“Un libro en manos de un vecino es como un arma cargada.”
Fahrenheit 451, Ray Bradbury

Hay regímenes que necesitan de la ignorancia para completar sus propósitos. Las ficciones –los libros, caramba– se han encargado de denotarlo. En una de las obras maestras de Bradbury, el “bombero” Montag se dedica a quemar libros, hasta que la curiosidad primero y el ansia de conocimiento después se le plantan en la cabeza y lo hacen darse vuelta. En El cuento de la criada las mujeres tienen vedado leer y escribir: la palabra es enemiga del totalitarismo. Bueno, a veces no, a veces es utilizada para acompañar esos procesos. Pero más a menudo el libro es, en el peor de los casos, un enemigo. En el mejor, un artículo accesorio y descartable.

Los argentinos lo saben bien: cuando estallan las crisis (y aquí las crisis siempre terminan estallando) hay cosas que se convierten en artículos suntuarios. Y entre las primeras cosas que pasan al estante de lo inalcanzable se encuentra la cultura: mal puede pensarse en libros, discos, espectáculos, películas, cuando apenas si se puede meter algo en la heladera o pagar los astronómicos costos de gas, luz, medicina prepaga, escolaridad, alquiler y el larguísimo etcétera del laburante. El informe de la CAL es atroz reflejo del estado de las cosas.

Como tantas otras cosas que no sean la especulación financiera o los negocios de las grandes corporaciones amigas, a la actual administración estatal el acceso a la cultura le resulta un asunto secundario. Con la lógica capitalista, si algo no se acomoda en el mercado pues mala suerte, no tuvo la fuerza o la viveza para sobrevivir. Pero ahí está el boom de las cervecerías artesanales, vamos, que aquí no es emprendedor el que no quiere.

Nada reemplaza a un libro, su nobleza, su perfume, su capacidad de construir mundos con tan poca cosa como tinta y papel. Hoy el argentino promedio, históricamente amante de la lectura, se ve ante una página en blanco, la única opción de esperar tiempos mejores para recuperar el rito. Mientras tanto la industria languidece, se destruyen puestos de trabajo, desaparecen librerías, la cultura sigue recibiendo trompazos. Para algunos es lisa y llanamente una catástrofe. Otros se encogen de hombros porque bueno, así son las cosas, hay asuntos más “importantes” que atender

Y porque para algunos un libro en manos de un vecino es como un arma cargada.