Desde Barcelona

UNO Prueba incontestable de que el tiempo pasa –o de que el que pasa es uno mientras el tiempo nos mira pasar– es que aquello que alguna vez nunca pareció interesante de pronto resulte apasionante. O viceversa. En realidad más viceversa que otra cosa. Pero –aún así– de tanto en tanto se produce y reproduce uno de esos sinápticos y apasionados chispazos que no alcanzan para incendio forestal pero sí para encender una hoguera junto a la que calentarse una noche.

Una noche como la del lunes. Noche en la que Rodríguez microondeó algo y se sentó frente a las llamas de su pantalla de plasma de recién separado (cuando una pareja se rompe, la mujer se corta el pelo y el hombre se compra un televisor) y dándole al cada vez más remoto control finalmente se detuvo en la emisión de un largo documental en dos partes de la HBO titulado Elvis Presley: The Searcher. Y ahí se quedó Rodríguez para enterarse de qué era lo que había buscado Elvis y de si, finalmente, lo había hallado. Y ahí mismo Rodríguez se enteró de que esa misma noche –hacía medio siglo– mientras Elvis buscaba y buscaba, el mundo entero había reencontrado a Elvis.

DOS Y se sabe que el año ‘68 fue y es uno de esos años. Un año de esos a la hora y fecha de lo histórico. Y su largo aliento –que llega hasta nuestro días, cincuenta años después– supo trasladarse, también, a lo musical. En 1968 se editaron para sonar por primera vez y para siempre el blanco The Beatles, Bookends de Simon and Garfunkel, The Kinks Are The Village Green Preservation Society de The Kinks, Astral Weeks de Van Morrison, Music from Big Pink de The Band y unos cuantos más. Y cabe imaginar a Elvis escuchando a todo eso y a todos esos mientras filmaba una película boba detrás de otra. Y preguntándose a sí mismo por dónde andaba él y levantando las alfombras y abriendo los cajones de Graceland para ver si recuperaba algo de ese brillo que alguna vez había tenido y que ahora no era otra cosa que esa pátina opaca que acaba asfixiando a las estatuas de bronce cuando no se les saca lustre cada tanto y como es debido. 

Y lo cierto es que, a Rodríguez, Elvis nunca le había interesado mucho. Entre sus contemporáneos le habían atraído mucho más las gafas cegadoras de Roy Orbison o las gafas de voyeur Buddy Holly. O el piano ardiente de Jerry Lee Lewis. O el por siempre efectivo Cash con su voz de pozo sin fondo. Lo que más le gustaba a él de Elvis es que había muerto sentado en el baño y leyendo un libro sobre el rostro de Jesucristo y el Santo Sudario. 

Y en Elvis Presley: The Searcher el documentalista Thom Zimny contaba esa historia sin aportar gran novedad y optando por no caer en los aspectos más sórdidos, pero con abundante material fílmico inédito y comentarios más o menos inteligentes a cargo de fans como Bruce Springsteen y Tom Petty y Robbie Robertson. Hasta que todo parecía detenerse en ese instante mágico que casi no fue porque Elvis estaba aterrorizado y casi aborta todo a último momento y ya con el estudio lleno y expectante: el televisivo Singer presents... Elvis, más tarde conocido como ‘68 Comeback Special. Grabado ese junio, dirigido por Steve Binder (famoso por haber conseguido en 1964 ese milagro que es The T.A.M.I. Show) y emitido por la NBC el 3 de diciembre de 1968. Un destilado de 50 minutos a partir de cuatro horas de tapes. Aquello cuya intención –como bien define Priscilla Presley en el documental– fue la de “devolverlo a sus inicios para lanzarlo hacia el futuro”. Y que –según el periodista Nik Cohn– “hizo que Elvis redescubriera cuán bueno era Elvis”. Y, sí, se lo ve y se lo oye sin problemas en la inevitable y recién editada mega-box conmemorativa. Y próximamente, seguro, en gira como zombie-holograma. El buscador encontrándose. Allí, Elvis vestido con traje blanco de patrón de plantación sureña con inmensas letras deletreando sus nombres a sus espaladas. Allí, Elvis y una casi grunge “Guitar Man” con siluetas de frenéticos bailarines al fondo. Allí, Elvis despidiéndose con la majestuosa y emocionante “If I Can Dream” casi honrando a los cadáveres recién hechos de Martin Luther King y Robert Kennedy y de tantos soldados en Vietnam a los que les gustaba más Jimi que Elvis. Y allí, no lo más importante pero sí lo más inolvidable de todo: Elvis con bronceado como de aerógrafo y flaco y aerodinámico y embutido en un traje de cuero negro (¿cosido sobre su cuerpo por máquinas Singer?) luciendo como luciría Elvis de ser un súper-héroe de la Marvel Comics llamado White Panther. O como el chico malo que le rompió la cara a Ken y se llevó a Barbie a los arbustos junto a la piscina. O como el modelo más implacable y evolucionado de Terminator llegado desde, sí, el más vintage de los mañanas. Elvis cantando y riendo y torciendo el labio y zigzagueando pelvis frente a un público en directo por primera vez en casi siete años. Sentado y en pequeño círculo al que solo le falta una fogata y recordando y haciendo chistes acompañado por sus músicos primarios y primeros Scotty Moore y DJ Fontana. Elvis reproduciendo lo que Binder había visto y oído en el backstage y rogó que se sacase de los camerinos para que el mundo lo experimentase e inventando sin proponérselo los conceptos MTV Unplugged y el de VH1 Storyteller. Elvis casi desgañitándose a carcajadas, una y otra vez, con “Lawdy Miss Clawdy” y “Baby, What You Want Me To Do”, y sacudiendo y enarbolando una guitarra como si se tratase de Excalibur rumbo a la batalla definitiva calzando zapatos mágicos no de rubíes escarlata sino de gamuza azul.

TRES Y Rodríguez recuerda que luego de ese especial de T.V., Elvis –acaso impulsado por su efecto revitalizante– tuvo una última buena racha: el glorioso single “Suspicious Minds” (su último N.1 en vida), un par de grandes álbumes de gospel y el formidable From Elvis in Memphis. Pero, enseguida, Elvis cruza la delgada línea que separa al Ave Fénix de Ícaro. Así, su despótico manager y amo el Coronel Parker –temiendo que se le escapase– se lo llevó a la jaula dorada de Las Vegas y... 

Termina Elvis Presley: The Searcher y el canal de cable tienen más el sentido común que la obvia y buena idea de emitir a continuación el ‘68 Special en edición mega-anfetaminizada para la efeméride. Y, sí, piensa Rodríguez. Está claro que ahí hay algo porque ahí hay alguien. Y también hay otra cosa que a Rodríguez se le escapa. Porque Elvis –como el baseball– es algo que sólo los norteamericanos pueden amor u odiar del todo. Elvis como Hijo Fundante de los Padres Fundadores y –según el rockensayista Greil Marcus, quien le dedicó su libro/autopsia Dead Elvis– “obsesión cultural” que no amaina. Algo que nunca se va (no hace mucho Rodríguez volvió a encontrárselo a él y a su fantasmal hermano gemelo en el último y magistral cuento de El favor de la sirena, el libro póstumo de Denis Johnson) y que siempre estará ahí para lo que haga falta, sabiendo que lo que falta siempre es él y que no es fácil sustituirlo. Ese genoma primigenio del que salen tanto Bob Dylan como The Beatles. El ingrediente secreto y gaseoso en la Rock’n’Cola a ser adorado hoy mismo por un granjero de Iowa aullando como un hound dog entre trigales para poder huir de allí para conquistar el mundo o cuestionado por un rapper de Harlem quien lo considera tan racista/apropiador como artista de minstrel show con cara embetunada y voz de negro blanco. 

Rodríguez piensa todo eso y mira a todo ese.  

Y se dice que esta noche –no es su heartbreak hotel pero sí es su heartbreak apartment– el Elvis ‘68 le sirve. Y mucho. Elvis le ayuda a fantasear con un Rodríguez ‘18 y con la posibilidad de un nuevo comienzo aunque no tenga glorioso pasado desde el que impulsarse. No importa. Va a intentarlo. Por lo pronto y para empezar va a vigilar muy de cerca su peso y su cintura. Y Rodríguez apaga todas las luces y se va a la cama silbando aquello de “Si pudiese soñar...”.

Y descubre que puede.

Otra cosa, claro, es que ese sueño pueda hacerse realidad.