Desde Barcelona

UNO “Estoy leyendo a Murakami”. Esto es lo que responde Rodríguez cuando le preguntan –y últimamente se lo preguntan muy seguido por razones que se explicarán más adelante– cómo está y que está haciendo. Y lo hace así porque esta respuesta le funciona –eficiente e indistintamente– para contestar a ambas preguntas: el qué y el cómo. Porque leer a Murakami es tanto una acción intelectual y física como un estado mental y existencial. 

Y Rodríguez conjuga el verbo leer en gerundio, porque lo que acaba de publicarse en español es apenas la primera parte de La muerte del comendador: “Una idea hecha realidad” (la segunda y última parte, “Metáfora cambiante”, llegará recién hacia enero; aunque los ansiosos ya pueden leer ambas en inglés y en un solo volumen). A Rodríguez no le da para tanto; pero lo cierto es que la novela arranca muy bien (ya en las primeras páginas, no ha avanzado mucho, la historia del pintor-ermitaño Tomohiko Amada es una/otra de esas formidables novelas históricas comprimidas que tan bien se le dan al escritor nacido en Kioto) y, sí, empieza tan pero tan murakamiana. 

DOS Y Rodríguez se acuerda que el ilustrador Grant Snider publicó en las páginas dominicales de The New York Times una tan graciosa y sentida como precisa e implacable autopsia de las motivaciones, tics, taras y trucos de Haruki Murakami. Allí –bajo el título de “Bingo Murakami” y en una sucesión de veinticinco casillas– se enumeraban las constantes temáticas en la obra del japonés nacido en Kioto, 1949. A saber: (1) Mujer misteriosa, (2) Fetiche con las orejas, (3) Pozo seco, (4) Algo que desaparece, (5) Sensación de ser seguido por alguien, (6) Llamada telefónica inesperada, (7) Gatos, (8) Viejo disco de jazz, (9) Depresión o aburrimiento urbano, (10) Poderes sobrenaturales, (11) Correr, (12) Pasadizo secreto, (13) Espacio libre, (14) Estación de trenes, (15) Flashback histórico, (16) Adolescente precoz, (17) Cocinar, (18) Hablarles a los gatos, (19) Mundos paralelos, (20) Sexo fuera de lo común, (21) Portada diseñada por Chip Kidd, (22) Tokio por la noche, (23) Nombre inusual, (24) Villano sin rostro, y (25) Gatos que desaparecen. Y, sí, en La muerte del comendador –best-seller instantáneo en Japón a la vez que etiquetada como “indecente” y de venta prohibida a menores de 18 años– ya salieron varios de estos números. Y el cartón va en camino de llenarse pronto. Y están esos números que a Snider se le pasaron y de los que Rodríguez añade, por lo menos, dos: (26) casa en las afueras –bosque o playa o montaña o ciudad– en la que el protagonista busca refugio luego de dejar o de haber sido dejado, da igual y es lo mismo, por su pareja; y (27) intentar hacer algo luego de mucho tiempo de hacer nada.  

TRES Porque, sí, el homo murakamiano es un hombre en suspenso y sin mujer que primero fue un hombre con mujer sólo para así acabar alcanzando su condición natural. Lo de antes: un hombre sin mujer. Ahí está Rodríguez –en piso prestado– porque sépanlo: la ausencia de Rodríguez por aquí a lo largo de casi un mes se debió a que estaba muy ocupado llevando a cabo esa compleja y tan murakamiana función: separarse o siendo separado. Movimiento físico-sentimental que en las ficciones de Murakami se realiza sospechosamente rápido y fácil. Pero que de este lado –en la vida real, en el sitio donde se lee a Murakami– no es algo muy sencillo que digamos y mucho menos que escribamos o leamos.

CUATRO Y Rodríguez –como tanto otros en castellano– “descubrió” a Murakami en 2005, cuando la demorada traducción de Tokio Blues/Madera noruega  ardió fuerte en los lectores. Las razones para su éxito resultaron tan misteriosas como evidentes: Murakami utilizaba ingredientes exóticos y lejanos para cocinar algo cuyo sabor todos habían conocido alguna vez. Agridulce historia de amor con zen y pop. Y un efecto tan parecido al de uno de esos jarabes para la tos que sólo te venden con receta. Infalible, hipnótico y, de golpe, esa sensación que sólo producen los grandes que no tienen por qué ser geniales: la de convertir su nombre en adjetivo como única definición posible al modo en que la realidad parece haber salido de su eje para desorbitar a su manera. 

Murakami es el genio del déjà vu imposible pero cierto y así, leyendo Madera noruega, Rodríguez volvió a ser visitado por la omnipresente ausencia de su prima Argentina: Mirta Rodríguez, ahogada en Brasil hace décadas, primer amor imposible, otra de esas separaciones que –como suele ocurrir en el Mondo Murakami– te convierten en inseparable para siempre.

CINCO Así, a continuación, Rodríguez siguió con Murakami para atrás y para delante (su favorito es esa tan astuta como sentida reescritura “para adultos” de Madera noruega que es Al sur de la frontera, al oeste del sol) hasta que se cansó un poquito. Bastante. Se cansó de sus consejos para correr y de sus demasiados cruces interdimensionales y de sus ensayos literarios de una ingenuidad para Rodríguez pasmosa (¿era Murakami un idiota savant o un genial bobo?) y de que le gustase tanto una tontería como Lost. Pero algo hizo que Rodríguez estirase la mano en una librería y abriese La muerte del comendador días atrás (y, por el momento, no lo lamenta en absoluto). Y que, una vez reconciliado, fuese al cine a ver Burning: película del surcoreano Lee Chang-dong que “adapta” el relato de Murakami “Quemar graneros”. Título faulkneriano y apenas un puñado de páginas que aquí Chang-dong expande y cambia y modifica muy libremente hasta las dos horas y media (y es sabido que una de las “habilidades” de Murakami es la muy lenta aceleración del espacio-tiempo; así que todo o.k.) sin por eso renunciar a ese perfume, a esa atmósfera, a inequívoca e inconfundiblemente murakamiano. Allí, de nuevo, el personaje à la Gatsby (una de las obsesiones de Murakami que reaparece con fuerza en La muerte del comendador haciendo más que guiños a la obra maestra de Fitzgerald que el japonés tradujo a su idioma) deviniendo en criatura estilo Tom Ripley. Los graneros son ahora invernaderos y se opta por un final acaso demasiado final. Pero continúan ahí los trazos de un triángulo amoroso (figura geométrica-amatoria clave para el escritor) y permanece la teoría mímico-budista del pelar mandarinas invisibles y la de la simultaneidad moral y la chica que se esfuma y el correr de un granero/invernadero a otro y “la dificultad para registrar las cosas que están muy cerca de uno”, las cosas más obvias. Y, tratándose de Murakami– todo eso es lo más importante de todo.   

SEIS Y es que ahora lo de afuera –la mal llamada realidad– es tan pero tan poco murakamiano. Así que Rodríguez sale del cine y vuelve rápido a casa (aunque aún no se atreva a llamar “casa” a ese ambiente falso mini-loft) para seguir leyendo y huyendo. Y se acuerda de algo y lo encuentra: una página subrayada en otro de los libros de Murakami que más le gustó. Allí, en uno de los relatos, Murakami se refiere a las personas que “están convencidas de que viven de un modo totalmente natural y honesto, sin trampas ni máscaras. Y cuando, por algún capricho del destino, un rayo de luz especial procedente de alguna parte se filtra e incide sobre lo artificial o antinatural de su comportamiento, la situación adopta a veces un cariz trágico y, otras, cómico”. Y concluye: “Por supuesto, también existen numerosas personas afortunadas (no puede expresarse de otra manera) que mueren sin llegar a ver esa luz o que, pese a verla, no les afecta”.

Rodríguez se dice –Rodríguez quiere y necesita convencerse– de que si él fue alguna vez así, ya no lo es. Y que por fin ha sido fulminado por un rayo de luz. Y que es una luz verde orgásmica y futura. Y que ahora sí va a escribir ese libro que lleva dentro desde hace tanto y como un tumor a extirpar. 

De no ser así, se promete, va a quemar algo.

Algo que tal vez sea pequeño y no importa; porque lo que importa es el tamaño del fuego y no el de lo que arde.

Mientras tanto y hasta entonces, por si pregunta, ya saben: Rodríguez está leyendo a Murakami.