“Mi única brújula para saber si fui demasiado lejos es la reacción que obtengo de la gente en sillas de ruedas o con ganchos en lugar de manos. Como yo, están cansados de las personas que presumen de hablar en nombre de los discapacitados. Toda esa lástima y paternalismo. Eso es lo genuinamente detestable”. La cita corresponde a John Michael Callahan, el célebre (para algunos, tristemente; para otros, todo lo contrario) dibujante e historietista que comenzó a publicar su humor gráfico en periódicos estadounidenses tiempo después de que un accidente automovilístico lo dejara cuadripléjico a los veintiún años. Su historia real, el inconmensurable alcoholismo, las caídas y redenciones y su reinvención como artista son la base del guion del nuevo largometraje de Gus Van Sant, No te preocupes, no irá lejos, biopic relativamente tradicional con pinceladas de locura y un gran sentido humanista protagonizada por un Joaquin Phoenix en estado de mímesis absoluta. 

No es la primera vez que el artista nacido en Portland, Oregon, llega a las pantallas de cine. Hace más de una década la directora holandesa Simone de Vries estrenó en festivales internacionales el documental Touch Me Someplace I Can Feel (“tocame en algún lugar donde pueda sentir”), cuyo montaje fue armado en base a decenas de horas de material filmado en la intimidad de su hogar y alrededores, años antes de su muerte en 2010. En aquella película, el protagonista –siempre dispuesto a las sentencias humorísticas breves, como las frases que completan sus dibujos– afirma en un arranque de seriedad que el hecho de estar condenado a una silla de ruedas marcó el inicio de una bella amistad con su espíritu. Más tarde, ya en otra vena menos dramática, afirma que el ser humano se acostumbra a todo, excepto “al gobierno de George Bush. Si uno se acostumbra a eso, realmente es que no tiene sentimientos”. Basada parcialmente en el volumen semi autobiográfico de Callahan, publicado en 1989 con el mismo título, Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, la película es el resultado final de un proceso de varias décadas. Robin Williams, fan de la obra del humorista gráfico, fue el primero en obtener los derechos de adaptación del libro y, luego de colaborar con el director en la celebérrima En busca del destino, Van Sant se convirtió en la primera elección para dirigirla, pero problemas de diversa índole, tanto contractuales como presupuestarias, impidieron que el proyecto tuviera luz verde hasta tiempos recientes. Es una pena que la traducción local del título de la película haya dejado de lado el “caminando” del final de la frase, abortando así el golpe de efecto del gag.

Es posible que el humor políticamente incorrectísimo de Callahan sea más corrosivo en estos tiempos que en el momento de la publicación original de sus creaciones: muchos de sus dibujos serían hoy impublicables en medios tradicionales, tildados de ofensivos, denigratorios y/o discriminatorios. Cuenta el autor en su libro que cuando tuvo ocasión de conocer personalmente a Bob Dylan –otro seguidor de sus dibujos–, detrás de bambalinas durante uno de sus recitales, los nervios le hicieron decirle que él también escribía canciones. La anécdota continúa de la siguiente manera: “¡Idiota! El más grande de los cantautores de los Estados Unidos, una leyenda viviente, un pedazo de América, la voz de una generación. Formador de cultura, poeta, profeta, Mr. Tambourine Man. ¡Y le vienes a decir que también escribes canciones! Podrías haberle dicho al Papa que también rezabas. O a Madonna que también tienes sexo”. El guion de la película de Van Sant evita ese y otros encuentros con gente notable, que el dibujante detalla en el libro de manera usualmente hilarante. Una decisión inteligente que le evita al relato cinematográfico la tentación de los grandes éxitos. En su lugar, a partir de una estructura de flashbacks recurrentes, No te preocupes… hilvana y describe el proceso de cambios personales que llevaron a Callahan de la auto conmiseración al aprendizaje de un nuevo oficio creativo, sin cargar excesivamente las tintas en el patetismo de sus tropezones y estrepitosas caídas. O haciendo de ellas algo literal: una de las primeras escenas lo muestra apretando el acelerador de su silla eléctrica a fondo, esquivando a duras penas a transeúntes y automóviles, derrapando y estrellándose finalmente contra el pavimento. En una entrevista con el periódico The Guardian, el director de Elephant y Drugstore Cowboy confesó que comenzó a escribir el guion nuevamente desde cero. “Los guiones de 1997 y 2002 fueron escritos para Robin Williams y esta vez la historia fue escrita para John Callahan. Cuando Joaquin Phoenix se sumó comencé a escribir con la idea de que él sería el intérprete. Esta es nuestra primera película juntos en más de veinte años”. En la colaboración previa, Todo por un sueño (1995), Phoenix interpretaba a un joven estudiante dispuesto a todo, incluso a participar de un crimen, con tal de poder acceder a una relación con la ascendente periodista interpretada por Nicole Kidman. Aquel fue, posiblemente, el primer papel de verdadero relieve en su carrera.

EL LABERINTO ALCOHOLICO

“El último día que caminé me desperté sin resaca. Todavía estaba cargado de la noche anterior. Eran las 11 de la mañana de un caluroso 22 de julio de 1972. No tenía idea de dónde había estado durante la noche”.

Las palabras que abren el primer capítulo del libro son transformadas en una línea de diálogo y pronunciadas por Callahan al pie de la letra en la versión cinematográfica, durante una reunión con un grupo de autoayuda que cruza los métodos de Alcohólicos Anónimos con la confianza ciega en Donny, suerte de gurú espiritual, un millonario de extenso pelo dorado y sentido del humor casi tan negro como el del protagonista. Interpretado por Jonah Hill, la primera impresión que se tiene de Donny puede ser cercana a la caricatura, pero a medida que el relato avanza sus complejidades se hacen evidentes, en paralelo con las de John. Es el juego que Gus Van Sant intenta jugar: el cruce constante, ida y vuelta, entre el drama del personaje central y la visión humorística y oscura de sus creaciones. El límite, desde luego, lo impone el propio realismo del medio. El cortometraje de 1993 I Think I Was an Alcoholic (“Creo que fui un alcohólico”, otro título definitivamente irónico), que puede verse en YouTube luego de una simple búsqueda, fue una de las escasas incursiones de Callahan en el terreno de la animación. En esa micro historia de cuatro minutos, un alter ego de su persona camina por la vida absorbiendo como esponja la mayor cantidad de alcohol que su cuerpo puede tolerar. Los vómitos brotan de la boca con la fuerza de una catarata y los inodoros, destino ideal del líquido, lo persiguen tenazmente, como si se tratara de una manada de animales salvajes. La abstinencia lo hace imaginar toda clase de seres infernales y un accidente de auto lo muestra tendido en la calle, ensangrentado, pidiéndole a un policía que tome algunos dólares de su bolsillo y le compre una botellita de licor. Ese particular universo surgido de los trazos simples y directos, usualmente algo temblorosos, siempre en estricto blanco y negro, sin sombras ni volúmenes, de Callahan –quien comenzó a dibujar con ambas manos, una ayudando a la otra, cuando recuperó algo de motricidad corporal de la cintura para arriba– es imposible de trasladar literalmente a un rodaje con actores de carne y hueso en sets realistas. Van Sant intenta reconstruirlo indirectamente en varias secuencias: la imposible búsqueda de una botella de whisky, tan cerca y tan lejos por la inmovilidad, en las paseos en esa silla transformada en bólido de Fórmula 1 y, desde luego, en la extensa secuencia de la noche de parranda que termina en tragedia.

El accidente que casi le cuesta la vida llega a los veinte minutos de proyección. Callahan (Phoenix con peluca setentosa de rabioso color naranja) se pasea de aquí para allá en una fiesta consumiendo alcohol a toda marcha. El vaso de cerveza no le alcanza y la petaca personal es el aliado ideal para reforzar el contenido etílico. Allí conoce a un hombre que está tan “cargado” como él, un papel típicamente extremo de Jack Black, cuya mirada oblicua y tono encantador, iluminado por las luces bajas de la fiesta, logran transformarlo en una suerte de ser sobrenatural llamado a enrollar aún más al protagonista en su laberinto alcohólico. Luego un bar y otro, una parada para vomitar y una visita a un parque de diversiones, otro bar y otro y otro y el viaje en auto en el cual ambos, conductor y pasajero, se duermen en pleno tránsito. La caída, el golpe, el cambio. El horror, que para Callahan no parece tener fin, confinado en un principio a una camilla giratoria y luego, cuando la inmovilidad total comienza a retroceder algunos casilleros, a su nuevo hogar: la silla de ruedas. Son los momentos en los cuales Gus Van Sant echa anclas en las reglas del drama cinematográfico tradicional, un territorio que ha sabido explorar –con mayor o menor éxito– en películas como Milk, Descubriendo a Forrester o la ya nombrada En busca del destino. (Las otras, las más memorables –Elephant, Gerry, Paranoid Park– pertenecen a otra raza). La lucha del realizador con los elementos narrativos pasan, en este caso, por el hecho de contar una clásica historia de recuperación intentando que las costuras más evidentes queden ocultas por ribetes especialmente bordados, en particular aquellos ligados al humor negro, y que el sufrimiento del héroe no sea transmitido al espectador como una carga que debe soportar o, mucho menos, compartir con llantos que empañen la mirada. Más allá de todo, resulta claro que el proyecto le ofrecía al cineasta un costado de exploración personal, como afirmó indirectamente en una entrevista con la revista Slant: “Como yo, John vivió en Portland, y sabía bien quién era él. Solía leer sus historietas en los diarios, aunque eso era básicamente todo. Quizás nos conocimos brevemente en algún momento. Tuvimos carreras paralelas en los años 80. Ambos comenzamos a ser reconocidos nacionalmente a fines de esa década. Él tenía sus tiras y yo hice Drugstore Cowboy. De alguna manera, creo que comenzamos carreras espejadas en Portland”.

EL ARMA CONTRA EL HORROR

“La comedia es la mejor arma que tenemos contra El Horror”, afirma John Callahan en una de las páginas de su segundo libro autobiográfico, Will the Real John Callahan Please Stand Up? (“¿Podría el verdadero John Callahan pararse, por favor?”, otro juego de palabras negrísimamente cómico). La película toma esas directivas y las aplica sutilmente sobre la capa más superficial del arco dramático, ejercitando la posibilidad de escapar del retrato lacrimoso o de El Horror de la Lección de Vida. Callahan no intentó enseñarle nada a nadie, parece asegurar el realizador a través de su película, apenas hacer reír a los lectores metiendo el dedo en la llaga de sus zonas erróneas, oscuras y prejuiciosas, haciendo gala incluso del surrealismo (“Usted no me va a creer, Sr. Smith, pero abrieron un nuevo Starbucks dentro de su culo”, le dice un médico a un paciente obeso), la crítica social (“Ud. debe tener esta altura para poder ser abusado por un clérigo”, reza un cartel a la entrada de una iglesia) y la reducción al absurdo de los estereotipos (Un indigente cuelga de su cuello un cartel: “Por favor, ayúdenme. Soy ciego y negro pero tengo cero oído musical”). Van Sant también parece comprender que el abandono de la madre del protagonista a temprana edad y una situación de abuso sexual durante la adolescencia –cuestiones que el film va revelando a medida que el proceso de desintoxicación avanza lenta pero firmemente– pueden explicar las adicciones, tanto para el personaje como para su entorno, pero jamás transformarse en el mandato psicológico que dicte la estructura de una película. En esa caminata sobre el filo de la navaja la película sale airosa y, lejos del bronce o de la cajita acolchada, recuerda, homenajea, celebra una vida tan ordinaria como fuera de lo común.