerza de los contactos sauditas en Washington, que son de vieja data, se fortificaron durante la guerra fría y siguen con enormes compras de armamentos norteamericanos. Los sauditas participaron y apoyaron las guerras norteamericanas en Medio Oriente, aportaron a las campañas electorales de varios presidentes y aprendieron a financiar think tanks influyentes en el centro de la política de Estados Unidos. Este tipo de influencia les permitió, por ejemplo, ayudar a detener la ola de insurrecciones democráticas en el mundo árabe, declarar un bloqueo a Qatar y hacerle una sangrienta guerra a Yemen sin mayores críticas de su principal aliado.

Pero el asesinato de Khashoggi parece haber cruzado una línea invisible que ni el mismo Trump, personalmente muy cercano a los sauditas, puede ignorar. De hecho, la creciente presión lo llevó a decir que si se prueba la participación saudita, “bueno, voy a tener que ser muy severo. Es que, esto es algo malo, malo”.