Desde París

Hay momentos en que la historia esboza un tosco cambio de rumbo. Esta vez  fue decidido por los electores de la primera potencia mundial, que eligieron a un presidente que se apresta a terminar de romper los equilibrios oriundos de la Segunda Guerra Mundial: Donald Trump se postuló desde el principio como un presidente contra el mundo: en el interior, primero contra los mexicanos; en el plano internacional, contra el mismo México, China, Europa y las densas incertidumbres que pesan sobre Medio Oriente. Su único elogio, hasta ahora, ha sido con la Rusia de Vladimir Putin, a quien los europeos provocaron y despreciaron durante varias décadas. Un gabinete presidencial compuesto por millonarios, militares, climatólogos escépticos, familiares cercanos, conservadores de ultratumba e inexpertos en la gestión política del planeta auguran una navegación sin brújula.

Además de agredir groseramente a México, lo primero que hizo el ahora presidente norteamericano fue dar un golpe al diseño de las relaciones con China y acabar con la Luna de Miel que el ex presidente Barack Obama y el chino Xi Jinping habían protagonizado. El pasado dos de diciembre, Trump rasgó la historia y enfureció a Pekín cuando atendió un llamado telefónico del presidente taiwanés Tsai Ing-wen. Desde que se cerró en 1979 la Embajada norteamericana en Taiwán nunca un mandatario estadounidense había mantenido, al menos oficialmente, una conversación con un dirigente de Taiwán. Desde finales de los años 40, China considera que Taiwán forma parte de su territorio. Así, cualquier contacto con los dirigentes de Taiwan es considerado por Pekín como un aval de legitimidad hacia una zona que China reivindica. A mediados de diciembre comenzó la danza disuasiva con la presencia de aviones chinos que se acercaron de Taiwán.

Donald Trump tocó la zona más sensible de la piel y, desde ese momento, el mandatario electo recurrió a la twittocracia para arremeter contra China: a través de Twitter, el presidente acusó a Pekín de devaluar su moneda, de imponer gravámenes exorbitantes a las importaciones norteamericanas, de estar preparando un complejo militar imponente y, más globalmente, Trump puso en tela de juicio el sacrosanto principio de la China única. A través del muy oficial diario Global Times, China salió de su discreción y amenazó con “armar” a los enemigos de Estados Unidos.

Los especialistas occidentales en relaciones internacionales no están convencidos del todo de que se plasme en el futuro una suerte de guerra fría o comercial entre las dos potencias. Ambas están, de hecho, ligadas por intereses comerciales mastodónticos de cuya solidez o estabilidad dependen los equilibrios mundiales. Estados Unidos es el primer destino de las exportaciones chinas mientras que Washington ubica en Pekín el 20 por ciento de sus exportaciones (es su primer “cliente mundial). Como si fuera poco, China detenta el 7 por ciento de la deuda pública de Estados Unidos.

Tal vez el realismo comercial y las colosales reservas chinas le sugieran a Donald Trump menos amateurismo. Sin embargo, los especialistas juzgan que el mal está hecho. En 1979, Estados Unidos había cortado sus relaciones diplomáticas con Taiwán reconociendo implícitamente la dimensión de la “China única”. Al hablar por teléfono con el presidente Tsai Ing-wen, Trump hirió la más sensible cuerda china. Con todo, entre las dos potencias sigue en pie el “diálogo estratégico y económico”, quizás la garantía de que al menos un pilar del mundo no se venga abajo.

Donald Trump siguió su ofensiva contra las armonías mundiales arremetiendo contra Europa. El gigante adormecido (la Unión Europea) encajó de frente lo que aparece como un trastorno profundo en el tipo de relación. El jefe de Estado puso en tela de juicio la doctrina que prevalece desde finales de la Segunda Guerra Mundial en las relaciones transatlánticas. El último episodio llegó con una entrevista concedida al periódico británico The Times y el alemán Bild Zeitung. Además de atacar a la canciller alemana Angela Merkel y a la UE, Trump puso en duda el compromiso estadounidense con la OTAN, a la que calificó de “obsoleta”, lanzó media docena de diatribas contra la Unión Europea, amenazó con aplicar altos gravámenes a las exportaciones automotrices europeas y le dedicó un crítico párrafo dirigido a Merkel, de quien fustigó su política migratoria. Franceses y alemanes salieron al paso de la retórica trumpista. El jefe de la diplomacia francesa alegó por la “unidad” de Europa y la canciller alemana dijo que “el futuro de la UE está en manos de los europeos”.

Con todo, los europeos siguen con la cabeza en la bolsa del asombro. Desde los años 50, Washington respaldó la creación del espacio europeo como una forma de frenar a los soviéticos. Incluso cuando cayó el Muro de Berlín las sucesivas administraciones norteamericanas resguardaron sus relaciones con el Viejo Continente y apoyaron la expansión de la Unión Europea. En 2016, Barack Obama llegó hasta a defender la permanencia de Gran Bretaña dentro de la UE. La clave de toda la política exterior de Estados Unidos consistió en desplegar la llamada estrategia de las “zonas de influencia”. Trump parece desmembrar esa línea en beneficio de una visión oportunista y a corto plazo: ya no hay más aliados de zona ni enemigos identificados sino un ramo de oportunidades que se aprovechan según el momento. Esta visión encaja con la posición más conservadora de los republicanos, aquella que dicta la política o los enfoques no en función de la calidad de los actores internacionales sino de las oportunidades que estos encarnan y los beneficios que se pueden sacar de estos para la economía norteamericana. Esa doctrina, calificada como “norteamericanocentrista”, nada tiene que ver con las que circularon hasta Barack Obama, al menos en Europa. Cabe resaltar que ese molde conservador es el que Washington aplicó en América Latina con las dictaduras: no importa quién, sino lo que puede dar. Ese oportunismo nacionalista y unilateral no es amigo de las intervenciones o las aventuras armadas. Trump juzga al respecto que las expediciones punitivas como la que George Bush emprendió contra el difunto presidente iraquí Saddam Hussein son demasiado costosas ante los favores que se pueden obtener manteniendo a un tirano.

Ello explica la repentina e inesperada reconexión con Moscú. De hecho, aunque les disguste a los europeos, Trump corrigió una injusticia histórica: le devolvió a Moscú su lugar en el mundo. Rusia siempre fue un eje inobjetable del equilibrio mundial pero los europeos pusieron un celo empeñado en menoscabar a Rusia. Vladimir Putin es el nuevo aliado de Trump en contra de las posiciones de los mismos miembros de la Unión Europea, que sancionaron a Putin por la anexión de Crimea y la crisis en el este de Ucrania que ellos mismos alimentaron (Obama hizo lo mismo). Trump salió contra el mundo y hará de los más débiles –México– su cabeza de turco. Atrás parecen quedar los derechos humanos y el montaje del derecho internacional por encima de los caprichos de los Estados. El populismo más remoto no se escondía en Venezuela, en Bolivia o en la Argentina como lo pregonaban las lacayas derechas continentales sino en el centro del imperio.

En su último informe anual, la ONG Human Rights Watch destacaba: “el ascenso de los populismos hace pesar una peligrosa amenaza sobre los Derechos Humanos. Trump accedió al poder y varios políticos buscan ganar el poder en Europa recurriendo al racismo, a la xenofobia, al nativismo, a la misoginia”. Eso es exactamente el trumpismo: una empresa oportunista, ignorante y extrema de negación universal de todo lo que se construyó después de la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial. Lo prohibido es moneda corriente, lo proscripto una conducta asumida y promovida. Donald Trump vino a contaminar las siempre frágiles doctrinas positivas, tan arduamente conquistadas. La historia sacó de la galera la conjetura más peligrosa del siglo XXI.

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