Lucia Berlin está en el paraíso. El año es 1965 y el paraíso es un pueblo de veinte casas junto al mar en una playa de México. Lucia Berlin vive en ese pueblo con su tercer marido y sus hijos. Los hijos son de sus matrimonios anteriores: en cuatro años tuvo tres hijos y acaba de descubrir que está embarazada de nuevo. Llegaron a esa playa mexicana hace dos años, escapando: el marido de Lucia quería dejar la heroína. El plan funcionó. Viven en una choza con piso de arena, duermen en hamacas, comen el pescado que pescan, se ayudan entre todos con las demás familias del pueblo, crian en manada a los hijos. Cada seis meses tienen que cruzar la frontera, para renovar su residencia. Van y vienen en el día, en avión. Van en fechas diferentes: ella y los chicos por un lado, él por otro. 

Al volver de uno de esos vuelos, Lucia tiene la maldita suerte de cruzarse en el aeropuerto con el dealer de su marido. El tipo la sigue hasta el paraíso. A ella casi se le para el corazón cuando la ve llegar por la playa, sudoroso, jadeante, sonriente, con los mocasines blancos cubiertos de barro seco. Su marido, en cambio, lo recibe con un abrazo y hace una fogata en la playa para asarle un pescado. En cuanto terminan de comer ella arrea a los hijos a la choza y prefiere no volver, porque no hay nada que deteste más que la mirada asquerosamente erótica del yonqui en el momento de picarse. Pero el morbo es más fuerte que ella: espía por la ventana, ve a su marido inyectarse y dejarse caer para atrás en la arena, con una sonrisa idiota en la cara. Ve al dealer inyectarse y encogerse para adelante muy despacio, hasta que su cara cae contra la fogata. Lucia huele la carne quemada. Nadie reacciona, ni su marido ni el dealer, ni el resto del pueblo, que está durmiendo. Nadie ve a Lucia arrastrar el cadáver del dealer a una canoa, pasar la rompiente y arrojarlo mar adentro. Cuando llega a la orilla está amaneciendo. Una vecina la encuentra temblando y le pregunta qué le pasa. “Ya tuve suficiente paraíso. Quiero volver al mundo real”. 

Lucia Berlin contó en 77 cuentos prodigiosos su relación con el mundo real. Después se murió, y quince años más tarde el mundo la descubrió. Fue hace poquito, cuando sus amigos publicaron una selección de 43 de esos cuentos, con el título Manual para mujeres de limpieza: el libro se tradujo a todos los idiomas, personas de la más variada diversidad en todas partes del planeta sintieron que los cuentos de Lucia Berlin eran la experiencia más intensa de lectura que habían tenido en mucho tiempo, fue tal el éxito que acaba de publicarse simultáneamente en todo el mundo otro tomo con los cuentos restantes (le pusieron de título Una noche en el paraíso). Se la puso a la altura de Chejov, de Cheever, de Carson McCullers, de Flannery O’Connor, y tienen razón. Todos los cuentos de Lucia Berlin tienen protagonistas femeninas, una misma protagonista en realidad, que es ella, aunque le vaya cambiando el nombre en los distintos cuentos. “Todo lo que escribo es autobiográfico. No sé por qué no pongo mi nombre, realmente, porque igual soy yo”, confesó una vez. Es que había vivido tantas cosas, tan diferentes, que ponerle el mismo nombre a la protagonista de todas ellas habría atentado contra toda verosimilitud.

Imaginen la hija de un geólogo y una belleza texana nacida en un campamento minero en Alaska y criada en la casa de su terrible abuelo alcohólico en Texas, porque el papá se fue la guerra. De ahí pasen a Chile porque la guerra ha terminado y papá vuelve y acepta un trabajo en una multinacional minera que lo manda para allá, como ejecutivo. Mamá bebe encerrada en su cuarto, igual que en Texas y en Alaska. Papá lleva de acompañante a Lucia a los eventos sociales. Lucia tiene catorce pero ya mide un metro ochenta y, maquillada y vestida con ropa de la madre, parece de veintidós. El príncipe Alí Khan le encendió el primer cigarrillo que fumó en su vida, en una fiesta en un yacht en Zapallar. Cuando hizo perder la cabeza a varias amistades de su padre, la mandaron de urgencia a la universidad, en Texas. Menos de dos años después ya estaba casada, separada, con un bebé recién nacido y desheredada por la familia. Conoció a un músico de jazz que se la llevó a Nueva York, tuvo dos hijos con él, vivían en el Village, eran hipsters, Angie Dickinson se la cruzó una noche en una fiesta y le dijo que adoraba la sombra de ojos que tenía puesta. “Es tiza de taco de billar”, le contestó Lucia. No duró mucho como hipster neoyorquina. Se enamoró del mejor amigo de su marido músico y huyó con él a México, donde encontró el paraíso, quedó embarazada y descubrió que ese encanto de hombre que hacía de padre para sus hijos era, además, heroinómano.

Así comienza el prolongado período alcohólico de Lucia, en la América pobre de Raymond Carver, criando sola a sus cuatro hijos con botellas de Jim Beam escondidas en el lavarropas, trabajando como mucama o enfermera o telefonista o empleada de supermercado cuando no caía presa con alguno de sus novios o era internada para una nueva cura de desintoxicación. Sus pacientes favoritos cuando trabajaba de enfermera eran los jockeys que llegaban en ambulancia desde el hipódromo cercano, después de una rodada de sus caballos. Le gustaba alzarlos (recuerden que medía más de uno ochenta). Le gustaba también hacer el amor en el techo. Le gustaban las cosas que le decían las casas, cuando trabajaba de mucama. No podía borrar de su cabeza la imagen de su madre diciéndole: “El amor te hace infeliz. Tus sollozos hacen aullar al perro, empapas la almohada, empañas los vidrios, fumas dos cigarrillos a la vez”. Y la de su adorado tío John cuando, para protegerla de su abuelo, se la llevaba con él a las trastiendas de las lavanderías chinas adonde jugaba a las cartas por dinero, y a veces se la dejaba olvidada sobre una pila de manteles doblados. 

Lucia Berlin crió a sus hijos contándoles historias de su vida. Los usaba de tester y después se sentaba ante la máquina de escribir y los tipeaba. Cuando logró dejar el alcohol, a los cuarenta y ocho, empezó a enseñar, primero en escuelas secundarias, después en la universidad y al final en un taller literario que daba en la cárcel. Cada tanto publicaba algún cuento en una revista, o le pedían que juntara varios y le publicaban un librito breve. Los últimos años andaba con tanque de oxígeno. Vivía en un garaje reconvertido en la casa de su hijo en Sacramento. Tenía un porche adonde salía a fumar (pitaba por los agujeros de la mascarilla de oxígeno). Sus ex alumnos la iban a visitar. Los presos que salían en libertad la iban a visitar. Los únicos dos reportajes que dio en su vida se los hicieron estudiantes de los lugares donde enseñó; es una maravilla la naturalidad con la que contesta y les cuenta cosas. Cuando los chicos le preguntan cándidamente si le gustaría ser más famosa dice que, con el precario equilibrio que ha logrado después de tanto maremoto, lo mejor sería que no. “Pero me gusta la idea de que, cada tanto, en algún lado, una chica entre en una biblioteca y descubra mis libros. Así que, como verán, sí me gustaría ser más famosa”.

Murió el mismo día en que había nacido, asombrosamente. Llevaba veinte años sobria cuando murió. Como dijo su hijo mayor: “Sobrevivió a tres maridos y quién sabe a cuántos amantes. Los médicos le diagnosticaron a los catorce que no podría tener hijos y que iba a morir antes de llegar a los treinta. Pero nos crió ella sola, a mí y a mis tres hermanos (puedo dar fe de que fuimos un incordio los cuatro) y además escribió sus cuentos. Yo ya no sé cuánto de lo que recuerdo es cierto y cuánto lo inventóo deformó o exageró ella. Cada vez que alguno de nosotros la interrumpía para preguntar si de verdad había pasado eso, ella contestaba invariablemente: No importa si pasó en verdad, lo que importa es el cuento”.