- Recién casado y jovencísimo, estábamos en Buenos Aires en la casa de una tía de la que fuera mi esposa. Cenamos y a los postres el dueño de casa, un machista de panza vinera, camisa elegante y sonrisa canchera, me deslizó de mal modo que mi oficio de músico era un hobbie y que porqué no me ponía a trabajar en serio ahora que llevaba adelante una familia. Como habíamos fumado un poquito antes, yo me encontraba despejado y sin ganas de pelear. Le dije alguna tontería de color y me puse a reír de cualquier cosa. El insistió y me quiso llevar a la hoguera de la Inquisición donde arden los descarriados y mal entretenidos. Yo bebía mi café en silencio. Al tiempo, vi su foto y su apellido en los diarios, como integrante de una banda de conchetos dedicados a adulterar nafta. “Búsquese un trabajo decente, mi amigo”, me había dicho como frase de despedida aquella noche.
- La secuencia fue maravillosa: entró a un bar de Barrio Clínicas de Buenos Aires a hablar por teléfono -de esos anaranjados activados a cospel- y en la mesa de al lado estaba Favio, dos amigos y enfrente una serie de personajes incalificables que él rápidamente descubrió como productores ejecutivos, es decir, los que pondrían la tela para el proyecto que se traía en manos Leonardo. Era nada más y nada menos que Gatica. Entonces, haciendo que hablaba u oía por la bocina pudo asistir al tire y afloje de la negociación. Y comprendió el mundo despiadado de los negocios cuando entre un artista y señores X medía el dinero. Favio se deshacía en fervores, pedazos de guiones cargados de electricidad, diseños, oraciones, citas. El pibe de la Trova, fana del realizador, tuvo el privilegio de asistir a esa mise in scène de cómo se realizan las obras de arte; con mucho de adrenalina, sonrisas actuadas y bastante de tauromaquia, donde la bestia lo constituye el vento encerrado que debe saltar al ruedo para ser toreado por el artista, quien debe convencer a una platea de acaudalados que la ha de matar con arte, elegancia y además va a dejar jugosas ganancias en boleterías. Rogó por él y se fue con una reverencia hacia Favio, que lo saludó con un guiño.
-- Dios mío -se dijo- es todo tan difícil y recapacito sus idas y vueltas con la companía que sacaba sus discos. Calcado. Un duelo calcado donde nadie debe salir herido para que la obra pueda vivir.
- En el cine del Centre Catalá, frente a Humanidades allá por los años ’80, se veían obras vinculadas al Arteón de calle Sarmiento. A veces, la misma película se proyectaba en ambas salas y la logística del programador consistía en que media hora antes empezaba en una y las latas las íbamos llevando de vuelo hacia la segunda sala que abría más tarde. Era dictadura y los filmes eran cuasi subversivos -Allen, Coppola, Fellini- pero soportaban la censura. Lo que no se aguantaba era la milicada en la calle y esa noche de llovizna en que un integrante de la Trova atravesaba a las corridas las dos cuadras por la peatonal para alcanzar a tiempo la proyección siguiente, lata bajo el brazo ocurrió una requisa con autos policiales y falcons verdes. Fue a parar arriba de una camioneta: querían saber qué había dentro de esa lata misteriosa que ostentaba un rollo con un número. Esa noche fue suspendida la función en el segundo cine, y el músico arrestado tocó la peor melodía del mundo: el pianito negro con los dedos, mientras un oficial creía reconocerlo como un temible bandido pone bombas que asolara la ciudad y alrededores. Le dijo su profesión. “Tocás muy bien, ahora vamos a ver si sabés cantar”.
- Al Negro Fontanarrosa lo conocí en el viejo Cairo sobre el cual se han escrito leyendas interminables. Mi primer acercamiento fue con un chiste que él festejó a su modo, arqueando las cejas, sin reírse pero aprobando: fue como darle una pelota redonda al mismísimo Maradona. Luego nos vimos en la Mesa de los Galanes, integrándola yo como un lateral que asiste poco y nada a las prácticas y menos aún a los partidos oficiales, pero cada vez que hablábamos sentía el mundo de las ideas abrirse. Se reiría mucho si pudiera leer que constituía un Buen Muso Inspirador, ya que charlando la combinatoria entre sapiencia y alegre pelotudez daban un coeficiente extraordinario. Uno estaba con él y desaparecía el Mal sobre la Tierra. A su modo protegía y daba buena sombra en este valle desolador. La cuestión es que cuando tocamos con la Trova nos vino a ver y simpatizaba con nosotros de muchos modos. Lo invité a recitar en un disco canaya y lo hizo con un certero profesionalismo. Firmamos un tema juntos con Lalo de los Santos, y esa cruza me maravilló. Basada en esa confianza es que le hice llegar por un amigo y hermano común, el Negro Centurión, un sobre marrón con chistes gráficos personales. Pasó una semana y me escribió a mi correo: decía que lo personal, así sea desprolijo, estaba mejor que copiar trazos ajenos. Lo entendí. Y me pareció exacto. Sin vergüenza alguna abandoné el humor gráfico y entendí el consejo ya que con delicadeza me había dejado entrever que mejor me dedique a seguir escribiendo canciones.
- Pantera se hacía llamar. Era de oficios varios convertido en representante nuestro por las artes mágicas de Lalo de los Santos. A él le debo el siguiente relato. Nacido en San Nicolás, ejercía el oficio de churrero. Futbolero y cuervo hasta los huesos, recibió una oferta del club de Boedo para observar jugadores de la zona y marcar algún joven valor para llevarlo al club. Buen ojo para el trámite, no tardó en ver algunos pibes y llegarse hasta el clubcito donde se desempeñaban y hablar con los presidentes. Una mañana pidió entrevistarse con uno de la zona cercana a su ciudad. Según Lalo, estaba vestido con un saco a cuadros que le quedaba grande, corbata verde, camisa a rayas y un pantalón corto de tiro más unos zapatos horrorosos. Se sabe; no hay nada peor que un pobre cuando quiere disimular su condición. El tipo que lo recibió le espetó:
-- ¡Pero vos sos el churrero! !Yo te conozco. ¿Qué hacés por acá?
Pantera, con cara de piedra lo corrigió:
-- Perdón, señor, me confunde. Represento al club San Lorenzo y vengo en son de tratativas con usted.
-- ¡Ma’ que tratativas, si vos vendés churros, querido! -y se largó a reír con la tarjeta en mano para luego acompañarlo a la salida.
Contaba Lalo que Pantera se deprimió tanto que abandonó ese trabajo incómodo y a los días fue a tocar la corneta en la puerta del clubcito para confirmarle al tipo que lo había echado que tenía razón. Esa mañana le vendió una docena. “Escupidos, antes, como corresponde”, aclaraba De los Santos.
- Hay una peña en Salta maravillosa: uno llega y si va a marcharse solo tiene que dejar la llave en mano al de la barra, quien la colgará en un clavito con su nombre, modelo de auto y dirección. Si los duendes del vino que por allí abundan lo arrean a uno por bosques extraños con zambas, mujeres, brujerías y buen cantar, el mejor modo de retornar a casa sin matarse en el camino es pedirle al muchacho que sencillamente lo lleve a su casa, le abra la puerta y lo deposite en su lecho. El volverá de algún modo, pero el cliente estará a salvo de las acechanzas del alcohol, que pone muerte en cada curva. Quien suscribe, al enterarse de la leyenda, la quiso comprobar y una vez que entró al lugar pidió por el servicio y un mozo bien parado y agradable hizo lo que se decía sabía hacer: escribir nuestros datos y colgar la llave en el lugar. Pasada la noche, quien les escribe creyó conveniente regresar al hotel pero no supo cómo hacerlo: el vino de la región enturbia la geografía y dispensa un entresueño difícil de congeniar con el manejo de un auto. “Era verdad”, me dije en los vapores etílicos. A la mañana amanecí en mi cama del hostal cuando el sol de las montañas me pegó en la cara. Estaba con la misma ropa de la noche anterior y debajo, bajo el alero, estacionado mi autito negro. “Cosa e’ mandinga”, me dije y entrando al baño para darme una ducha. Me juramenté un día escribir una canción sobre este acontecimiento, pero aún la debo. O le dono la historia a otro u otra que se atreva.