La información oficial dice que Cristian Pauls volvió a Fortín Tiburcio luego de cuarenta años. ¿O fueron cincuenta? “La verdad, no sé. Son cálculos muy por arriba, incluso tampoco sé exactamente cuántas veces fui. Tengo una especie de memoria muy fallida y agrietada. Creo haber ido dos o tres, no más, pero puedo equivocarme”, relativiza el director de Sinfín (1988), Por la vuelta (2002) e Imposible (2004) ante PáginaI12. Pueden ser cuarenta, cincuenta, quizás más, quizás menos. Pero tampoco importa: a fin de cuentas, la incertidumbre es el motor fundamental de la historia de búsquedas y reconstrucciones, de hallazgos y pérdidas irrecuperables, que narra Tiburcio. 

El film –que se exhibe desde ayer en la Sala Lugones del Teatro San Martín– es disparado por una vieja foto de su abuela materna junto a un caballero que no es su abuelo. Se sabe que fue tomada a mediados del siglo pasado en algún lugar de ese pueblo ubicado al norte de la provincia de Buenos Aires. Después, nada: ni dónde, ni en qué contexto, ni quién estaba detrás de la lente. Mucho menos se sabe quién es el misterioso acompañante, anónimo en el sentido más literal del término, pues su rostro fue cuidadosamente cortado de la foto.

Pauls viaja a Fortín Tiburcio junto a esa imagen y los recuerdos vaporosos de una infancia lejana. Allí estaba la casa de esa abuela en la que pasó alguno –o algunos– de los primeros veranos de los que tenga memoria (frágil, sensorial, pero memoria al fin). Una casa a la que ni él ni su familia volvieron desde la muerte de su dueña, hace casi cuarenta años. El director entrevista a varios pobladores con miras a develar parte del misterio que envuelve el origen de la fotografía. Pero rápidamente la atención al reencuentro con la infancia y las raíces se desviará a las historias de esos hombres y mujeres cargados de sueños truncos y proyecciones que nunca se concretaron. Y que difícilmente se concreten. “Encontré en Fortín Tiburcio la posibilidad de hacer una película sobre lo que me interesaba en ese momento, que era hablar con la gente. Esa inquietud tuvo en esta historia una suerte de excusa para llevarse adelante, algo que no sabía si podía hacer”, dice el hermano mayor del clan Pauls sobre los motivos del regreso.

–¿Qué lo llevaba a pensar que no podría hacerlo?

–Era volver a trabajar sobre la conversación, algo muy despreciado en el cine documental contemporáneo. Quería una película que trabajara ese “grado cero” del documental y al mismo tiempo planteara qué hacer con eso hoy. Y lo que tenía a mano era algo que en su momento me había provocado cierta inquietud: qué habrá sido de aquella casa a la que iba de chico y que después nunca supimos qué pasó porque la única persona que iba era mi abuela.

–¿Por qué eligió esa foto como disparador?

–Yo sospechaba que la foto iba a propiciar muy poco. Lo sospechaba desde bastante antes de filmar. Obviamente podía pasar algo, pero estaba convencido de que se iba a agotar rápido y que había que esperar azares que propiciaran otras cosas, pero no la respuesta explícita a quién era esa persona o cómo era el lugar. Es más, cuando presentamos el proyecto, ya suponíamos el fracaso de esa foto. Sí pensaba que iba a generar cosas más laterales y no del orden de causa—efecto donde yo preguntaba y otra persona contestaba. Al contrario, seguramente alguien iba a decir completamente inesperado e íbamos a tener que acogernos a esa nueva realidad que la foto proponía.

–La foto fue el vehículo para charlar con los pobladores, entonces.

–Sí, pero la foto tenía un sello muy melancólico. Para mí, un problema de las películas que trabajan sobre un pasado personal es que tienden a una melancolía que yo quería expulsar aun cuando la historia tuviera un punto de partida ligado a eso. No quería caer en el exceso de melancolía. Era una trampa que yo tenía clara: incluso cuando la foto propiciara respuestas o nuevas preguntas que no tenía pensadas, la película tenía que abandonar rápido ese lugar para encontrar algo del presente más puro.

–Más allá de su intento de huir a la melancolía, casi todos los pobladores transmiten una sensación de pérdida y de dolor por el paso del tiempo. 

–Sí, yo ahí distingo la mirada de los que hablan y la de la película. Que la gente sea melancólica es, en todo caso, un problema de la gente, pero ante eso puedo filmar de una manera que insista con eso o de otra que la deje como parte de los sentimientos de los personajes sin hacerme eco. Además, la película ya estaba teñida de melancolía: el regreso a un lugar, los recuerdos del pasado, la historia de una foto... La cuestión era qué hacer como cineasta con esos personajes, hasta dónde insistir, qué lugar tenía la cámara. No quería que la película cayera por el peso infalible, fatal y muy perezoso de la melancolía. La melancolía es una comodidad enorme para cualquiera.

–¿En qué sentido? 

–Es un lugar rápido, el personaje fácil de un documental: películas preocupadas por un pasado que se añora y que no vuelve... eso ya está muy hecho. La melancolía es un elemento que ampara una película, pero la restringe por completo. Al mismo tiempo que le da un lugar seguro, la vuelve solamente eso. Seguramente haya una zona melancólica, el punto es qué hacer con eso. Por eso me parece que los documentales tienen problemas no con los hechos, sino con lo que hacen con ellos. Me interesa la distancia que se da cuando el tono de una película no es necesariamente el de los acontecimientos.

–¿Y cómo se trabaja esa distancia?

–Primero, sabiendo que la nostalgia es un peligro, una amenaza. En ese sentido, se puede elegir con cuál de los entrevistados quedarse teniendo en cuenta las zonas que más te interesan. Yo trato de encontrar luminosidad aun en gente que la ha pasado mal. Después está cómo filma la cámara, de qué manera, cuánto se insiste con un plano, con un encuadre, en qué momento se aleja de esa gente que amenaza con volver demasiado nostálgica una escena. Quizás el momento del llanto o de la tragedia tenga una seducción verdadera, pero hay que plantearse en el montaje que ése podría ser el momento de cortar para que la escena no quede licuada por el personaje. Si se licúa, la cosa deja de ser “una coproducción de diálogos” en la que importa lo que el otro dice pero también cómo uno escucha. Hay algo muy puro cuando en una entrevista uno queda pegado a lo que dice o hace el personaje, se genera algo entre dos. Es lo mismo que pasa con la música: se trata de pensar que lo interesante no es el “fa” o el “do”, sino lo que hay entre esas dos notas.

–En las charlas logra un grado de intimidad notable con los pobladores. ¿Construyó un vínculo previo con ellos? 

–No sé a cuánta gente fui a ver, pero fue bastante más que la que se ve en la película, por lo menos el doble. La primera persona que contacté fue una mujer que era bailarina del Colón y después se fue a vivir a Fortín Tiburcio, un personaje que aparece en la película. Yo no tenía ninguna relación con el pueblo, y se me ocurrió llamarla porque ella escribió un libro y conocía mucho el presente del lugar. Le conté sobre el proyecto y después ella armó una especie de investigación y me propuso algunos posibles entrevistados, pero también me negó otros. Era gente que iba apareciendo cuando me decían: “Tendrías que ir a hablar con tal”. Yo se le comentaba, ella me decía que le parecía que no tenía interés, y yo terminaba yendo justamente por eso.

–¿Ya conocía a alguno? 

–No, los conocí muy rápido, les conté la idea y después hubo desprendimientos, como si de ese cuerpo principal que ella había considerado importante hubieran salido otros ejes a través de conversaciones que no estaban previstas de antemano. Ellos sabían que me iba, lo que, al revés de lo que se piensa, fue importante para que se lancen a contarme cosas. Que fuera un desconocido, que fuera alguien que no iba a verlos caminando todos los días, implicaba que el compromiso era con la película y no conmigo. También hubo una cuestión de confianza. Hay un tema en el documental que es la pregunta de por qué viene a vernos una persona que no va a hacer dinero con esto, que no tiene ninguna obligación de hablar. Eso arma una especie de pacto débil porque no hay dinero ni nada, pero a la vez muy fuerte: esa persona vino porque tenía ganas de nosotros, y nosotros teníamos ganas de esa persona. Es una fortaleza ligada a una falta de compromiso, al deseo.

–Y también a la voluntad de dejar un legado. No por nada la paternidad y la maternidad atraviesan casi todas las charlas.

–Sí, también: la idea de que alguien nos va a dar la voz y se van acordar en el futuro. Gente muy marginada y alejada de todo que, al tener una edad avanzada, sabe que es muy difícil que la situación cambie. Que alguien vaya hasta sus casas para saber genuinamente cómo son sus vidas, debe ser muy fuerte. La gente advierte muy rápido el deseo del uno por el otro, y entonces se entrega a ese deseo. Se construye algo entre los dos.

–El pueblo fue un techo para el crecimiento de las vidas de varios entrevistados, ¿no? 

–Sí, pero me parece que es así en todos lados. Todo el mundo está hecho en gran parte de aquello que no pudo hacer, que no pudo ser, que le hubiera gustado ser... Es una zona muy ríspida que uno a veces logra dejar de lado poniendo el deseo en otra cosa. Pero hay que ver qué pasa a las 7 de la tarde, cuando uno llega a la casa y está solo. Nuestras vidas están hechas de esas faltas, de lo que se añora, y a mí me interesa eso.  Me interesan los que pintan pero no pintaron, los que cantan y no cantaron, los que bailan pero no bailaron.