En el completo balance industrial firmado por Ezequiel Boetti y publicado en estas mismas páginas hace algunos días se llegaba a algunas conclusiones respecto del presente y se aventuraban algunas conjeturas sobre el futuro del negocio del cine en la Argentina. En principio, todos los distribuidores independientes consultados para la ocasión coinciden en que las condiciones para adquirir los derechos de explotación y estrenar largometrajes “de riesgo” (europeos, asiáticos, latinoamericanos y un largo etcétera off Hollywood; o bien, a grandes rasgos, eso que todavía sigue llamándose cine de autor) son cada vez más complicadas y arriesgadas en términos económicos. A ello se le suma un problema de larga data que, año tras año, vuelve a repetirse con ligeras variaciones: la falta de salas atractivas para todos aquellos títulos que no estén blindados por un lanzamiento masivo de cien, doscientas, trescientas o incluso más copias. Un efecto tapón que hace que, en muchas ocasiones, películas ya anunciadas y promocionadas con avisos y afiches callejeros deben dejarse caer tres días antes del estreno, generando a su vez un efecto embudo en las semanas subsiguientes. Los cambios en los hábitos de los espectadores, cada vez más atados a la soledad del streaming, y la adquisición de plataformas populares como Netflix de títulos que antes eran dominio de las distribuidoras más cinéfilas dibujan un esquema de consumo complejo, que está rompiendo velozmente usos y costumbres que marcaron el negocio durante décadas.

El cine, sin embargo, sigue vivo, y la puesta en marcha de largometrajes, series televisivas y formatos híbridos durante las últimas dos décadas –en coincidencia con el paso de mando de los formatos analógicos a los digitales– no ha hecho más que crecer de manera exponencial. En otras palabras, la cantidad de títulos que se producen cada temporada a lo largo y ancho del mundo duplica o triplica la de aquellos que lograban financiarse a finales del siglo pasado. El hecho indiscutible de que sólo un porcentaje pequeño de esa ingente masa filmográfica llega a la centenaria (y oscura y comunitaria) sala de cine es un corolario lógico en un mercado pequeño como el argentino, aunque la tendencia a la falta de diversidad de la cartelera también está ligada a otras cuestiones de tipo numérico, más económicas y menos matemáticas. Si en el país hay en existencia unas 900 pantallas, ¿qué posibilidades tiene una película como Western de llegar a su posible público si Los increíbles 2 acapara de un saque, en el jueves de su estreno, un total de 522? Es decir, el 58 por ciento del espacio disponible. Podrá pensarse que el film de la alemana Valeska Grisebach no comparte espectadores con la superproducción animada dirigida por Brad Bird y se estará en lo cierto, pero si a la ecuación se le suma la enorme masa de películas argentinas (cerca de 200 por año) en lucha salvaje por lograr un lugar en el tablero, la conclusión no puede ser sino la siguiente: los estrenos independientes, los locales e incluso aquellos de origen estadounidense sin estrellas ni lanzamiento masivo detrás deben contentarse con una porción ínfima del queso.

3 anuncios por un crimen, de Martin McDonagh, parte del cine indie estadounidense.

Lucha desigual

A pesar del diagnóstico aciago (y siguiendo la vieja máxima popular), puede afirmarse que, en líneas generales, el que busca, encuentra. Al menos algo. Al menos en ciertas ocasiones. El año que termina arrancó con los mega tanques Coco (la segunda película más vista en 2018) y Jumanji: en la selva, pero también con los lanzamientos de la notable 120 pulsaciones por minuto, el film del francés Robin Campillo protagonizado por el argentino Nahuel Pérez Biscayart, y la oscarizada 3 anuncios por un crimen, el film de Martin McDonagh que forma parte de ese cine producido en los Estados Unidos al cual, todavía, se sigue designando como indie. Doce meses más tarde, la temporada termina con el estreno de Bumblebee, enésimo ejemplo de franquicia exprimida al máximo con secuelas, precuelas, reboots, spin-offs y títulos paralelos de universos siempre en expansión, pero también con la llegada a las pantallas de cine locales de 3 rostros, el más reciente largometraje de Jafar Panahi, ejemplo extremo de la necesidad de hacer cine incluso en situaciones literalmente adversas (el director de El círculo y Offside continúa siendo un paria para la industria cinematográfica iraní y sus películas no pueden estrenarse allí ni el artista cruzar las fronteras del país).

El film de Panahi llega a la cartelera de la mano de Zeta Films, una de las distribuidoras locales que más acérrimamente defienden la selección de su librería de títulos a partir del gusto cinematográfico. Hace apenas algunas semanas fue la responsable de estrenar El libro de imagen, el más reciente experimento audiovisual de ese eterno experimentador llamado Jean-Luc Godard, una película extremadamente “difícil” en términos de explotación comercial que, por otro lado, pierde una parte de su potencia visual y sonora cuando no se la aprecia en una sala de cine (el trabajo con la mezcla de sonido, en particular, resulta particularmente inmersivo). Meses antes, la empresa dirigida por Carlos Zumbo logró encontrar salas para exhibir La Ciambra, la película del italoamericano Jonas Carpignano que vuelve a recorrer los caminos neorrealistas en un retrato de una comunidad marginal de Calabria y su relación con la creciente inmigración africana contemporánea. Poco después de la finalización de la 20° edición del Bafici, la distribuidora Mirada –que suele alternar títulos muy codiciados por el cinéfilo duro con otros europeos más comerciales– lanzó en algunas pocas salas una de las mejores películas del año, la rumana Pororoca, retitulada aquí con el algo genérico título de La desaparición.

Los resultados en taquilla no fueron favorables y el caso del film de Constantin Popescu es un claro ejemplo de cómo el resultado comercial de un producto de estas características –una cinematografía poco conocida por el gran público, una temática dura (el secuestro de una y las consecuencias personales que acarrea el hecho), una duración de más de dos horas– pueden decidir el futuro lanzamiento de películas del mismo origen. Un ejemplo comparable es el de Dovlatov, del ruso Aleksey German (hijo), sorprendente porque parte del transitado territorio de la película biográfica –en este caso, basada en la vida del vapuleado escritor Sergei Dovlatov– para trazar una extraña y, por momentos, onírica pintura de la opresión en la Unión Soviética de los años 70, con el “deshielo” cultural nuevamente en estado de congelamiento total. Incluso a un film absolutamente accesible en términos narrativos y temáticos como Verano 1993, la sensible y emotiva ópera prima de la catalana Carla Simón, no le resultó sencillo encontrarse con su posible público: la película fue estrenada el mismo jueves en el que Avengers: Infinity War arrasó con las salas de los complejos multipantalla y más allá, tanto en la ciudad y la provincia de Buenos Aires como en el interior del país.

Coco fue el primer tanque en arribar durante este año.

Idiomas originales

Un breve repaso de otros títulos europeos de relieve, que no pasaron inadvertidos en ninguna de las listas de “las mejores del año” que arrecian en revistas especializadas, sitios web y redes sociales durante estas épocas del año, no puede dejar de lado largometrajes como Transit, de Christian Petzold –junto con la ya citada Western, uno de los pocos films alemanes estrenados comercialmente en la temporada 2018–; Llámame por tu nombre, del italiano Luca Guadagnino; Jeannette: la infancia de Juana de Arco, el extrañísimo musical del francés Bruno Dumont; la nueva incursión en el pasado de Polonia de Pawel Pawlikowski, Cold War; y El ornitólogo, último largometraje del realizador portugués João Pedro Rodrigues, quien estuvo de visita en Buenos Aires hace algunas semanas presentando una retrospectiva completa de sus largometrajes en el marco de la 6° Semana de Cine Portugués. Pero por cada título parido en el Viejo Continente que pudo hacerse de un espacio en las salas de cine existe una infinidad de películas que nunca estuvieron ni cerca de lograrlo, exceptuando dos o tres pasadas en los dos festivales de cine más importantes, el Bafici y el de Mar del Plata, o bien en alguno de los mini festivales y ciclos de cine organizados por embajadas e instituciones (el Festival de Cine Alemán, la Semana de Cine Italiano, Les Avant-Premières, la Semana de Cannes, el Festival de Cine Polaco, el DocBuenos Aires y el FIDBA, entre muchos otros) o pantallas como la Leopoldo Lugones, el Malba o Bama Cine. Por caso, dos películas que están disponibles o lo estarán pronto en los menús de Netflix –Lazzaro feliz, de la italiana Alice Rohrwacher, y Girl, del belga Lukas Dhont– pudieron haber tenido un estreno en pantalla grande gracias al interés de distribuidores independientes, pero las negociaciones con la empresa de streaming no resultan nunca sencillas y no arribaron a buen puerto.

La gran excepción a esa regla no es otra que Roma, la más reciente película del mexicano Alfonso Cuarón, que a pocos días de su lanzamiento global en la plataforma logró ser proyectada en un puñado de salas con entrada gratuita o bien a precio reducido. Se trató, sin dudas, de un caso excepcional, ya que el propio Cuarón estuvo involucrado a nivel personal en un intenso lobby para que la reconstrucción del México de su infancia pudiera verse y oírse en condiciones de exhibición óptimas. Habrá que ver qué ocurre el año que viene con otra apuesta de prestigio de Netflix, The Irishman, la esperada nueva película de Martin Scorsese. Si la N gigante relaja sus condiciones y apuesta a un estreno simultáneo en salas de cine de ciertos mercados, es muy probable que Marty se pasee en mayo de 2019 por las playas de Cannes, con la copia de su nueva producción debajo del brazo. En cuanto al cine del continente americano producido al sur del Río Bravo que llegó a presentarse en la cartelera argentina (en muchos casos, estrictamente porteña), merecen especial mención la extraordinaria exploración de la religiosidad y la cultura popular de la República Dominicana en la que se embarcó el director Nelson Carlo de Los Santos Arias, Cocote. La chilena Dominga Sotomayor dijo presente en la Lugones con su nuevo film, Tarde para morir joven, al tiempo que recorría una gran cantidad de festivales internacionales, y hace apenas algunas semanas logró estrenarse una película de una cinematografía que da señales de vida cada tanto: la paraguaya. Las herederas, que tuvo su premiere mundial en la Berlinale, marca el inicio de una filmografía, la del realizador Marcelo Martinessi, que habrá que seguir de aquí en más.

En el caso del cine estadounidense, que sigue siendo amo y señor de casi todos los mercados del mundo, incluido el argentino, el año 2018 estuvo marcado por producciones taquilleras (algunas notables en términos artísticos, como la nueva entrega de la saga Misión imposible) y el interminable desfile de secuelas, reversiones e hibridaciones de los universos Marvel y DC Comics, además de los consabidos films infantiles, los buenos, los malos y los horribles. Desde luego, también hubo lugar para el cine de grandes autores como Paul Thomas Anderson, que estrenó una de las mejores películas de su carrera, El hilo fantasma, o para una realizadora debutante (en solitario) como Greta Gerwig, que gracias a la delicada y sorprendente Ladybird demostró que, de ninguna manera, se trataba de un berretín o un capricho pasajero (el estreno en 2019 de una nueva adaptación de Mujercitas, escrita y dirigida por la californiana, no hace más que demostrarlo). Veteranos de la industria como Steven Spielberg regresaron en gran forma con películas como The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (y, en menor medida, con la versión cinematográfica de la novela Ready Player One) y el francotirador con coqueteos hollywoodenses Spike Lee volvió a su mejor cine político con El infiltrado del KKKlan.

El cine de terror estuvo presente, como suele ser la costumbre, en líneas generales con títulos muy poco relevantes o, en el mejor de los casos, apenas potables. Una de las notables excepciones fue la gran Hereditary, lanzada con el título El legado del Diablo, una personal relectura de cierto cine de horror físico y psicológico de los años 70. Otro actor de raza devenido cineasta, John Carroll Lynch, dirigió al enorme Harry Dean Stanton en su despedida del cine, Lucky, y Wes Anderson volvió a demostrar su maestría en el terreno de la animación stop motion con la bellísima Isla de perros, afortunadamente estrenada en su(s) idioma(s) original(es), el inglés y el japonés. El del doblaje al español, cada vez más presente en las copias de estreno de películas “para adultos”, es un tema para discutir en futuros balances, una tendencia que no deja de crecer y que, en poco tiempo, tal vez deje de ser la excepción que solía ser y se transforme en regla. En Twitter, un cinéfilo se quejaba –con toda la razón del mundo– de que los avances del nuevo largometraje del casi nonagenario Clint Eastwood se escuchaban en español neutro. La mula se estrenará aquí en algunos días, el jueves 3 de enero, por lo que seguramente formará parte del repaso del año entrante. A la hora de los deseos de Año Nuevo, ojalá 2019 encuentre a los cinéfilos unidos, más diversificados y en idioma original con subtítulos.

La notable 3 rostros, de Jafar Panahi, llegó a fin de año a la cartelera.