Más rápido y más furioso, parece haber sido la máxima de los realizadores de esta secuela que transcurre, en coincidencia con el paso del tiempo en la vida real, seis años después de los acontecimientos de Ralph El Demoledor. El villano del videojuego de 8 bits “Fix-it Felix” y su amiga Vanellope, la rebelde del arcade “Sugar Rush”, son ahora mejores amigos en el universo del salón de juegos, marco anacrónico que le brindaba a la película original una parte sustancial de su gracia. Como el título original lo indica y el local apenas lo insinúa, la aparición de una nueva consola con conexión a Internet (y un accidente/excusa en la trama) dispara al dúo desparejo a las inmensidades de la red de redes, un vasto cosmos abierto a millones de posibilidades, tanto narrativas como comerciales. Hay aquí en disposición una ingente cantidad de logotipos, desde gigantes online como eBay y Google –que aparecen en pantalla matando dos pájaros de un tiro, esto es, cumpliendo una lógica dramática al tiempo que publicitan sus bondades– hasta otros productos de la compañía Disney, incluidos sus parques temáticos, ejemplo engrasado y pulido de sinergia empresarial.

Rapidísimo y furioso es el juego online e interactivo del cual queda inmediatamente prendida la pequeña Vanellope, lo cual resulta lógico: el hiperrealismo y velocidad de esas carreras en poco y nada se parecen a las previsibles pistas que atraviesan su mundo original. A Ralph poco parece apetecerle el peligro, deseoso de encontrar el cripto–dinero necesario para reestablecer el orden original y regresar a casa a disfrutar de la rutina. Más allá de la misión central y del verdadero conflicto entre los protagonistas, que llegará recién para el tercer acto, el guión del realizador Phil Johnston y Pamela Ribon establece una sucesión de escenas con arranque, nudo y desenlace propios, como si se tratara de distintas etapas a completar en un juego de aventuras, al mismo tiempo bendición y problema: si bien ese diseño evita los pantanos de la repetición es difícil no sentir el recorrido como una línea recta con ligeros desvíos. La construcción de los gags (varios de ellos pensados puntualmente para la platea acompañante, la adulta) es usualmente práctica y funcional, aunque más de un chiste ligado a las aplicaciones y soportes quedará viejo dentro de muy poco tiempo.

Menos coyunturales resultan algunas de las ocurrencias no tecnológicas, como el conciliábulo de princesas Disney con habilidades especiales, aunque allí también se siente su carácter derivativo: Shrek y su parodia del mundo de príncipes y princesas ya recorrió esos mismos caminos hace casi dos décadas. En cuanto a la aparente “crítica” del uso de las redes sociales y la obsesión actual por lo que podría bautizarse como “la banalidad de los videos online”, el film nunca termina de castigarlos, lógica ambivalente que permitirá que los héroes logren su cometido (nunca, por otro lado, hay que escupir para arriba). El ritmo trepidante no permite que el tedio llegue a anidar en el relato, pero Wifi Ralph se siente como una versión demasiado ruidosa e innecesariamente al palo tanto de la película original como del universo mucho más delicado de la trilogía Toy Story, modelo transparente del cual surgen estos personajes y su mundo. Eso sí, con un despliegue visual último modelo y las voces (en la versión original) de John C. Reilly y Sarah Silverman, vehículos ideales para las frases humorísticas de una línea, tanto las irónicas como las sensibles. El resto es la vieja amistad, con su placeres y dolores, punto de partida para uno de los más viejos trucos del Tío Walt: la moraleja.