En una fiesta de público predominantemente gay suena “Dancing on my own”, de Robyn, a decibeles de estadio cubierto. Es 2010 en alguna parte, o en todas partes. La gente delira: se palpa el desgarro en esa voz de consonantes recias que desde los parlantes suplica ser registrada por un (¿una?) ex, distraídx con otra chica. Voyeurismo o stalkeo entre botellas rotas y astillas de tacos. Ni Pet Shop Boys, con décadas en su haber de las mejores baladas pop bailables, lograron un efecto así de contundente, o mejor dicho, sí que lo lograron, para las multitudes de otra era. Ahora, así se baila llorando, o se llora bailando, depende. Esta sueca, de cuya vida personal se desconoce casi todo, había tenido un primer hit en el ‘96 siendo una adolescente y de la mano del mismo genio musical que tres años más tarde haría detonar la carrera de Britney por la galaxia. Para su segundo disco quiso hablar del aborto, y por ello dejó de ser editada en los Estados Unidos, joven promesa báltica -pero demasiado osada-. Editó un tercer álbum en Europa y cuando su discográfica rechazó en 2004 los beats de technopop exaltante de “Who’s that girl?”, compuesta junto al dúo The Knife, Robyn decidió continuar su carrera de manera independiente. Ya libre de sonar como desease, avanzó con productorxs de procedencia ecléctica y ensambló el que probablemente muchxs aprovechamos como intro a su música en el verano ‘05, el homónimo Robyn. En las letras había desamor, había feminismo, había desparpajo. ¿Quién era esa chica?

Capítulo tercero, temporada uno, de la serie Girls. El personaje de Lena Dunham baila “Dancing on my own” y así consigue distraerse de sus redes. Es 2012. Tres meses más tarde, el reality de drags de RuPaul asesta un golpe astuto de alto drama cuando dos competidoras favoritas, a su vez amigas íntimas, tienen que eliminarse entre sí haciendo un lipsync de aquel mismo tema. La intensidad performática es tal que la dueña del circo, mordiendo lágrimas para sostener trucos, decide que ambas permanezcan. Dos años antes, el EP en que “Dancing…” aparecía era editado como primer tomo de una serie de tres, los Body Talk, una obra pop fenomenal por lo atípico de su formato y por la exuberancia en temazos. ¿Cuál de nuestras preferidas se animaría a algo así, hoy? La influencia de los Body Talk es concreta y se pudo escuchar en buena parte del pop fabricado a partir de entonces y hasta hoy, citada por Lorde y Carly Rae Jepsen como nota fundacional. 

Hubo que aprovechar bien esa profusión parlante: en los ocho años que siguieron, de Robyn sólo escuchamos un puñado de novedades, organizadas en dos EPs, hasta que recién hace días apareció Honey, uno de los discos pop esenciales de 2018. “Missing u” abre el juego y funciona linkeando el espíritu de aquella Robyn melancodancer con esta otra, no menos sensible pero sí rearmada después de una separación amorosa y una muerte muy cercana. Suena sensual, es un debut. Robyn es deidad y no lo desconoce. Los temas se presentan en la secuencia en que fueron compuestos; el sonido es expansivo y viscoso; los bajos, toquetones; las estrofas, abiertas en estribillos que apenas asoman y ya están escurridos. Honey es un álbum pop de esos que todavía pueden ser hechos para sonar como un álbum, ciertamente cohesivo (las canciones que lo integran no están puestas a dedo u ordenadas como bajadas del samba), y menos amigo de las pistas que su predecesor,  aunque eso está por verse: ¿cuándo lo bailamos juntxs?