Una idea recorre desde hace un tiempo el pensamiento de la periodista Tali Goldman: la de que “el movimiento obrero no se puede contar más sin narrar la historia de las mujeres trabajadoras”. La pensó por primera vez cuando cubría la lucha de las metrodelegadas para la extinta Revista Veintitrés y se dio cuenta de lo difícil que era para las mujeres “generar conquistas en espacios de trabajo masculinizados”. Intuyó entonces que debía haber más mujeres construyendo en los sindicatos y que la historia gremial necesitaba su propia reparación histórica, la de unas memorias feministas que dejaran registro de esas luchas, de esas compañeras. Entonces comenzó un minucioso trabajo para rastrear sus historias, para reconstruirlas, para contarlas. El resultado es La marea sindical, su primer libro, editado recientemente por Editorial Octubre, un valioso documento en el que doce delegadas de base y dirigentes sindicales narran desde la experiencia concreta “cómo las mujeres generan representación en sus espacios de trabajo”. En otras palabras, cómo las mujeres construyen poder dentro del mundo gremial.

El objetivo de Goldman –licenciada en Ciencia Política y redactora de las revistas Anfibia y Latfem, entre otros medios– era, tal como cuenta a PáginaI12, “narrar historias de mujeres comunes, ni heroínas ni superpoderosas”. “Estas doce mujeres son sobre todo trabajadoras que encontraron un espacio de militancia y de lucha en sus sindicatos. Son compañeras que van a trabajar todos los días mientras construyen”, afirma la periodista, que no viene de familia ligada al universo gremial y confiesa haber saldado en estas páginas parte de su propio prejuicio, aquel que le mostraba al sindicalismo “como un cúmulo de burócratas”.

En el libro aparecen, entre otras, las historias de delegadas y dirigentes de sindicatos de industrias lácteas, metalúrgicas, de curtiembres, de la economía popular, mineras, judiciales, gráficas, frigoríficas y de gremios de sanidad y transporte, como subtes y camiones. Mujeres, según cuenta Goldman en la introducción, “que tienen que justificar su accionar por partida doble, incluso teniendo a un compañero varón en la misma jerarquía; que tienen que alzar su voz en una asamblea un poquito más porque si no el murmullo y la falta de respeto es constante; que tienen que bajar de piso para ir al baño, porque donde funcionan sus oficinas en el gremio no hay baños para mujeres”. 

“La gran revolución de los sindicatos son las bases y, dentro de ellas, las minas que están mostrando la necesidad de un cambio. No puede ser que en la mayoría de los gremios las mujeres todavía sigan ocupando únicamente las secretarías de género o de acción social, que en ramas de la actividad donde hay mayoría de mujeres las cúpulas sigan siendo de varones, ni que no haya ni un treinta por ciento de mujeres en trabajos en los que no hay motivos para los que no podamos estar”, sentencia la politóloga, que eligió especialmente historias de sindicatos “monopolizados por varones” para mostrar de forma más cruda esa realidad.

–Además de como un puñado de historias sobre mujeres comunes, el libro también puede leerse como un documento sobre el poder. ¿Buscó eso en la escritura?

–Sí, claro. Los sindicatos son un actor importantísimo, con un peso muy fuerte en el escenario general. En ese sentido, me interesaba pensar cómo hacen política las mujeres en espacios que suelen ser repulsivos para ellas. Una piensa en un sindicato y tiene la fantasía de la patota, de los chabones peleándose y tocando el bombo. Quise mostrar la impronta que  pueden darle las mujeres a lo gremial, cómo incluso hacen escuela desde la femeneidad. Algunas de ellas se visten con ropa ajustada o se hacen las uñas esculpidas cada quince días. Eso también lo cuento porque hay un estereotipo construido sobre cómo son las mujeres sindicalizadas y no siempre es así. 

–El nombre del libro hace virtual referencia a la fuerza del movimiento feminista de los últimos años. ¿Qué cree que aportó esa marea al trabajo que las sindicalistas ya venían dando en sus gremios? 

–Creo que el hecho de que se empezaran a relacionar entre ellas. Todas vienen dando batalla desde mucho antes de la explosión del Ni Una Menos en 2015, pero en muchos casos lo hacían solas. La visibilización del colectivo feminista hizo que se encontraran, que se agruparan, que trazaran alianzas y que se formaran colectivos feministas de mujeres sindicalistas. En ese sentido, la decisión de escribir y publicar doce historias juntas también fue una toma de posición política. Ahora están batallando juntas, como en el libro. 

–Habla de una forma propia de hacer política que tienen las mujeres. ¿Cómo es?

–Mucho más transversal, en principio. También más democrática. Hay una lógica diferente vinculada al ponerse de acuerdo que lleva a tener pisos en común, a que muchas veces haya más alianzas entre secretarias que entre secretarios. 

–Sin embargo en el libro también dice que las mujeres “se pelean, tienen bandos, rosquean, aparatean, cuidan su rancho y a sus secretarios generales”. Interesante.

–Porque mi idea no era idealizarlas. No somos carmelitas descalzas. Tenemos una lógica diferente, pero también disputamos poder y hay muchísimas diferencias muy fuertes. Somos sujetas políticas plagadas de contradicciones, intereses y ambiciones. 

–¿Cree que algo de eso se expresó, por ejemplo, en la discusión en torno a la marcha a Luján por Paz, Pan y Trabajo, organizada justamente por el universo sindical?

–Sí, ahí se expresaron algunas de esas contradicciones. En lo personal, creo en un feminismo popular como movimiento político y, en ese sentido, creo que el debate estuvo muy bien. De eso hablamos cuando hablamos de hacernos cargo de nuestro feminismo en lugares donde no es fácil. Muchas de las mujeres sindicalistas que aparecen en el libro tienen los ovarios de ir con pañuelo verde a asambleas de sindicatos con secretarios generales abiertamente opositores a la legalización del aborto. En los encuentros de mujeres nos sentimos cómodas y contenidas, pero andá con el pañuelo a un plenario de la UOM...