Desde Barcelona

UNO Sucede cada tanto. La súbita argentinización del inconsciente colectivo de España. Algo que siempre está allí, latente, siempre a punto. Un alien en la tripa listo para salir mostrando los dientes y los colmillos. Un iceberg en llamas con forma de barco que vuelve al Puerto de origen a dar Palos. Un pequeño tumor más o menos benigno y omnipresente (esos argentinos siempre dispuestos a arrimarse a las cámaras de los telediarios españoles y quienes, no importa la noticia, siempre están justo ahí para dar su opinión de lo que sea; o el estreno de película/obra de/con Ricardo Darín quien, para los ibéricos,  es el adorado y adorable equivalente de lo que Joan Manuel Serrat es para los argentinos) que, de golpe, puede ascender a metástasis arrasadora de diagnóstico incierto y origen increíble pero súbitamente real. Es decir: algo que sólo puede suceder en Argentina de pronto sucediendo argentinamente en España.

Así fue como, hace unos días, Rodríguez encendió la televisión y se enteró de que la segunda parte de la “Final del Mundo” de la Copa Libertadores entre Boca Juniors y River Plate iba a jugarse finalmente en el estadio Santiago Bernabeu del Real Madrid en la repentinamente irreal y argentina Madrid.

DOS Y el nada libertado Rodríguez se enteró del asunto en su flamante tv. “El fútbol es una religión, y que esto era el castigo por haber cometido un pecado mortal”, decían allí. O lo que el presidente de la Conmebol Alejandro Domínguez definió como “una idea muy loca”. Y la indignación del Nuevo Mundo: ¡”Payasada!” y “¡Asco!” y “¡Nos afanaron!” y “¡Patada en el alma!” y un tipo al borde de la apoplejía frente a un micrófono un “¡Esto no es exportable y tenemos a Borges y al Papa y al tango!”. Y el desconcierto, irritación y temor del Mundo Viejo: “Vienen los bárbaros”, “¿Quién va a pagar esto?”, “No los queremos”. Y la felicidad de las peñas de los equipos argentinos en España organizando caravanas y peregrinaciones a la capital. Y el comentario un tanto desorientado del presidente de la FIFA en cuanto a que “Madrid es un poquito Sudamérica”. Y Manu Chao pariendo uno de sus jingles-cantinela y Maradona aprovechando para putear con su ya constante dicción de acabar de despertarse o de llevar años sin dormir. Y las tertulias políticas dando brusco giro de timón repitiendo una y otra vez los tapes de ese autobús atacado como si se tratase de aquella filmación de la cabeza de JFK volando por los aires de Dallas. Todo parecía deslucido y desenfocado y poco ocurrente. Las entonces inminentes y “decisivas” elecciones en Andalucía con el novedoso alarido de Vox y Susana Díaz y su rancia y cada vez más trémula sonrisa de directora del Jardín de Infantes Pennywise. Las protestas en Barcelona de funcionarios públicos y médicos y bomberos y estudiantes y profesores por los recortes de hace años y nunca revisados revelando a los cada vez más inestables y volátiles  independentistas (algunos de los presos anunciando huelga de hambre) que a la gente ya no le alcanza con lo del utópico lacito amarillo. El cambio de polaridad en México y los disturbios en París y los devaneos del Brexit y el avance de las ultra-derechas en Europa. Pedro Sánchez girando por el mundo sin dejar de demostrar que nada le gusta más que ser presidente. Las denuncias y amenazas fachistoides a cómicos (uno de ellos el argentino Darío “Mongolia” Adanti) por reírse de los símbolos patrios. La momia de Franco buscando su destino. El futuro de una monarquía a la que muchos consideran pasada de fecha (con las Infantas para Rodríguez cada vez más parecidas a las fantasmales nenas de El resplandor). Meter todo eso entre paréntesis por un rato, por un partido de fútbol.

TRES Pero se sabe –y Rodríguez vuelve a comprobarlo– que el fútbol no es más que aquello que envuelve a la vez que contiene a tantas otras cosas de este mundo. Y, ahora, el fútbol vuelve a poner en evidencia un problema de siglos nunca resuelto. Un asunto colonial que se vuelve particularmente intenso a la altura del Virreinato del Río de la Plata. Rodríguez lo sabe porque su relación con lo argentino es larga y fecunda: primer amor nunca confesado a una prima porteña ahora muerta pero inmortal, jefes publicistas y novio de su hija, la certeza de que (aunque ninguno de sus amigos de Barcelona lo entienda) Piano Bar de Charly García es una obra maestra universal y –last but not least– esos frecuentes cruces físico-mentales con ese escritor argentino que siempre lo mira como si estuviese leyéndolo primero para escribirlo después.

Pero cualquier español tiene su vínculo propio y duradero y permanente: los chistes de argentinos (y, ah, los españoles imitando –mal– al acento argentino); el argentino que se robó una novia; los que se quejan de que para los argentinos todos los españoles sean “gashegos”. “Si yo pude dejar de odiar a los argentinos, usted también” es el gracioso título de una nota de Alberto Olmos elogiando a Pedro Mairal y, ah, la envidia confesa en una reciente crítica por el estreno de El amor menos pensado (otra de/con Darín) en cuanto a que “Los argentinos hablan así, mucho mejor que nosotros y sin fingimientos, lo han mamado desde siempre. Punto”. 

Lástima que digan tanto la palabra boludo, piensa Rodríguez disculpando que, después de todo, tal vez no sea más que sinónimo de esférico, de balón, o de hecho pelota.

CUATRO Enseguida, preliminares surtidos. Brutal aumento de las tarifas voladoras de Aerolíneas Argentinas e Iberia para el Día L (y Rodríguez tiembla pensando en lo que habrá sido volar en esos aviones de ida y de vuelta). Precio de las entradas (la más barata aquí costará lo que la más cara allá pidiéndole al público que pague lo que, proporcionalmente, se le paga a los jugadores). Lo que se dedicará de dinero público para un negocio privado al operativo de seguridad “de tres anillos” (entendiendo paranoicamente a un Boca-River como a la versión Mr. Hyde de un Dr. Jekyll Real Madrid-Barça o de cualquiera de esos partidos de Champions en los que hooligans y vikingos se emborrachan en la Plaza Mayor y humillan a mendigos). El hecho de que la final coincida con el feriado y largo Puente de la Constitución cuando Madrid revienta de más o menos 600.000 turistas del interior que llegan a ver musicales y a comprar lotería navideña por las calles desbordadas de una ciudad desde hace años en el nivel 4 de alerta terrorista. La codicia megalómana de Citizen Florentino Pérez que no dudó en darle la bienvenida a la final que le faltaba en el álbum de cromos de su estadio (que no se llenó) para romper récord. Y acaso lo más interesante de todo: la inicial y débil negativa –por convencido patriotismo o porque la Patria lo demandaba– de los equipos argentinos a cruzar el charco y jugar fuera del incontinente continente.

Pero vinieron y vieron y vencieron y perdieron y se fueron. Y que pasen los buenos que siguen; porque lo que de verdad hace falta por aquí (los futbolistas que interesan ya los tienen) son nada odiosos empleados para hostelería y restauración y para cuidar a los viejos cada vez más viejos. Y que hablen mejor y sin fingimientos y que cobren menos. 

Porque eso la han mamado desde siempre. 

Y punto. 

CINCO La semana que viene –fantasea Rodríguez, diciéndose que tal vez un guión de cine se le haga más fácil que una novela– empieza a filmarse otra de Darín. En la suya, Ricky hace de un tipo cuyo padre (psicoanalista) es de Boca y su madre (profesora de teatro) de River. Fanáticos. Y a él nunca le interesó el fútbol. Y se vino a vivir a Madrid con la excusa/coartada perfecta de alguna de las crisis de costumbre para escapar de todo eso. Y Pá y Má (divorciados desde hace años) le anuncian que vienen para la Final. Y se van a quedar en su casa. Y él nunca les contó que (es una coproducción y un tour de force dramático, como lo fue la Final) vive con una muy almodovariana novia trans. 

Y todos se hablan todo.

Y ya saben cómo sigue: sigue igual que siempre, sigue como siempre sigue una de argentinos en España.