UNO

Siempre creí que había cierto encanto particular en el acto de escribir a mano en un cuaderno. Tal vez porque me remonta a los orígenes de mi propia escritura —todos empezamos escribiendo a mano, garabateando frases en hojas sueltas o en algún cuaderno en desuso que poco a poco se empieza a llenar—, por una asociación romántica o snob con el imaginario de escritor, o por simple y puro fetichismo. Sea como sea, tengo una clara fascinación por determinado tipo de cuadernos. Aun cuando, debo decir, a la hora de la verdad siempre me inclino por la practicidad del teclado y los procesadores de texto. Pero abrir un cuaderno nuevo, en blanco, imaginar la letra apretada que podría cubrir esos renglones, presentir las ideas o las historias que podría contener, genera siempre una ilusión que ningún documento nuevo de Word es capaz de despertar. Porque en un cuaderno, si se quiere, puede caber en preciado desorden todo aquello que sobra en el mundo digital. Apuntes, listas, un sueño que queremos retener, el detalle de gastos al que tenemos que hacer frente, el comentario de alguna lectura. Un cuaderno no es solamente un diario, ni una bitácora, ni un anotador. Es, o a veces se vuelve, algo que es todo eso al mismo tiempo.

De modo que un cuaderno en blanco es siempre una promesa. Por eso, a lo mejor, todavía me fascinan tanto: los cuadernos son mi forma secreta de seguir creyendo.

Por eso y porque los cuadernos son un laboratorio donde a veces quedan rastros del ensayo de nosotros mismos. Una huella a la que en algún momento podemos volver. 

 

DOS

Tengo un cuaderno rojo, uno azul y dos cuadernos negros. Tengo dos cuadernos artesanales que me acompañaron en dos viajes diferentes. Dos o tres libretas de bolsillo. Tengo apuntes, cuentos, listas, intentos de diario, diagramas de clases para mi taller, mapas a mano alzada de fragmentos de ciudades desconocidas, algunos sueños. Muchas páginas en blanco también, porque si algo tienen en común todos mis cuadernos es que, más temprano que tarde, se topan con ese vacío al que me gusta volver cada vez que no tengo nada que decir. Que, al fin y al cabo, suele ser mucho más habitual que lo contrario.

De todos los cuadernos y libretas que andan dando vueltas por la casa, la única que parece tener una función específica es una libreta de bolsillo de tapas doradas con los bordes ya gastados, con un elástico estirado pero que todavía sobrevive, y un marcapáginas de seda negra. Esa inseparable «libretita de apuntes» —jamás falta en ese maltrecho morral marrón que cargo a todas partes, del que puede dar fe cualquiera que me conozca o me haya cruzado alguna vez— me acompaña desde hace no menos de siete u ocho años: lo sé porque hay apuntes para la trama y los personajes de mi primera novela, que terminé de escribir en 2011.

Uno podría pensar que no haber llenado una libretita de unas 250 páginas en casi una década habla muy mal de mis momentos de inspiración, si es que existe algo como eso. Y aunque soy escéptico en ese sentido, en su favor debo decir que cuando digo que cargo mi libreta “a todas partes” quiero decir de mi casa al trabajo. Y como durante las 9 horas que paso sentado en la oficina de lunes a viernes no suelo sacar la libreta —me resulta más práctico seguir usando la computadora y enviarme un mail a mí mismo, o a ese que seré cuando vuelva a mi casa—, las ideas y apuntes se vuelven tan espaciados que casi me atrevería a asegurar que no escribí una sola línea en la libreta desde el último verano. 

 

TRES

Pero a veces me aventuro en las páginas viejas como en los apuntes de otro. Leo: “Un escritor escribe una novela sobre un escritor ficticio. Para dar mayor verosimilitud al relato o montar un magistral engaño, escribe también las obras que inventó para el escritor: se finge el escritor inventado. El escritor acaba siendo dos, y la novela inicial, una novela circular. Hay quienes dicen que, también, se inventó a su vez a un tercer escritor para que cuente la historia, y que yo no soy sino una invención de él. Lo que yo diga al respecto, por supuesto, carece de valor”. Eso lo reconozco. Alguna vez desarrollé esa idea en este mismo espacio.

Leo: “No leemos a otros: nos leemos en ellos. Me parece un milagro que alguien que desconozco pueda verse en mi espejo. José Emilio Pacheco. (México, 1939)”. No sé de dónde saqué esa cita, pero me gusta. Hay una frase de Tomás Eloy Martínez. Una cita de Amelié Nothomb y dos de Kundera. Hay una frase que leí en un cuento de Esther Cross y una idea que apunté después de la lectura de una crónica de Leila Guerriero.

Hay entradas que indican su objetivo: idea para contratapa, idea para cuento, idea para la novela. Reconozco algunas que prosperaron.

Hay algunas palabras anotadas con letra ajena. Dice que “Pelaná” es algo así como un insulto maya. Me las apuntó entre risas una chica de Yucatán en una noche de Guanajuato.

Hay una anotación interrumpida en una de las hojas finales, que son troqueladas y se pueden arrancar. Me resulta la más curiosa de todas. “devuelvo la bomb”. ¿La bomba? ¿La bombilla? ¿La bombacha?

¿Qué habré tenido que devolver? ¿A quién?

 

CUATRO

Hay ideas para cuentos que todavía no escribí.

Todavía.

Un cuaderno, dije, es siempre una promesa.

 

CINCO

Y aunque empezar un cuaderno genera una especie de placer, y se trata de toda una ceremonia —la primera palabra es siempre un bautismo. Uno nunca sabe a dónde habrán de llevarlo las próximas páginas de un cuaderno, pero ningún amante de los cuadernos logra sustraerse del entusiasmo de los comienzos— también su finalización está envuelta en una especie de mística. Cerrar un cuaderno después de haber anotado en él las últimas palabras equivale, en ocasiones, a dar por concluida una etapa. ¿Qué marcas nuestras quedarán en él? ¿Qué huellas estaremos dejando atrás? ¿Qué o quién volverá, mañana, desde estas mismas páginas?

 

Porque uno cierra un cuaderno sabiendo que algún día regresará. Lo hojeará sin apuro. Se demorará en algunos pasajes. Se reencontrará con lugares, episodios, ideas, nombres que mañana, tal vez, se empiecen a desvanecer. Se preguntará, tal vez, cómo pudo olvidarse de eso. O todo lo contrario. Pero siempre se demorará un rato, asomado a su propia vida, como si fuera la de alguien más. Ese que alguna vez pudo, o supo ser, a través de las notas de un cuaderno.