El diez de diciembre es el Día Internacional de los Derechos Humanos. Y precisamente ese sábado el Tribunal Superior Electoral entregará al capitán retirado del Ejército Jair Bolsonaro su diploma de presidente electo. La tradición indica que esa entrega ocurra los 19 de diciembre de cada año electoral. Pero Bolsonaro pasará por una cirugía para retirada de la bolsa de colostomía el lunes, y por eso la anticipación. 

¿Cuál la ironía, dónde lo insólito?

Que en el Día Internacional de los Derechos Humanos se entregue el diploma de presidente a un ultraderechista que defiende la dictadura que se impuso entre 1964 y 1985, que tiene como ídolo a uno de los símbolos más perversos y abyectos de la tortura que era práctica cotidiana de aquél régimen despreciable. Un fulano que dijo a una colega de la Cámara de Diputados “no te violo porque no te lo merecés”, que aseguró –limpiamente, si es que existe algo de limpio en semejante figura– que prefería tener un hijo muerto que a uno homosexual, que desprecia los negros, que cree sinceramente en la inferioridad de las mujeres frente a los machos-muy-machos. Un troglodita que defiende que cada ciudadano tenga un arma, que advirtió que bajo su gobierno ‘los marginales rojos’ podrán elegir entre el exilio o la cárcel, que dijo que no irá tolerar el terrorismo de los movimientos sociales, que prometió acabar con el “activismo”, que mintió como quien respira a lo largo y a lo ancho de la campaña electoral que lo transformó en el futuro presidente de este país arruinado, que defiende ardorosamente que los trabajadores tengan “menos derechos para tener más empleos”. En fin, una bestia troglodita recibe en el Día Internacional de los Derechos Humanos que él repudia, su diploma de presidente.

Desde la victoria del domingo 28 de octubre pasaron trece días. Y si hace casi un siglo –99 años– John Reed escribió su impactante Diez días que conmovieron al mundo, es perfectamente posible asegurar que en ese breve periodo entre su victoria y ser diplomado presidente pasaron trece días que estremecieron a Brasil.

Por más esfuerzo de memoria, difícilmente será posible encontrar otro recién electo que antes siquiera de asumir el derecho de sentarse en el sillón presidencial se haya rodeado de semejante manojo de mediocridades y haya propiciado al respetable público, por cuenta propia y también por el grupo que lo acompaña, semejante cantidad de absurdos, incoherencias, cambios drásticos de opinión y, principalmente, ridiculeces. 

A lo largo de casi treinta años como diputado Jair Bolsonaro se hizo conocer por dos características. La primera, su nulidad intelectual y su mediocridad absoluta en términos de labor política. Y la segunda, su agresividad y la capacidad de diseminar odio en cantidades astronómicas.

Es curioso que el mismo diputado de larga e insignificante trayectoria en el Congreso, que hizo de sus tres hijos personalidades igualmente agresivas (uno es diputado nacional, otro provincial, otro concejal), estableciendo una especie de estirpe del odio, que admitió cándidamente recibir subsidio residencial de la Cámara de Diputados pese a ser propietario de un inmueble en Brasilia, que le consiguió un puesto de asesora parlamentaria a la señora que le cuidaba la residencia de veraneo en el litoral de Rio de Janeiro, a más de 1500 kilómetros de Brasilia, pues ahora aparezca como alguien dispuesto a “ir en contra de todo eso que está ahí”, en referencia a sus colegas de décadas. 

Brasil no tendrá más un ministerio del Trabajo. O sea, toda la defensa de la legislación laboral, de los derechos que lograron sobrevivir a la masacre impuesta por el gobierno ilegítimo de Michel Temer, el combate al trabajo esclavo, que en su momento llegó a ser considerado referencia mundial, pasan ahora a un segundo plano. 

Para el ministerio de Agricultura nombró a una obscura diputada que solo obtuvo alguna luz sobre su figura cuando asumió el combate a cualquier tipo de restricción a los agrotóxicos, diciendo que se trata de algo sano para los productores rurales. Para el superministerio de Economía eligió a un agente del mercado financiero que hizo fortuna especulando y que a cada tres veces que abre la boca dispara cinco estupideces. La última: decir que pretende llamar para socio del estatal Banco do Brasil a nada menos que el Bank of America. 

Para completar, entregó lo que será otro superministerio, el de Justicia y Seguridad, a Sergio Moro, el juez de provincias que se hizo el queridito de las clases media idiotizadas por los medios hegemónicos de comunicación, condenó al expresidente Lula da Silva basado exclusivamente en lo que llamó de “convicciones”, sin prueba alguna, y que ahora se transformará de juzgador en carcelero: Bolsonaro prometió que el principal dirigente político de Brasil se va a “pudrir” en la cárcel. Moro es la figura perfecta para la tarea.

Todo eso podría ser un guion de alguna película de humor de tercera, pero es lo que ocurrió en los últimos trece días en Brasil.

Nada mejor en este burdo teatro de absurdos que diplomar a semejante esperpento en el Día Nacional de los Derechos Humanos: Bolsonaro los ignora, a todos y a cada uno.