Siempre siguió, Osvaldo, la línea que tendían en la historia los más desahuciados, los de abajo, los amasados con un barro sagrado que ni ellos conocían. Sean las prostitutas de un pequeño poblado en la Patagonia, sea el anarquista expropiador Severino Di Giovanni. Mujeres y hombres puros, cuya pureza estaba antes de las ideologías y precedía a las acciones con rostro político. Si no existía aquella, éstas no valían. La pureza de la conciencia anárquica, en Bayer, equivalía al primer día de la Creación, un cuerpo diáfano de pasiones aun no desprendido enteramente de la naturaleza. Lo que resultaba una enorme atracción en su verbo era que escribiera libros de historia basándose solamente en la convicción que en algunas conciencias elegidas, existía un alma preconcebida en la disposición hacia una justicia entera, cósmica. Anarquismo individualista.

Podían asumir la violencia, y eso los hacía más angélicos, los desprotegía mucho más que aquellos poderes contra los que actuaban. El escritor Bayer no carecía de documentación, por el contrario, abundaba en papeles pero su método de encarar las escenas de escritura partía de la historia oral. Es evidente que antes de la madeja de hechos del pasado, buscaba el último recinto moral que guiaba los comportamientos humanos. Si los soldados que fusilaron en la Patagonia, en 1921, eran todos de la misma provincia, todos del mismo barrio, vivían todos en calles çde tierra, y todos, cuarenta años luego de esos trágicos acontecimientos, llevaban una existencia similar, pobres y olvidados de sí y apenas recordando el pasado, cuando eran interrogados unos estaban arrepentidos, otros decían que lo volverían a hacer. ¿Cuál era la diferencia, si no era “socioeconómica”? No valía la pena buscarla allí, había que hurgar en los planos más íntimos de la creación de lo humano, donde cada uno es solo la calidad de individuo que es, sabiéndolo apenas en el momento más rudo en que tiene que tomar una decisión.

Un vasto público lector comprendió entonces que un historiador podía también recrear ese dilema del “quien soy” en su propia conciencia de investigador. Si buscaba a algunos de los altos jefes de aquella desdichada y sangrienta expedición militar, el joven Bayer encontraba también personas que veían en el historiador los rostros de los fusilados. Y en una escena de escritorio, todo revivía otra vez. El historiador observaba en los ojos de furia de un viejo militar retirado que el investigador también podía marchar al matadero. Cuando contaba estos sucesos Bayer enhebraba su voz desde un misal ácrata salido de miles de historias como ésas, pero la de la Patagonia le pertenecía. Cuando esta historia pasa al cine, Héctor Alterio encarna un militar que esboza un rápido gesto de asombro en el momento en que los estancieros del sur festejan su hazaña siniestra, “¿Qué hice?”. Año 1974. La distancia entre las conciencias destinadas y ese ramalazo de incerteza en el represor, nos muestran al Bayer novelista, al Bayer educado en la alta literatura alemana. Sobre algún estante de su desordenada biblioteca de la casa de Núñez, una esquina percudida en un barrio porteño, tenía un retrato de Thomas Mann.