Era verano en el centro de una noche despejada, el obelisco y la 9 de Julio. Mi hija Renata corría por la vereda mientras yo con Verónica íbamos de la mano sintiendo que a veces la vida realmente valía la pena. Esa tarde me habían dado un premio literario por un cuento. De repente Renata se detuvo frente a la puerta de un banco y empezó a empujarla, la puerta tembló y yo temeroso de que suene una alarma le grité:

¡Renata, no hagas eso!

Pero el miedo más real que me invadió fue el de haber arruinado su felicidad con mi estúpido grito de adulto. Después de todo si sonaba la alarma iba a ser una gran risa ver qué cuernos los policías podían hacer frente a una nena de cinco años que aparentaba querer robar un banco. Adultez. Uno crece y se vuelve mezquino y cobarde y escrupuloso y rutinario y escaso y convencional y adaptado. Por suerte mi hija se mató de risa frente a mi reto y siguió corriendo de un lado a otro por la vereda. Llegando a la esquina  se detuvo en seco. Cuatro muchachos dormían junto a la pared sobre cartones. Renata los observó boquiabierta. Como si le hubieran quitado el cable de un enchufe la vi desanimarse. Se acercó a nosotros y preguntó:

¿Por qué esos hombres duermen en la calle?

La pregunta me pegó una patada en la cabeza. Pensé miles de respuestas pero me di cuenta de que todas eran mediocres. Me quedé mudo. Verónica le dijo algo del dinero y la calle y el abandono. Algo que de algún modo satisfizo a Renata y a mí también. Seguimos caminando pero una parte de mí se acostó en el suelo, y cerró los ojos y sintió el desamparo de una noche al margen del universo y de la piedad de todos los hombres. Me di vuelta para mirar a aquellos muchachos y la noche fue corroyéndose hasta hacerse muy triste.

Renata pidió de entrar en Mc Donalds. Compramos tres combos que salieron 500 pesos. Hamburguesas del tamaño de una moneda, papas fritas plastificadas y gaseosas que perforarían mi estómago y lo peor, el de mi hija. Comimos como cerdos embadurnados de kétchup y mayonesa y yo sentí que la panza estaba a punto de reventarme no tanto de comida sino por algún sentimiento incierto de estar haciendo las cosas mal.

Mi hija y Verónica fueron al baño y me quedé solo mirando por el gigantesco ventanal la 9 de Julio, la avenida más ancha del mundo y todos esos autos ignotos, anónimos, que no tenían nada que ver con mi vida, que pudiera caer un rayo y destruirlos a todos, que mi vida no cambiaría en lo más mínimo. En un mundo donde cada vez había más gente la soledad parecía llevarse a todos puestos.

Me sentí irritado y cuando ellas vinieron a la mesa, traté de decirles, sin que ser hostil, que volviéramos al hotel. Verónica me conoce y a pesar de que Renata no quería la convenció. Volvimos caminando mientras mi hija seguía corriendo y saltando y asombrándose de todos y de todo. Verónica me llevaba de la mano. Llegamos a la esquina donde los muchachos dormían sobre las baldosas y Renata los observó de nuevo. Pude ver como miraba todo, los cartones, los pies descalzos, las remeras sucias, las bolsitas con porquerías, el pelo revuelto y pegoteado.

Se dio vuelta y me miró, me miró interrogante pero no dijo nada, la pregunta fue toda con los ojos y yo como un estúpido puse junto a la cabeza de uno de ellos un vaso de gaseosa que me había traído del Mc Donalds. Renata sonrió y volvió a correr feliz. Yo me sentí una escoria.

Nos detuvimos en una esquina para esperar el semáforo en verde y de pronto por el medio de la 9 de Julio vi a unos pibes en bicicleta. No eran unos pibes, eran muchos pibes, cien, no, ciento cincuenta, no, verdaderamente eran doscientos o más. Avanzaban desbordantes de alegría como si en esa caravana infinita de bicicletas se estuvieran sublevando al mundo. Y de hecho lo estaban haciendo, porque era un sábado, pasada la medianoche, cerca de fin de año, y subí a Renata a mis hombros y los vimos pasar. Bicicletas, verdes, rojas, negras, amarillas, azules, violetas, naranjas, celestes, blancas y los pibes reían y gritaban y eran libres y felices. Todo eso estaba muy lejos, muy, muy lejos, y me sentí pequeño, diminuto, ínfimo en esa esquina con Renata en los hombros. Ella era la única que podía dimensionar casi sin palabras esas bicicletas voladoras que estaban ahí para revolucionar la avenida, Buenos Aires, el mundo, mi vida al menos.

Volvimos a pasar junto al banco donde Renata había sacudido la puerta y en un acto inconsciente y desesperado le dije:

¡Renata, ayudame!

Y empezamos a empujar la puerta del banco, a sacudirla, a corromperla, hasta que por fin sonó la alarma y el resto no viene al caso de este cuento, pero fue, sí, por supuesto, muy divertido.