Desde Río de Janeiro

El país se pregunta qué podrá esperar del gobierno de Jair Bolsonaro, electo presidente en la noche del domingo. Solamente una cosa es cierta, sin sombra de duda: nada bueno saldrá de las manos de ese esperpento.

Sin embargo, hay que reconocer que a lo largo de la campaña que lo llevó a la victoria, bien como de toda su carrera de político profesional, Bolsonaro ha sido de una coherencia loable, algo raro entre los de su calaña. En ni un solo momento dejó de exhibir su profundo e irremediable desprecio por la democracia, su racismo, su misoginia, su línea de pensamiento (si cabe la palabra) absolutamente raso y plagado de todo y cualquier tipo de perjuicios. 

Un troglodita radical, incapaz de comprender la vida más allá de su defensa inquebrantable de la violencia. Un ser totalmente desequilibrado, que merecería soporte psicológico urgentísimo.

En la campaña, defendió la implantación de un programa económico fundamentalista, neoliberal a ultranza, contrariando su defensa anterior –primaria, es verdad, como todo que emana de él– de un estatismo burdo y sin lógica alguna. Luego dio vuelta atrás. De la misma y serena manera con que dio vuelta atrás en anuncios bizarros, como lo de unir bajo el mismo ministerio la Agricultura y el Medio Ambiente, juntando devastadores de la naturaleza con defensores de lo que todavía existe.

Dijo que abandonaría el compromiso ambiental y climático del Acuerdo de París, luego dijo que no será exactamente así. Dijo que abandonaría, si se diera el caso, a ese “antro de comunistas” más conocido como Organización de las Naciones Unidas, la misma ONU de la cual Brasil es uno de los fundadores. Luego no volvió a mencionar el tema.

Sus primeras apariciones tan pronto de confirmaron los resultados electorales fueron de un ridículo atroz, un pintoresco jamás visto antes en ocasiones similares: un presidente electo participando de una oración comandada por uno de esos autonombrados obispos de una de esas sectas evangélicas electrónicas que, a propósito, fueron esenciales en su victoria. No dudó en jurar que gobernará a nombre de Dios.

Nada de eso, sin embargo, tiene real importancia. Los que votaron en él sabían que elegirían una aberración, que jamás administró siquiera un carrito de vendedor de helados de mala calidad. No, no: lo que verdaderamente importa es lo que vendrá, principalmente del círculo que lo rodea, muy especialmente el quinteto de generales retirados que conformarán el verdadero núcleo de poder. 

La distribución de cargos y puestos tiene, frente a ese escenario, una importancia relativa. Lo que verdaderamente importa es el programa de gobierno elaborado por el quinteto formado por los generales Augusto Heleno, responsable por el sector de defensa, Oswaldo Ferreira, de infraestructura, Alessio Souto, de educación, ciencia y tecnología, y Ricardo Machado, de lo que se refiere a la aeronáutica. 

El quinto general se llama Hamilton Mourão, es ahora el vicepresidente electo, y en las veces que abrió la boca durante la campaña dio sobradas muestras de dos aspectos, ambos preocupantes. Primero: es un troglodita ilustrado. Segundo: es mil veces más articulado y preparado que Bolsonaro, que en el fondo no es más que un bufón histeriquito. 

En ese quinteto reside la verdadera amenaza que será encabezada por un capitán retirado que ha sido un militar mediocre, que se alejó del Ejército luego de planear una serie de atentados (en la ocasión, Bolsonaro declaró que “todo fue meticulosamente previsto” para no causar víctimas humanas) para exigir aumento de sueldo. 

Parte del quinteto estaba, hasta hace menos de un año, en la activa, lo que abre espacio para calcular la influencia que siguen teniendo sobre el sus colegas.

El general Souto, por ejemplo, ya anunció que pretende implantar en el currículo escolar el creacionismo, dejando a Darwin en segundo plano. Y que los libros que traten de dictadura la dictadura implantada entre 1964 y 1981 serán “banidos” (prohibidos) en las escuelas. Dijo también, entre otras perlas de la bestialidad, que no ve mucha razón para que se concedan tantos recursos para investigaciones en el área de las ciencias humanas.

Lo que hay de más retrógrado, de más bizarro, de más absurdo está alrededor de Bolsonaro. Su vice ya defendió que, “si se da el caso”, un presidente aplique, con respaldo de las fuerzas armadas, “un autogolpe” con tal de devolver “la normalidad”.

El domingo, 39% del total de brasileños aptos para votar eligieron Jair Bolsonaro. Otros 31% optaron por Fernando Haddad, retrato exactamente inverso del vencedor. Hubo 28,5% del electorado –42 millones cien mil brasileños– que optaron por anular su voto, abstenerse o votar en blanco. 

Bolsonaro contó con 39% de respaldo del electorado. Otros 61% prefirieron rechazarlo. De todas formas, ganó. Jugando sucio, jugando inmundo, pero ganó.

Las urnas de mi país han parido a un Augusto Pinochet. A ver qué pasará, cuál la dimensión del desastre, cuál la duración del derrumbe, y principalmente, cuál será el precio que las futuras generaciones pagarán por semejante catástrofe.