Se llamaba Ángel Salvador Romero y tenía 39 años. Ese domingo 7 de octubre madrugó, recogió las cañas de pescar, despertó a su hijo de 9 años, Dylan, y a bordo de la motito familiar, los dos dejaron atrás las casas bajas de La Granada, los muros del casino imponente, el barrio. Dylan llevaba el casco puesto. El no.

Decidieron subir a la Circunvalación para ir hasta el Mangrullo, o hasta la costanera central, o hasta algún lugar donde el río Paraná le prodigara peces. O al menos, una mañana compinche entre padre e hijo. Nunca llegaron. Un utilitario se les adelantó a toda velocidad y los impactó de lleno cuando ellos bajaban por el puente Ayacucho, sobre el Acceso Sur. Los vecinos oyeron el eco seco de un estallido seguido del llanto desesperado del chico. La moto se partió en mil pedazos.

Bajo el casco roto por el golpe y Dylan tenía una herida abierta en la cabeza. Ángel también y era el más grave de los dos. Una pareja detuvo su marcha para asistirlos y él como pudo les indicó con señas que se llevaran a su hijo, él iba a esperar. Llamaron a una ambulancia, pero como no llegaba, cargaron a Dylan en un Renault 12 y lo trasladaron hasta Hospital Gamen de Villa Gobernador Gálvez. Eran las ocho de la mañana.

Para un pintor que trabaja de lunes a sábado con rodillos y brochas sobre edificios en construcción, el domingo es el único día para hacer planes. Es difícil imaginar qué pensó Ángel aquellos minutos. Pero para cuando la ambulancia llegó, ya no respiraba.

El conductor del utilitario que lo mató nunca detuvo su marcha. No paró a asistirlos, ni siquiera movido por un mínimo sentido de humanidad. Algunos vecinos del barrio Molino Blanco contaron que zigzagueaba sobre la Circunvalación al momento del siniestro. ¿Volvía ebrio de alguna fiesta? Nunca lo sabremos. En la puerta del hospital donde Dylan se recuperaba de los golpes, aún sin saber que se había quedado huérfano, la familia pidió testigos para identificar al asesino. Pero el utilitario blanco sigue sin aparecer, no hay conductor que pague por esta vida.

En La Granada, Olga y sus hijos, Jimena, Dylan y Breiton ahora sobreviven como pueden. Los hermanos de Ángel ayudan un poco, comparten el dolor y la pobreza. Repiten una y otra vez lo que les contaron del siniestro, disgustados por la injusticia y aferrándose al recuerdo. Me pregunto qué es la paternidad y pienso en todas las tarjetas edulcoradas que encontramos en el Día del Padre, en las publicidades que intentan decirnos con ingenio de qué se trata, en el abrazo de mi viejo cada vez que me hizo falta. Pero desde ese domingo creo que la paternidad es sobre todo Ángel Salvador muriendo sobre el pavimento y haciendo señas para que se lleven a su hijo, que él podía esperar, pensando “que vivas hijo, que vivas aunque yo no”.

Que sepa el malnacido que lo atropelló y huyó, que esa mañana murió un buen hombre.