La naturaleza lxs convierte en parte de un paisaje que no van a poder abandonar, como si algo se hubiera extendido hasta llegar al fondo de esas aguas amarronadas donde juegan al Chajá. Ella tiene los ojos tapados por unas vendas que jamás se ven, que forman parte de la narración que realiza como si todo ya hubiera pasado. La irrealidad llega a través de esos   manchones de recuerdos que Claudia tira en la materialidad de la escena. La chica de quince años afeada por unos parches en los ojos y enamorada de un hombre al que no puede ver. 

Ese mundo entre la casa de paja y el agua, entre un pueblo siempre anochecido, donde el entorno parece peligroso y oculto, inalcanzable, como la voz que en el juego no termina nunca de encontrarse, está diseñado con cuidado por la iluminación de Ricardo Sica. 

El paisaje, como impulso, está en el cuerpo de Claudia y Alejandro. Él con su ambición modesta de llenarse las manos con el dinero que puede darle la venta de combustible. Ella convencida que la realidad está en otra parte. Ella, que parece más prendida al amor, se irá a su vida verdadera. Hay en el trabajo de Laura López Moyano una sensibilidad que se impone en las tinieblas del ver y no ver. Los momentos en los que la dramaturgia de Luis Cano decide dejarla indefensa ante los hechos y esos otros donde ella, como autora de su propio drama, mira al público, le explica lo que está pensando, lo que va a hacer. 

El personaje de Marcelo Mininno tiene la simpleza del que elige no comprender demasiado. Se hace el tonto frente al amor que a Claudia acongoja. Ella que sostiene la ropa y las botas cuando él se mete en el río, imagina que lo tiene en sus brazos. En el texto de Cano la palabra se independiza de la acción, va más allá de todo lo que pasa. No la vemos a Claudia lastimada por el filo del cinturón que se pasa por la cara porque la intensidad de lo que dice no necesita de otra imagen que el dolor de esa mujer instalado en su voz. 

Lo inconmensurable del amor que ella irradia frente a Alejandro es algo que el muchachote elude recurriendo a la aparición fantasmal de un padre con quien parece establecer un diálogo que deja a Claudia deseosa de cada réplica. Alejandro prefiere no verla como si fuera el verdadero ser con los ojos infectados. 

En ese verano que López Moyano y Mininno crean en su interpretación, porque el territorio en Chajá es determinante con su soledad rabiosa, contarle algo al otro es una tarea propia del amor. Alejandro es capaz de describirle a Claudia la película que no puede ver y ella, aferrada a ese lazo, entra en un estado de felicidad casi único. Claudia parece mantener un monólogo del que Alejandro siempre se queda afuera, como si él mismo evitara incluirse en esa historia de amor que ella perfila desde la imaginación de una ceguera temporaria de la que se curará para irse. 

En Chajá hay un laberinto en la belleza de las palabras de Claudia cuando narra para el público o cuando reflexiona sobre la escena como un momento ya vivido que tiene que atesorar. En Alejandro, en cambio, todo ocurre en ese presente. El tiempo no será nunca el mismo para lxs dos y eso desespera a Claudia. En López Moyano la variante de la fragilidad de su personaje le da la fuerza para huir de la repetición mansa a la que la someterá el amor de Alejandro. Tal vez siempre haya quedado retenida en esa época o Alejandro se convirtió, sin saberlo, en un personaje propio. El espectro de cada amor que pudo conocer, la sensación de lo que podría haber sido mejor, la idea inexplicable de encontrarlo y que no sea nunca el Alejandro real sino la criatura que amó en el calor del río barroso, cuando entendieron que una pareja de Chajá no puede sobrevivir a la muerte del otro.

Chajá se presenta los miércoles a las 21:30 en El Portón de Sánchez.