La comisaría estaba en penumbras. Me paré frente a la fachada de casona española y un policía preguntó qué quería. No le contesté. Insistió. Le dije que quería hacer una denuncia. Pase, me dijo, como quien invita a una fiesta o a un velorio. No avancé. Es más, me alejé casi corriendo y me estacioné en una mesa en la vereda del bar de la esquina. Aún no sabía si podría decirles, contarles. No tenía la certeza de qué era lo que más me perturbaba de lo ocurrido. El policía se paró en la vereda y mientras me veía huir se llevó el índice derecho a la sien y lo giró. Pero yo no estoy loca. Me había costado varias noches sin dormir llegar a la puerta de la comisaría. Traté de recordar cuándo había comenzado todo: si en la noche del viernes o el lunes posterior en las oficinas de la empresa de celulares o en realidad había ocurrido en la vigilia de la noche del domingo hurgando en mi computadora en el google drive, sección fotos. Recalculando: la noche del viernes ocurrió el hecho. El taxi que me llevaba se detuvo ante el semáforo en rojo en una oscura calle del Once. Desde Mar del Plata, mi amiga Andrea chateaba conmigo sobre las bondades millonarias de las malditas tarjetas de estacionamiento para el municipio de un duro de domar –que castra homosexuales pero la levanta con pala para los negocios inmobiliarios propios y de sus amigos–, y yo reflexionaba sobre el particular sentido de corrupción de los argentinos al votar, cuando una sombra con la velocidad de la luz penetró la ventana baja y me arrebató mi celular última generación. Creo que saqué medio cuerpo por la ventana del taxi, grité, aullé y juré venganza y vi una silueta espigada con un gorro viserado debajo de una luz tenue, que corría tan rápido como su mano arrebatadora. Le mandé la maldición, es decir una puteada, más temible para los italianos. La había aprendido hacía mucho una noche en Piazza Navona, en Roma: andate al infierno vos y todos tus antepasados. Claro que fue inútil. El taxista que tenía la misma compañía de teléfono me prestó su celular así que llamé a un call center, moderna galera de esclavos on line donde se tercerizan las responsabilidades comerciales de la empresa, para dar la novedad del robo.

Las dos horas posteriores fueron frenéticas: mi familia estaba por llegar de Canadá esa madrugada y yo estaba incomunicada. El del call center tomó nota y suspendió la línea. Me aconsejó correr a un shopping para comprar un nuevo chip. Llegué al Abasto con el mismo taxi luego de pasar por mi casa a buscar un teléfono comprado por las dudas. Antes de que se fuera el último cliente, respiré: el muleto funcionaba. Ezeiza en la madrugada ya no era un problema. Pero el domingo, de repente, el muleto dejó de funcionar: teléfono bloqueado. No, no y no: revisé cada una de sus funciones, cada tecla, cada chip, cada aplicación. Y ahí caí en google drive fotos. Y lo vi. Vi con nitidez su cara, el color de su gorro viserado, las trencitas de su novia, la cerveza tomada con amigos en su barrio pobre. Posaban para la cámara de mi súper teléfono como quien juega con un chiche nuevo. Ni ellos ni yo contábamos con el error de un esclavo de call center pasado de horas de auricular con argentinos encabronados, que había bloqueado mi muleto pero no el celular robado. Y la constatación de que el ladrón, el empleado del call center y yo estábamos atrapados en las redes del Gran Hermano Google. No supe entonces, ni sé ahora, qué me inquietó más. Mi primer impulso fue borrar las fotos. Me quemaban, me obligaban a tomar la decisión de denunciarlo. Borré todas menos una. ¿Era un seguro por mis datos en manos inconvenientes? ¿Qué era? ¿Era la prueba de una supra vigilancia que nos excede a todos? El lunes por la mañana en la empresa de telefonía me dio las explicaciones técnicas del caso, y terminé con dos celulares bloqueados y un canje comercial que me perjudicó. Liberada del caos técnico, debí decidir si hacer o no la denuncia. Esa noche soñé que pasaba de comisaría en comisaría y el mismo policía en todas las comisarías se reía de la foto y de la denuncia: olvídese señora, olvídese del celular. Claro, el hombre no entendía: si no lo denunciaba, me decía en el sueño, tal vez esa impunidad terminara un día con la vida del pibe visera por eso de creer que nunca hay consecuencias. Si lo denunciaba tal vez le haría un favor. Pero esa supuesta bondad preventiva era una coartada para mí, ya que la fatiga burocrática de la denuncia me paralizaba. El mozo del bar de la esquina de la comisaría me trajo un café. No lo tomé. Ya en mi casa, borré la última foto, como quien cierra un caso, que sigue abierto en el destino de ese pibe y en la inefable red de nuestro Gran Hermano Google.

* Periodista y escritora. Autora de El dictador: la historia secreta y pública de Jorge Rafael Videla y El saqueo de la Argentina. Su último libro es Bravas.