(Desde Tunuyán, Mendoza) Leo sirve varias copas y bebe de la suya. Así hace con cinco variedades de vinos y cada vez que un grupo de curiosos cae a la bodega. Mientras convida y toma, explica la forma en la cual se produjo cada uno, qué sabores se buscó resaltar y cuáles son las circunstancias ideales para que sean consumidos. Pero la primera duda parece ser otra: “¿Cómo hacés para no ponerte en pedo?”, le pregunta un porteño de unos 33 años. Leo se ríe mientras hace una sutil gárgara y señala una vasijita.

Los enófilos más ortodoxos reniegan de escupir el vino, así sea el más berreta del mundo o lleves varias horas seguidas conduciendo una cata. Pero los tiempos cambiaron: el vino no es aquello que los reyes bebían como un elixir exclusivo ni tampoco eso que nuestros abuelos tomaban con soda en las comidas. Poco a poco se imponen nuevos paradigmas acerca de sus hábitos, normas y consumos.

Es cierto que el vino existe en Argentina desde que Argentina no existía. Lo introdujeron algunas órdenes religiosas, en plena época de evangelización europeizante, con el fin de reproducir la sangre de Cristo en sus misas. En 1536 empezó a brotar tinto en Santiago del Estero gracias a un cura que trajo semillas de España vía Chile, y 50 años después los franciscanos estrenaron en Salta el blanco con unos esquejes de las Islas Canarias.

La producción luego se extendió y diversificó, aunque hubo un hecho que convirtió a Mendoza en el epicentro cultural del vino en Argentina: la instalación de la primera escuela de agricultura del país, a mediados del siglo XIX. Su director, un francés, innovó con formas y cepas hasta entonces desconocidas. Entre las últimas, una se adaptó mejor que las otras al suelo, la altura y las aguas mendocinas: el Malbec. Fue el mito de origen del vino como una pasión argentina que se enreda entre las medallas de los vinos premiados y versiones “de mesa” que hacen estragos.

Una copa acompaña el asado, la poesía, la fiesta y la soledad. Una bebida sofisticada pero popular, desde la producción exclusiva que se le enviaba por barco al Rey de España hasta los primitivos arropes y alojas con los que tomaban coraje los gauchos. Hoy, Argentina es el quinto productor mundial. Y el vino, más que una bebida, parece haberse reconvertido en una experiencia. Principalmente sensorial, desde ya. Pero también turística. Y, en otro aspecto, incluso de pertenencia: “saber” de vinos habilita jactancias.

Todo este fenómeno se condensa y explica con fuerza sinecdótica en el Valle de Uco, una pequeña traza de no más de 60 kilómetros en Mendoza, mayormente sobre la ruta 40, y que involucra a tres pueblos: Tupungato, Tunuyán y San Carlos. En ese radio sobre el noroeste cordillerano de la provincia y a una hora de la capital fue donde el turismo bodeguero se aceleró, compitiéndoles al Aconcagua y al “circuito sanmartiniano” como destinos a conocer, especialmente en el amplio y clave segmento de viajeros de 18-35 años.

Leo Bonetto Michelini está en ese margen: tiene 28. Vive en Tupungato y, mientras no trabaja, ultima detalles del primer disco de su banda de rock. Es quien recibe a los que van a visitar SuperUco, una de las bodegas alternativas al circuito de las firmas mendocinas más célebres. Está en Tunuyán, campo adentro, donde un enramado de caminos vecinales muestran el “más allá” de la legendaria 40, uno de los ejes de la ruta del vino mendocina. Cualquiera puede pasarse un día entero bebiendo de arriba gracias a las degustaciones gratuitas que ofrece cada bodega, aunque la idea que persiguen éstas es que te lleves aunque sea alguna botellita para tu casa.

SuperUco pertenece a una nueva corriente entre las bodegas, que intentan diferenciarse de ese recorrido tipo parque de diversiones de las firmas más conocidas –las que vemos en las góndolas de cualquier supermercado– con una producción más “artesanal” y no tan hollywoodesca. Claro que los costos fijos son altos y no es lo mismo hacer vino que cerveza. Pero aparecen ciertos rasgos diferenciales que orientan a una nueva búsqueda. Como la aplicación de materiales orgánicos y procesos que buscan respetar los tiempos de los suelos y los astros, tan influyentes los segundos a los primeros.

Es que, más allá de los millares de jóvenes que procesan al Valle de Uco siguiendo la Ruta del Vino, para los mendocinos todo aquello implica una discusión crucial. Sobre todo si están interesados en que esa industria sin chimeneas que es el turismo –y en particular el vinero– resulte sustentable y no depredatoria. Precisamente para que no le ocurra lo mismo que con la extracción de hidrocarburos, que el año pasado la provincia autorizó a través del fracking, mecanismo a base de químicos prohibidos en muchos países europeos y en varios estados de Estados Unidos por ser contaminante. Bien lo saben los que viven en Uco todo el año y también los turistas que entre los carteles publicitarios de las bodegas leen numerosos y urgentes grafitis de protesta.