El porno como forma de representación. El porno como género audiovisual. Dos descripciones y discusiones teóricas dispares pero, al mismo tiempo, íntimamente ligadas. Las hijas del fuego, la nueva película de Albertina Carri –ganadora del premio mayor en la competencia argentina del último Bafici– puede ser definida de muchas maneras pero, en esencia, es una película política. Como, de manera diferente, lo era la anterior Cuatreros. “El problema nunca es la representación de los cuerpos. El problema es cómo esos cuerpos se vuelven territorio y paisaje frente a la cámara”, afirma la voz en off de una de las protagonistas, cineasta como Carri y, por esa misma razón, posible alter ego de la realizadora. El encuentro de ese personaje con otra joven, habitante transitoria de Tierra del Fuego, se produce al comienzo mismo del relato y lo que se desliza a continuación es una declaración tanto física como intelectual: el deseo de estar y de permanecer juntas. Hace tres o cuatro años que ambas están “en pareja”, aunque sólo se le ocurrirá a alguien hablar de algo parecido al noviazgo cuando surja la posibilidad de visitar a la madre de una de ellas. Compartimientos, lugares establecidos, rótulos, que la película pondrá en constante desequilibrio e intentará destruir desde sus cimientos para poder así, con las piezas resultantes, construir otra cosa.

Y, desde luego, ahí están la genitalidad y el sexo –que Carri pone en pantalla a los pocos minutos de comenzada la proyección–, alejados tanto de la simulación del cine convencional como del formateo del hardcore comercial, en particular de ese “lesbianismo” heteronormativo de fácil consumo y digestión. Carri anticipa lo que vendrá: un dildo de dos puntas penetra a ambas y el movimiento sincrónico lo transforma en una extensión de sus propios deseos. La chica afirma que su próximo proyecto es “una porno” y, a partir de ese momento, esa película imaginada dentro de la película real se convierte en espejo. Poco después, una pelea en un bar con un grupo de muchachos dispuestos a la discriminación y la ofensa automática transformará a la pareja en un trío, que de allí en más no hará más que sumar nuevas órbitas hasta transformarse en grupo, en sistema (el colectivo de mujeres encargadas de darles vida incluye actrices no profesionales y otras con extensa experiencia teatral). “Hay algo del goce que es irrepresentable”, afirmará la voz, y Las hijas del fuego –título tomado del libro de cuentos de Gérard de Nerval, que uno de los personajes lee atentamente– se hace cargo de esa imposibilidad, al tiempo que intenta contradecirla, dialéctica formal que hace latir a la película en su totalidad.

Más allá de cualquier teorización sobre acto y representación, fondo y forma, la de Carri es también una particular road movie que le guiña el ojo tanto a Thelma y Louise como a Baise-moi, de Virginie Despentes, aunque sin las marcas convencionales de la primera ni la pulsión trash de la segunda. ¿Es la secuencia de sexo al aire libre, con fondo de montañas nevadas e iluminación sólida y pareja, una parodia de tantos polvos reales cimentados por el porno con el correr de las décadas? ¿O, por el contrario, la película se termina haciendo cargo de una tradición heredada? Difícilmente puedan discutirse en los mismos términos las dos escenas de sexo que le siguen, ambas deslizadas hacia el territorio de la fantasía: una pequeña orgía en plena nave de una iglesia, con traje de neopreno apretando la carne y música de Ennio Morricone, y un segmento onírico que va del blanco y negro al color, del found footage a los bigotes postizos.

Las hijas del fuego construye algunas trampas con las cuales termina tropezando, como la figura de la “invitada estelar”: tanto Erica Rivas como Cristina Banegas y Sofía Gala interpretan breves papeles, a su vez representativos de ciertos tipos femeninos, que más allá de sus aportes puntuales se sienten como desvíos un tanto innecesarios. La poesía formal le cede finalmente el terreno a la poesía cinematográfica: un complejo y bellísimo plano-secuencia pone en escena un posible paraíso terrenal, fantasía y utopía, seguido por el registro sin pausas ni cortes de una masturbación. En ese plano casi fijo de varios minutos, heredero indirecto del cine de los hermanos Lumière, Carri cierra magistralmente su ensayo cinematográfico: una paja es apenas una paja, pero también puede ser mucho más. La potencia de esa imagen radica, precisamente, en su duración, que logra devolverle al contenido toda su naturalidad, su normalidad. Alterando las palabras del título del film de Rosa von Praunheim, “no es perversa la imagen, perversos son el contexto y la mirada”.