En una semana que en lo político estará dominada por el acontecimiento del G-20 en Buenos Aires, el Gobierno hace todo lo posible para reforzar el clima de intimidación pública y social que pretende instalar como parte de la “normalidad” a la que aspira Cambiemos. Una normalidad que incluye la represión a la protesta social, la imposibilidad de manifestarse en las calles y la amenaza de la represión y la muerte para quienes transgredan las nuevas fronteras de la democracia al estilo macrista. Parte de la estrategia discursiva del oficialismo consiste precisamente en invertir los términos de la jugada. Así la ministra Patricia Bullrich se encarga de advertir que el Gobierno intentará  “no caer en provocaciones”, como si la provocación no fuera por sí misma el descomunal despliegue de seguridad –con cesión de soberanía incluida– montado para el G-20 con la única finalidad de demostrar que somos los mejores o por lo menos los alumnos más aplicados de las potencias cuyos mandatarios pisarán suelo argentino. Con ese propósito no hay que escatimar esfuerzos, ni presupuesto, ni puestas en escena que podrían llegar incluso a mostrar a Bullrich en traje de fajina recorriendo la ciudad a bordo de alguno de los carros blindados de asalto obsequiados al Gobierno para la ocasión. Mientras la ministra repite, por supuesto, que “nosotros somos la paz y la no violencia y tenemos que poner límites”.

Lo anterior no debería sorprender a cualquier ciudadano que, al margen de sesudos análisis, observe cuál ha sido la progresión del comportamiento de la alianza gobernante en materia de restricción de derechos. Son situaciones que incluyen hitos como la reiterada represión a la protesta social en situaciones tales como las generadas por la reforma previsional, las marchas educativas o la demandas contra el presupuesto, pero a las que no son ajenas ni la “doctrina Chocobar” ni la actuación del Poder Judicial siguiendo los postulados de Cambiemos. Y cuando eso no ocurre hay riesgo para quien no responda de manera alineada con el poder. Para algunos la consecuencia puede ser sencillamente la muerte, como le ocurrió en la semana que se cerró a Rodolfo Orellana, que recibió una bala por el espalda mientras reclamaba por el derecho a tener una vivienda digna. Para otros puede ser la descalificación o quedarse sin trabajo,  como puede llegar a sucederle al juez de Garantías de Lomas de Zamora Luis Carzoglio, sometido a juicio político porque se reveló contra la voluntad oficial de encarcelar, como fuese, a Pablo Moyano. Para otros, la cárcel “preventivamente”.

El clima de intimidación tiende a acentuar y extender a todos los ámbitos de la vida social, política y cultural, la idea de que todos y todas estamos en libertad condicional. A profundizar la sensación (y la realidad) de que vivimos un estado policial y no apenas con policías que cuiden la seguridad de ciudadanos y ciudadanas. Y la reiteración de los hechos pretende convertir en “normal” y “habitual” lo que era excepcional: la represión indiscriminada, la violencia, el abuso. En síntesis: la violación y restricción de derechos que son inherentes a la democracia.

Es precisamente ese clima de intimidación el que permite ir corriendo las fronteras de los derechos con la pretensión de convertirlos apenas en declamaciones formales. Mediante ese proceso no solo las fuerzas de seguridad se sienten “respaldadas” por el Gobierno cuando cometen prácticas abusivas, sino que los patrones se consideran habilitados para despedir sin motivo y sin atender leyes ni normas presuntamente aceptadas y consolidadas, o bien los habitantes del exclusivo Nordelta imaginan que se puede volver a aplicar una política de “apartheid” impidiendo que sus empleados viajen en el mismo transporte público porque “huelen mal, hablan mucho y en voz muy alta”. Solo para poner algunos ejemplos.

Si bien la mayoría de los ojos están –por razones obvias– puestos en las graves consecuencias de la política económica, no hay que perder de vista que el proyecto de la alianza Cambiemos (que a no olvidarlo también integran los radicales como soporte sustancial) es una iniciativa que trasciende la economía y que pretende retrocesos en materia de derechos democráticos, porque consideran que su aplicación es una restricción efectiva a la maximización de ganancias para unos pocos. Entonces molestan la justicia laboral y se la presenta como “industria de los juicios”, el derecho a la protesta y se lo menciona como “palos en la rueda”, pero también se considera que el Estado no puede “malgastar” dinero en investigación, educación y cultura para hacerlas asequibles porque, en realidad, quienes tienen recursos podrán seguir accediendo a esto que es considerado un privilegio.

El clima de intimidación tampoco puede separarse de la realidad del trabajador y la trabajadora que hoy piensa dos veces antes de sumarse a una medida de protesta o de paro, frente a la posibilidad de quedarse sin trabajo o de sufrir otro tipo de represalias. 

El temor, la amenaza y el miedo son una pieza fundamental de la estrategia que tiene por eje el modelo económico, pero también la pretensión de restringir la política al ámbito y a las decisiones de unos pocos. Porque si bien es cierto que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes” (art. 22 de la Constitución Nacional) ello no implica que, mediante el voto, el pueblo pierde la titularidad de la autoridad sino que delega su ejercicio y está siempre en su derecho de exigirles a sus representantes que actúen en función del mandato recibido y del bien común. La movilización, la demanda, la manifestación, la presencia en las calles son formas legítimas e imprescindibles de la política y estrategias de lucha para mantener y conquistar derechos. También una manera de empoderar al pueblo y de contrapesar la avanzada de la cultura de la intimidación.

Desde la otra vereda quizás sea una nueva oportunidad para meditar en el hecho de que ninguna conquista, tampoco la de los derechos, es definitiva. Tiene que ser refrendada en todo momento, en todas las circunstancias y coyunturas. Porque como bien lo señaló hace ya muchos años José Martí, “el hombre que clama vale más que el que suplica: el que insiste hace pensar al que otorga. Y los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan”. 

[email protected]