Al principio se obligó a perfeccionar la posición mediante la práctica. Todos los días un rato mirándose al espejo estiraba, dale y dale, el cuello. Como si tuviera una molestia. Eso le permitía torcerlo de tal modo que la cara le quedaba casi de perfil y no se podía ver la dirección de su mirada, la posición de sus ojos. Así descubrió la mejor manera de poder mirar sin ser vista. A ella le encantaba mirar a otros hombres cuando estaba con su marido, pero no podía dejar que se dieran cuenta. Ella no era ese tipo de mujer. Empezó a hacerlo en aquel mundial de futbol en que por casualidad vio a los italianos jugar y detuvo la mirada en sus piernas. Musculosas, potentes. Desde aquella vez se acostumbró a mirar a los hombres en secreto, estirando el cuello, cuando estaba con su marido en alguna cafetería del centro. Se los imaginaba sin pantalones, con las piernas musculosas al aire, y a veces también teniendo sexo con alguna mujer desconocida. No con ella, claro, eso le parecía demasiado. Otras veces, y fueron muchas, se los imaginaba sin ropa interior y el pensamiento la llenaba de pudor. Así era ella. No lo podía evitar. Hacer las cosas sin que se notara que las estaba haciendo.

Después de un tiempo se dio cuenta de que sí, efectivamente, el cuello se le había alargado. El pelo parecía más cortó, dejó de rozarle los hombros, y los suéteres de cuello alto le empezaron a quedar no tan altos. Se le alargó el cuello, así sin más, y estaba chocha con la libertad de sus miradas. Mirar sin que nadie supiera lo que estaba mirando. A veces se preguntaba qué otra utilidad podría darle a aquella nueva virtud corporal que había adquirido, casi sin desearla. Casi. Hasta que llegó la hecatombe económica que trajo el nuevo gobierno y la ciudad se llenó de gente durmiendo en la calle, pidiendo dinero en los semáforos o comida en las esquinas. Se dio cuenta de que los pobres pobres no le gustaban para nada. La deprimían y a veces hasta llegaban a angustiarla. La ciudad cambió su olor y eso también le desagradó. En uno de aquellos ataques de angustia, y con una sensación de asco en la nariz, estiró su cuello para evitar todo contacto con esa realidad que ya se le hacía insoportable. Así descubrió que su recién descubierto cuello largo tenía otro uso. Cada vez que se cruzaba con un pobre pobre torcía su cuello y su mirada se dirigía al lado contrario. La técnica resultó efectiva. Esta recién estrenada manera de mirar para otro lado buscando que nada la perturbe. El largo de su cuello le concedió la posibilidad de evitar la situación reciente e incómoda sin que la acusaran de insensible.

Fue tan eficiente la técnica de la evasión de su mirada que le pareció justo compartirlo con sus amigas. En poco tiempo la señora de cuello largo se convirtió en las señoras de cuellos largos. Y fueron varias. Y fueron muchas. Tantas y tantas fueron que empezaron a sentirse tranquilas a pesar de la realidad. Tan tranquilas que apenas se dieron cuenta de que la guillotina se estaba poniendo nuevamente de moda.

 

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