El artista como antropólogo es un modelo que explica la obra de Hernán Dompé pero que, sin dudas, no la agota. El arte, en esa condición intermedia entre la ciencia y el mito que describió Levi-Strauss, es un poderoso productor de metáforas del conocimiento. Cuando, en 1980, Hernán Dompé viajó a México y a Perú junto con un grupo de arqueólogos, el contacto con el arte del continente americano no sólo lo maravilló por la belleza y la armonía de sus formas, sino por la evidencia de que esas obras habían sido creadas totalmente inmersas en su contexto social. Tanto los sitios monumentales y la arquitectura religiosa como los utensilios que la comunidad entera compartía. El arte de la antigüedad partía de un sistema único de metáforas en las que ética, religión y estética eran funciones indisolubles. 

Como señaló Lucy Lippard en su libro Overlay. El arte contemporáneo y el arte de la prehistoria, la actitud del artista contemporáneo no es la de compartir un repertorio de imágenes con la prehistoria, sino un intento por desandar la condición del “arte por el arte” impuesta por la modernidad. Desde los años sesenta, muchos artistas internacionales se volvieron hacia la antigüedad como inspiración y estímulo ante la aguda insatisfacción que les provocaba la sociedad contemporánea y el sistema mercantil que rige el arte. Esta apropiación, este encuentro entre el arte contemporáneo y la prehistoria –señala Lippard–, se produce en el cruce entre colectivismo y conceptualismo.

A principio de los ochenta, con el retorno de la democracia en la Argentina, un verdadero “arte de la resistencia” comenzó a desarrollarse en la obra de los artistas que descreían de la muerte de las ideologías anunciadas por el discurso posmoderno. El intento de recrear ese colectivismo perdido estaba cifrado en la reconstrucción de las instituciones democráticas, pero también en la identificación con las imágenes anteriores a la escisión que la historia había producido. En este sentido, Dompé comienza a trabajar en una recuperación de los símbolos arcaicos tanto en su relación con el inconsciente colectivo como con el suyo propio. “Acumulo lo que encuentro”, declaraba Dompé a principios de los noventa, en la revista Artinf. “Una pata de silla, una herradura, restos de un arado; después –cuando los retomo– ellos mismos me marcan un camino que coincide con mi interioridad.” 

Su obra propone un doble juego con el objeto encontrado: el azar propio del surrealismo sumado a la intención consciente de hallar los significados de las formas. Del mismo modo que el pensamiento salvaje, interpreta a la naturaleza como un universo de signos. 

Muchos de los materiales descartados y de los objetos que acopió el escultor pasaron a formar parte de sus tótems. El tótem, en las antiguas creencias religiosas americanas, era un animal o un vegetal venerado como ancestro de la comunidad. Se lo consideraba el enlace entre el cielo y la tierra y encarnaba el conocimiento de las fuerzas naturales que el hombre buscaba entender y propiciar. Como sus modelos históricos, los tótems de Dompé son –en su enigmática e indescifrable presencia– testigos de una sabiduría que la ciencia no puede explicar. Tallados en bloques de madera, coronados por piedras, amordazados por tientos, estas figuras encierran simbologías arquetípicas que trascienden las localizaciones geográficas de las culturas. También las barcas –con sus jirones de madera carcomida por el agua, el fuego y el tiempo– remiten al viaje, al pasaje de la vida a la muerte, motivo presente en diversas mitologías.

Tanto en las barcas como en los tótems, es el propio material el que sugiere al artista la matriz constructiva de las obras. A partir de esta identificación formal, se concentra en modificar el fragmento en un juego astuto –en ocasiones humorístico– de reconocimiento-ocultamiento de la procedencia de los objetos. Como un bricoleur, se vale de elementos ya hechos (como clavos, llaves, charnelas, cadenas, herrajes), a los que ensambla en una operación de maquillaje que el espectador se complace en descubrir. El color siempre tuvo vital importancia en la obra de Dompé. A veces es sólo un pigmento puro espolvoreado sobre la superficie de la madera, y otras, el propio tono del material cuidadosamente elegido por sus matices cromáticos. Mármoles verdes, rosados, de tenues vibraciones lumínicas, exhiben la fascinación del escultor por el misterio de la belleza de la piedra. Misterio que reside en el tiempo.

En su exposición Los guerreros del agua regia (Galería Maman, 2003), Dompé siguió e indagando en el vocabulario particular que configurara a fines de los años ochenta. Sin embargo, ese repertorio ha cobrado una narratividad ajena a los tótems hieráticos de su primera producción. Apenas se ingresaba a sala, la luz conduce a leer en clave teatral ese conjunto de esculturas que parecen dialogar entre ellas y, por supuesto, con el público. El disparador temático de la muestra fueron los atentados a las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. No obstante, las numerosas alusiones a sagas míticas o legendarias ponen el foco en la guerra como fenómeno inherente a la condición social del hombre.

Estas obras parecen mostrar cómo la lucha por el poder y la violencia son situaciones arquetípicas que permiten caracterizar a la guerra como un verdadero “estado de conciencia”. La voluntad de someter al otro no es sino la lucha por someter al enemigo propio, ese que nos carcome desde nuestro interior. Lo que está en juego, entonces, es la lucha con el sí mismo –como lo caracterizara Carl G. Jung–, la búsqueda de la unidad interior. Históricamente, la literatura ha plasmado las tragedias de la guerra; tanto en los inspirados versos de la Ilíada como en las sagas germánicas o mesopotámicas se comprueba el valor de las palabras bellas para conjurar el horror.

“Las cosas más espantosas se pueden hacer de la manera más bella. Yo trato de mantener mi estética”, señaló Dompé. Guerreros y centinelas despliegan sus presencias feroces ayudados por las sombras que proyectan sus siluetas punzantes. Munidos de vibrantes armas para la lucha, sus atuendos de rayo y filo no ocultan el temor de sus almas, que el humor del artista deja en evidencia. Es el caso de Centinela de la tormenta, que con su cabellera de rayos y ojos desorbitados de tornillos nos enfrenta temerario con un patético escudo de tapa de cacerola. Reconocer los objetos, sin dudas, relaja la tensión y enternece los duros corazones de estos guerreros legendarios. Otros guardianes son bifaces y rompen su solemnidad bélica con veladas sonrisas o gritos sobreactuados a sus propias espaldas. Toda ostentación tiene su reverso patético.

Así como el Neolítico implicó un horizonte de desarrollo social, tecnológico y económico común a muchas regiones del planeta, las obras de Dompé parecen decirnos que, en breve, la guerra también lo será.

María José Herrera: Historiadora del arte y curadora. Fragmento extraídos del libro recién publicado Hernán Dompé - Las tres dimensiones del símbolo.