Desde Barcelona

UNO El hijo de Rodríguez entra al cine con su padre a ver Bohemian Rhapsody –flamante y muy demorada y conflictiva y conflictuada biopic de Freddie Mercury & Queen– exactamente con la misma estatura con la que Rodríguez escuchó por primera vez, en 1975, el disco A Night at the Opera.

Gran álbum –como suelen serlo los grandes álbumes del pop-rock– de música infantil. Infantil en el sentido en el que The Beatles supieron convertir al género en canciones prodigiosas que de pronto te hacían sentirte como el más prodigio de los niños. Es decir: música que apela directamente a las inmensas ganas de todo pequeño (pero ganas por siempre latentes y tarareables como un hit a lo largo de toda la vida) de ser sorprendido y seducido. Y donde ninguna nota se queda quieta y todo cambia de humor cada cinco minutos como máximo y mínimo y qué va a pasar ahora y, sí, algo nuevo e inesperado pasaba. 

DOS Así son las cosas, piensa Rodríguez pagando la entrada y sentándose en su butaca: nada se pierde y toda música es pasible de convertirse en película si su protagonista supo ser megalómano adorable e insoportable, astuto y polimorfo y perverso pasticheur sónico, alma (y cuerpo) de la fiesta y un feroz animal escénico con dentadura extraña y bigote tonto. El resto de la banda –hay que decirlo– también tenía su gracia y talento. Y de ahí esa guitarra tan reconocible hasta el hartazgo de Brian May, esos hits escritos por el bajista John Deacon y ese baterista Roger Taylor enamorado de su auto (y de todas esas chicas en el asiento de atrás).

Y, ah, de pronto, en la oscuridad de la sala, Rodríguez y su hijo tienen la misma edad: la edad igual en la que a un padre y a un hijo les gusta Queen sin importar la diferencia de edad. Y Rodríguez experimenta aquello que tiene la obligación de hacer sentir toda biopic que más o menos transcurra dentro del mismo horario que tu vida: que lo biografiado se convierta en parte de la propia biografía, que te convenza de que tu historia también es parte (ínfima, pero parte al fin) de LA HISTORIA.

TRES Y lo cierto es que –viendo la película– Rodríguez se acuerda de todo aquello. De lo raros que eran los ‘70 (una década servida como las sobras recalentadas de los ‘60 pero con ingredientes novedosos y de sabor entre artificial y exótico) en los que, de pronto, en España, todo fueron ardientes tetas y culos luego de un invierno de cuatro décadas. Y, claro, la divina decadencia y el hedonismo terreno de Queen encajó ahí a la perfección. Tanto en la Gran Vía como en los callejones del planeta todo. 

Dentro de la historia del pop, Queen era una especie de resumen de lo publicado con un muy astuto uso de lo que iba pasando y viniendo, casi parodiando con genio el glam-hard-rock y entendiendo al hit single como algo que bien podría entrar o salir de los más pegadores y pegadizos musicales de Broadway (Rodríguez los siguió de cerca hasta The Game, luego ya sólo en videos de MTV para volver a  admirar, de cerca y cerca del final, a la funeraria y tan sensible y sin efectos especiales pero toda afecto especial “These Are the Days of Our Lives”). 

Y todo esto apenas se ve (se ve de pasada), pero sí se siente en Bohemian Rhapsody. Y atención, por las dudas: lejos (muy) está de ser una buena película. Tampoco es una de esas fascinantes monstruosidades como la conspiranoide JFK o el Nixon de Oliver Stone con un Anthony Hopkins que parecía escapado del set de Saturday Night Live. Mucho menos es, por supuesto, una gran biopic: no es Lawrence de Arabia (la más grande biopic que jamás se filmará) ni es Ed Wood o Butch Cassidy & The Sundance Kid o Raging Bull o Amadeus. Todas biopics en las que los rostros de pronto auténticos de los actores han suplantado los rostros de pronto inverosímiles de los originales actuados sin importarnos ya las imprecisiones históricas o las falsedades dramáticas. 

Pero lo cierto es que Rami Malik no lo hace nada mal y por momentos hasta lo hace muy bien a la hora de su Ready-Freddie. Y casi consigue superponer su ahora a la memoria de Rodríguez de ese otro ululando olímpicamente “Barcelona” junto a Montserrat Caballé (hoy, casi seguro, Freddie se marcaría dueto con la muy de moda e hiper-promocionada neo-flamenca-trap Rosalía). El resto es dejarse arrastrar por una biopic sin ninguna pretensión innovadora. Su esquema de sinopsis-elipsis-good parts con coda-orgasmo colectivo en Wembley es el mismo y muy vintage utilizado para aquellas acerca de Cole Porter o Glenn Miller. Aun así, está bien llevada por Bryan Singer en un alto de su franchise X-Men para dedicarse un rato (se sabe que abandonó el rodaje para no regresar y ser reemplazado por Dexter Fletcher, quien dirigió aquella otra con canciones de The Proclaimers) a esta banda decididamente mutante y que todavía sigue dando vueltas por ahí con cantantes suplentes y fantasma insustituible.

CUATRO Fanática, mentirosa, inofensiva, simplificada, higienizada de todo exceso para consumo masivo y hasta intentando ser love story diferente sin siquiera privarse del conflicto generacional con los padres o la advertencia/moraleja sobre los peligros de una cosita loca llamada sida, ver Bohemian Rhapsody es tan divertido como oír (aún hoy) Bohemian Rhapsody. Ya se sabe: el “A Day in the Life” de Queen y esa criatura entre mamarracha y emocionante que puede ser tanto motivo de chiste/escena de antología en Wayne’s World como de tributo apenas subliminal en el “Paranoid Android” de Radiohead y asignatura imposible en el karaoke más cercano. Una canción infecciosa y psicótica y esquizofrénica que parece no tener edad y trascender a toda moda y estar ahí, debajo del sofá, en un algoritmo aleatorio de Spotify o en alguno de los vericuetos del tímpano: al acecho y con ganas de sonar y tronar y de trepar a lo más alto de los charts una y otra vez sin importarle las décadas transcurridas o el tiempo perdido y recuperado. 

De regreso del cine, todos los telediarios –que destacan el estreno de la película como una de las noticias del día– se ocupan y entusiasman ante otras cuestiones reales: el “debut oficial” de la principesca Infanta Leonor a la que ya se promociona como futura reina. La niña –entre el sonido y la furia de tantos pedidos de consultas acerca de la pertinencia o no de la continuidad monárquica y todo eso– leyendo en público el artículo 1 de la tan discutida por estos días Constitución en el cuarenta aniversario de más o menos funcionamiento. Leonor lee correctamente ante la mirada entre arrobada y examinante de su reina y madre Letizia (quien, de seguir con tanto “retoque facial”, pronto será candidata perfecta a protagonizar su propia biopic: es decir, se parecerá un poco bastante a sí misma pero ya no siéndolo). Y Rodríguez no puede evitar imaginar que no estaría nada mal que, de pronto y sin aviso, madre e hija se lanzasen la una a la otra y alternativamente “Scaramouches!” y “Galileos!” y “Fandangos!” y “Figarós!” y “Bizmillahs!” y “Magnificós!” hasta ir a dar a esa coda del, sí, “God Save the Queen” al final del ahora de nuevo tan cool vinilo.   

CINCO Por la noche, ya en la cama, Rodríguez escucha y mira los rayos y truenos de una tormenta histriónica e histérica como Freddie Mercury. Y se pregunta si no sería mejor –de ser cierto eso de que al morir el cerebro te regala un resumen en segundos de toda tu vida– que el crepúsculo de las neuronas durase un poco más y que lo que se te ofreciese fuera una biopic de más o menos un par de horas. Irreal, cómoda, manipuladora, poco confiable, pero aún así... 

En cualquier caso, la canción que da nombre a la película ya lo advierte desde su primer verso: “¿Es esta la vida real? / ¿Es esto sólo fantasía? / Atrapado por una avalancha / No hay escape de la realidad”

Pues eso: eso era, eso es, eso será. 

Y, en cualquier caso, ahí fuera, el viento siguió y sigue y seguirá soplando como si fuese una canción inolvidable y no una película que ya comienza a olvidarse con solo cerrar los ojos y dormirse para soñar como se soñaba cuando sonaba por la primera de muchas veces “Bohemian Rhapsody”, cuando todavía estaba casi todo por sonar, cuando aún no se estaba casi del todo sonado.