1.

Que a los treinta y cinco años sus padres la quisieran obligar a compartir unos días de  vacaciones le resultaba inadmisible. Que no pudiera negarse la hacía sentir devastada. En el último llamado telefónico le dejaron claro que si no aceptaba esa propuesta alguno de ellos –en el peor de los casos su madre– volvería de inmediato y se instalaría en su departamento.  No encontró manera de convencerlos de que no corría ningún riesgo. No era cierto que “el edificio podía haber volado en mil pedazos”, como les había dicho no sabía qué vecina. Rosalía no lograba entender cómo se las arreglaba su madre para tener informantes en cualquier lugar y circunstancia. En el colegio, entre su grupo de amigas, en el club, siempre había alguien que le llevaba el cuento que fuera. Llegó a pensar que alguna noche, sin que ella se hubiera dado cuenta, su madre le había hecho meter un chip en cierto lugar del cuerpo para monitorear cada uno de sus movimientos. Lo buscó en vano al mirarse desnuda en el espejo del baño, después de ducharse. Cuando Rosalía le dijo que dejaba la facultad, su madre no se sorprendió y hasta estuvo de acuerdo: “Para qué vas a seguir yendo si te quedás dando vuelta por los pasillos y ni siquiera entrás al aula”.  ¿Cómo supo? ¿Quién le dijo? Era cierto que Rosalía no entraba al aula, le daba terror pasar la puerta. Le transpiraban las manos, le faltaba el aire. Pero no se había atrevido a contárselo, temía que su madre le dijera lo que le había dicho tantas veces: “¿Es lo mejor de vos que tenés para dar, Rosalía?”. Esa era su muletilla preferida. “¿Es lo mejor de vos?” Y Rosalía no tenía la menor idea de qué era lo mejor de ella.

2.

Ahora, como en tantas otras ocasiones, su madre supo antes de que ella le contara. “¿Qué vecina, mamá?” “¿Por qué una vecina mía tiene tu teléfono?” “¿De dónde sacó que el edificio podría haber volado por los aires?” Su madre no contestó, se limitó a dar órdenes: “Vas a la terminal de ómnibus y tomás el primer micro que te traiga. Si no estás acá dentro de las próximas veinticuatro horas, nosotros salimos para allá”. Acá, era para su madre un chalet que tenían en la costa, donde solían pasar parte del verano. Allá, Palermo, frente al botánico, el departamento en el que Rosalía vivía sola desde hacía cinco años, cuando su madre se convenció de que ningún hombre la sacaría de la casa familiar. Esa era otra de sus muletillas: “Así no vas a conseguir novio”. Y Rosalía en eso coincidía con su madre, porque la idea de tener un novio la ilusionaba pero la aterraba al mismo tiempo, tanto como entrar al aula de la facultad.

Fue por el gas. Rosalía estaba convencida de que las dos veces fue por culpa del gas. Antes y ahora. “Y lo peor es que no hay dos sin tres”, dijo su madre cuando ella trató de explicarle por teléfono. Aquella primera vez Rosalía insistió que no hubo voluntad de matarse sino de dormir. Su madre no le creyó. “Rosalía se quiso suicidar”, ese fue el mensaje que le mandó a la analista de su hija la mañana que la encontraron tirada en la cama, llena de pastillas y le hicieron un lavaje de estómago. No la llamó, no le pidió una cita para hablar de Rosalía o una sesión familiar que incluyera a su padre. Sólo el mensaje. Ella se enteró porque se lo mostró la analista en la pantalla del teléfono. Y le pidió que le contara qué había pasado. Rosalía le contó y la analista le creyó. Eso le dio alivio. Pero sus padres se negaron a seguir pagando las sesiones “con un profesional que te deja al borde de la muerte”. Así que fue dos o tres veces más, y ya no pudo seguir yendo. Aquel mensaje: “Rosalía se quiso suicidar”, no había sido en realidad una advertencia para que evaluara el riesgo, sino que se trataba de un mensaje conminatorio –típico mensaje de su madre– que significaba: “No te creerás que te seguiremos pagando tus honorarios después del error cometido”. No les importó que Rosalía dijera una y otra vez que fue por el gas. Como lo es ahora. Sus padres no pudieron entenderlo.

 

3.

El tema del gas había empezado casi un año antes. Nadie en el edificio sabía quién había hecho la denuncia: un propietario, un inquilino, un repartidor, personal de mantenimiento, un peatón que al pasar por la calle sintiera olor. Y una vez hecha la denuncia por pérdida en la compañía de gas, rehabilitar el suministro –por más que se cumplieran todos los pedidos de reparación– podía llevar meses, incluso años. Rosalía pensaba que el anónimo delator habría sido una mejor persona si hubiera llamado al portero, si hubiera hecho la queja ante el administrador del consorcio. Pero no, eligió el peor camino, el menos solidario.  La denuncia los dejó sin posibilidad de nada. Porque una vez que el inspector y la cuadrilla entraron al inmueble ya no importó qué caño perdía. La compañía de gas tomó el edificio completo. De la planta baja al último piso. Y revisaron hasta los ascensores. La pérdida era en la planta baja, en la entrada de los autos. Ahí estaba el punto donde se concentraba el olor a podrido. A huevo podrido. En realidad el gas natural no huele, eso lo aprendió Rosalía en tantos meses de obsesión por la falta de gas. Aprendió eso y mucho más. Se convirtió en experta en gas. Leyó todo lo que pudo, aprendió, investigó. Desde cuestiones esenciales como que el gas natural es inodoro pero huele mal porque se le agrega un producto para que los usuarios puedan detectar un escape, hasta cuestiones técnicas como que la última etapa en la rehabilitación de un edificio es la prueba de hermeticidad.  

De inmediato se confirmó que el escape se originaba en la entrada a la cochera. Pero no se conformaron con eso. “Los del gas son sádicos, tanto olor a cosa podrida les debe hacer mal”, le dijo Rosalía a su psicóloga en una de aquellas sesiones luego interrumpidas. No se contentan con haber detectado la pérdida que originó la denuncia, sino que van por más. Departamento por departamento. El edificio donde vivía Rosalía era antiguo, un edificio coqueto, buscado por las inmobiliarias, pero con los inconvenientes de cualquier inmueble que tuviera tantos años. Cada departamento estaba adaptado a las normas impuestas por la compañía de gas vigentes al momento de la última reforma que se le hubiera hecho. El de Rosalía era un departamento impecable. Sus padres se lo habían regalado cuando cumplió treinta años, asumiendo que sería muy difícil que se casara y que ya tenía edad para vivir sola. Edad pero no autonomía, ni mucho menos plata. Rosalía no había podido sostener un trabajo más allá de unas pocas semanas. No sólo las clases en la facultad le hacían transpirar las manos,  también cada vez que intentó trabajar. Su padre movía contactos, hablaba con amigos, conseguía vacantes,  y ella después se quedaba dando vueltas a la manzana porque le aterraba entrar. Así que un día su madre tomó la decisión: “Si esto es lo mejor que tenés para dar, no hagamos que tu padre siga quedando mal con sus relaciones. Nos va a salir más barato pagar los gastos para que vivas sola.”. Así fue que Rosalía se separó levemente de ellos, aunque el control siguió vigente puertas afuera. Le daban lo justo para vivir y para algunos gastos extra sólo si ellos los consideraban necesarios. La cuota de un gimnasio “que no te luce”. La analista, mientras creyeron que hacía bien su trabajo. Una decoradora que dejó el departamento de Rosalía al gusto de su madre.

Los del gas pasaron por su departamento y le dejaron un papel amarillo con las fallas que encontraron. Ahí empezó el verdadero asunto. Primero buscar gasista. El administrador del consorcio propuso el mismo que reparó la pérdida de la cochera, el encargado del edificio recomendó otro y su madre le mandó el suyo. Rosalía en un acto de rebeldía rechazó el gasista de su madre, hizo tatetí entre los dos restantes y contrató el que proponía el encargado.  Al principio pareció una buena elección, la mayoría de los vecinos habían contratado al otro así que el elegido por Rosalía tenía más tiempo para atender su caso. Pero con el correr de los meses quedó claro que era un estafador de poca monta. Después de varios rechazos parecía que el problema del edificio y de la mayoría de los departamentos estaba solucionado; el inspector hizo las pruebas en la entrada a la cochera y le dieron gas al edificio y a  casi todos los departamentos. Menos a los que había revisado el gasista que propuso el encargado. Rosalía se desestabilizó con la noticia. “¿Por qué todos sí y yo no, si lo único que había que hacer en mi departamento era cambiar la rejilla de ventilación?” En la nueva planilla de inspección agregaron que faltaban planos de la instalación, algo que nunca antes habían pedido. A los otros propietarios no les habían exigido planos, sólo a ella y un par de departamentos más. “¿Por qué?”, insistió con el gasista. “No busque explicaciones, esta gente es así.  Mañana viene otro inspector y pide otra cosa. Es como cuando la para un agente de tránsito en una esquina y le pide los documentos. Aunque usted tenga todo en regla, a las pocas cuadras lo puede parar otro y pedir más”. Rosalía mandó a hacer los planos que pagó su padre. Unas semanas después volvió el inspector, otro inspector, y pidió la prueba de hermeticidad. El gasista la hizo y le aseguró a Rosalía que esta vez no habría problemas. Volvieron a pedir la inspección. Vino el inspector, otro inspector que escribió en el papel amarillo “falta ajustar caños externos con precintos”. “¿Por qué me pide eso a mí si son caños del edificio? Que se lo pida al consorcio”, se quejó ella. “No despierte la perdiz que si le vuelven a cortar al consorcio los vecinos la van a odiar”, le advirtió el encargado. Y Rosalía no quería que la odiaran. El gasista no podía poner los precintos porque era un trabajo en altura y recomendó a un “silletista”. También aprendió eso, que un silletista es un hombre que se sube a una silla para hacer trabajos en altura. Y que se debe  contratar un seguro por si se cae. Eso y tantas otras cosas aprendió en meses y meses de convivir con el problema del gas. Hasta podía repetir de memoria la definición de gas natural que aparece en Wikipedia. Que las reservas probadas alcanzan para 50 años más. Que la combustión produce el efecto invernadero. Que el centro de atención al cliente más cerca de su casa está a diez minutos a pie. Que según el manual del usuario “antes de finalizar la comunicación, el operador telefónico del CCAU indicaraì el número de reclamo asignado”.

Después del silletista volvió el inspector. Otro inspector. Y dijo que todo estaba en condiciones para pedir el nuevo medidor. Rosalía abrió un Cabernet y brindó con el gasista y el encargado. Pero cuando unas semanas después vinieron con el nuevo medidor, los caños no coincidían con el nuevo formato y se lo llevaron de vuelta. Fue un golpe mortal para Rosalía. Llamó al gasista a los gritos, él se defendió: “¿Sabe lo que pasa? Esta gente quiere plata, hay que estar cuando va el inspector, semblantearlo y tirarle unos mangos. Si no, esto no se termina más”. A Rosalía no le gustaba coimear a nadie pero sus nervios le exigían una resolución. Su madre ya le había comprado pava eléctrica, horno eléctrico, estufas eléctricas, anafe eléctrico. Pero ella se resistió a instalar un calefón eléctrico y el agua fría la estaba matando. Quería tener gas como el resto del edificio. Juntó un dinero y se lo dio a su gasista que se ofreció para hacer él mismo “la tarea sucia”.  Esperó la nueva inspección pero cuando llegó el inspector, el gasista y su plata no aparecían por ninguna parte. Ella intentó echarlo con cualquier excusa, y que volviera cuando estuviera el gasista. Discutió con el inspector en la entrada del edificio, a los gritos. Llamó al gasista innumerables veces pero tenía el teléfono desconectado. Siguió gritando. Llamaron a la policía. Se encerró en su cuarto y tomó un ansiolítico para tranquilizarse. Después otro,  otro más y otros. Nunca se enteró que ese mismo día le dieron el gas. Ni que el gasista se quedó con su plata. Cuando su madre la trajo al departamento después del lavaje de estómago le preparó un té en la hornalla de gas y ella se puso a llorar de la emoción ante la llama.  “¿Esto es lo mejor que tenías para dar, Rosalía?, ¿suicidarte por un problema doméstico?” Ella le explicó que no quiso suicidarse, que solo quiso volver a la calma y dormir, dormir, y seguir durmiendo. Pero ese día no la irritó que su madre no le creyera porque al fin tenía gas.

 

4.

Tomó el primer micro que consiguió. Su padre la esperaba en la terminal. “¿Será posible, hija?” “Fue por el gas papá”. Otra vez había sido por el gas, como cuando le lavaron el estómago. Dos días antes del nuevo episodio, estaba volviendo del gimnasio y cuando entró al edificio vio a un empleado de la compañía de gas. Temió lo peor, que otra vez se le cortaran el suministro a ella. Se acercó y le preguntó qué hacía ahí. El hombre no le contestó. Rosalía empezó a los gritos, el encargado trató de calmarla, le dijo que venía para otro departamento. Pero ella no le creyó. Subió corriendo al suyo, abrió las hornallas y esperó que saliera el gas. Salía y se alivió. Se quedó controlando que no se lo cortaran, sin moverse, sentada frente a la hornalla abierta. La cocina se llenó de olor a huevo podrido pero no le importó. No le importó nada de nada, sólo que el gas siguiera saliendo. Hasta que se desvaneció. Luego no recuerda nada, sólo que un médico que trajo el encargado del edificio la revisaba en el sillón del living, las ventanas del departamento abiertas de par en par. Y el llamado de su madre desde su casa de la costa. No le quedó más remedio que aceptar sus órdenes. Allí estaba otra vez, veraneando como cuando era adolescente. En casa que detesta, en esa playa que detesta, junto a esos padres que –Dios la perdone– detesta.

El día se le hizo muy largo. Bajó a la tarde a caminar por la playa, cuando ya casi no quedaba nadie. Se sentó en un médano a mirar el mar. Unos minutos después, un hombre se sentó cerca de ella con un libro. Leyó un largo rato en silencio.  A Rosalía le empezaron a transpirar las manos. Él le pidió fuego pero ella no fuma. El hombre sonrió, tenía la mejor sonrisa que haya visto nunca. “Mejor, me ahorrás nicotina en los pulmones”, dijo él. Y se acercó para mostrarle el libro que leía. Le dijo que si quería cuando lo terminaba se lo prestaba. “¿Nos vemos mañana a esta hora por acá?” Ella dijo que sí. Transpiraba toda, no solo las manos. Subió al departamento excitada, se encerró en el cuarto. Bailó frente al espejo.

Esperó con ansiedad que fuera el atardecer del día siguiente. Creyó que lo ocultaba bien porque su madre no hizo ningún comentario.  A la hora pactada bajó a la playa. Él estaba allí. Le dio el libro, le dijo que lo había terminado la noche anterior pensando en ella. Y que no hacía falta que se lo devolviera. Que era un regalo. Rosalía se emocionó, se le llenaron los ojos de lágrimas y para disimular le dijo que la conmovía el atardecer frente al mar. Él le dijo que si la conmovía el atardecer, “el amanecer con el sol saliendo entre las olas te va a enamorar”. Y ella, que ya se sentía enamorada, sonrió. No quiso pensar en su madre, en si ese hombre le gustaría para ella, ni en la transpiración que le recorría el cuerpo, mucho menos en el episodio del gas que la había traído hasta esa playa. Trató de concentrarse en ese hombre y en el mar que estaba frente a ellos.  Fue entonces que él se alejó a encender un cigarrillo al reparo del viento. En ese momento entró un mensaje en el celular que había dejado junto a ella, en la toalla donde se sentaron los dos, juntos, muy cerca. “Creo que es hora de que Rosalía vaya subiendo”, vio iluminarse en la pantalla. No entendió el mensaje. ¿Quién le hablaba de ella? Miró el nombre y no se dio cuenta en ese instante, o no quiso darse cuenta. Ella la tiene registrada en los contactos como “mamá”. Su nombre y su apellido de soltera la confundieron unos segundos. Hasta quela confusión se disipó y le pareció que el corazón le iba a explotar. Él volvió con el cigarrillo encendido. Le ofreció una pitada. Ella, con la vista clavada en el horizonte, no respondió. “Que belleza, ¿no?”, dijo él y miró el celular. “¿Te parece que vayamos yendo?” Le propuso. Ella se levantó como un resorte y caminó hacia la ruta.

 

5.

No lloró, no tomó pastillas, sólo esperó. Otra vez fue al gas. Esperó a que sus padres se durmieran. Fue a la cocina, abrió las hornallas –incluso la del horno– y aguardó hasta sentir el olor a huevo podrido.  Entonces se fue. Cruzó la ruta, caminó por la playa a oscuras. Caminó esperando el amanecer.