La gente –todos nosotros en calidad de teleespectadores– ha sido muy bien educada por la TV, durante años, para consumar una disciplina aparentemente simple: ver televisión. Ella fue nues-tro maestro y guía. Obedientes a veces, críticos otras, hemos asimilado la lección y nos hemos recibido –no sin esfuerzo, per-diendo muchas horas de nuestra vida que pudieron haber sido dedicadas al estudio de otras materias– de televidentes. Aprender a ver tele es como aprender a nadar o aprender a andar en bicicleta. Se lo aprende de una vez y para siempre. Aunque cambien los programas y las propuestas, aunque dejemos de ver TV por un tiempo, aprendimos a distinguir una telenovela de una comedia en episodios y últimamente nos hemos especializado en sitcoms. Inclusive hemos aprobado una materia filtro: “Cómo participar en los programas de televisión”. La televisión nos supo educar también para estar dentro de ella y nosotros hemos aprendido lo que se espera de nosotros en cada caso. Si por la calle nos para una chica de pelo naranja para preguntarnos si las mujeres son más zarpadas que los hombres en la cama o viceversa, intuimos que se trata de una propuesta transgresora, de televisión informal y joven. Y actuaremos en consecuencia: seremos modernos, contestaremos con ritmo y gracia. En cambio, si vamos caminando al lado del charco contaminado con restos químicos de nuestra humilde barriada y aparece Crónica TV, adoptaremos otras estrategias más combativas. Gritaremos y reclamaremos contra la contaminación, la inseguridad y la indefensión.

A casi todo estábamos acostumbrados, hasta que un buen día de enero nos dijeron que podíamos tomar por asalto la misma televisión que tan bien nos educó para decir lo que quisiéramos decir y hacer lo que quisiéramos hacer, sin un conductor estrella, sin guiones, sin condicionamientos, sin la tiranía de la pre/posproducción. Nos invitaron a participar de un experimento televisivo (sospechamos que en calidad de conejitos) llamado Televisión Abierta.

Intelectuales de los medios, críticos, televidentes avispados y atentos a la novedad, todos pensaron más o menos lo mismo: he aquí un bocado interesante, que incluso venía envuelto con el misterio de lo impredecible. ¿Cómo harían sus hacedores para que no se terminara convirtiendo en una agencia de pedido de empleo o una especie de Segundamano catódica, teniendo en cuenta las urgentes necesidades sociales, económicas y laborales tan en boga por estos días? ¿Cómo hacer para que finalmente se convirtiera en un programa sui generis?

Concebida a medio camino entre la noción de televisión útil-comunitaria y la de entretenimiento-a-costa-de-la-gente, la misma propuesta dejaba una buena dosis de sí misma librada al azar, pero –curiosa sorpresa– todos seguimos siendo los buenos alumnos que la televisión quiere que seamos, dejando pasar por alto la posibilidad de, por decirlo de algún modo, trascender la propuesta abierta de nuestros anfitriones.

Breve desvío importante: hay que ver de vez en cuando el talk-show de Lía Salgado Claramente Lía para acceder a escenas fuertísimas, como la de una emisión reciente cuyo tema fue “yo-tenía-un-hombre-y-mi hija-me-lo robó”. Créanlo: fue espeluznante ver cómo las madres repudiaban de la peor forma y con los peores epítetos, a esas hijas que se habían vuelto contra ellas para consumar la cruel venganza de robarles el macho. Si estaba armado carece de importancia: hasta Lía Salgado quedó deprimida tras ese duro golpe de naturalismo social. El desvío viene a cuento porque, por ciertos mecanismos al fin y al cabo misteriosos, todos entendimos que Televisión Abierta no era el lugar para la tragedia ni para las cuestiones de la sangre y el parentesco. Tampoco para ventilar venganzas personales (con la honrosa excepción de Charly en su cruce con Calamaro). ¿Qué hacer entonces en ese breve instante en que tenemos el simbólico y enorme micrófono de TA entre las manos?

Aplicando lo que aprendimos viendo tele, interpretamos que la franja de la medianoche de América (y su repetición al mediodía siguiente) debía ser ocupada principalmente por el blooper liviano y familiero, el humor de entrecasa, el amateurismo artístico, los mensajes para el novio/a, los bocadillos intergalácticos de la señora Fita (ejemplo reciente de esta señora de ochenta y pico de años que aparece todas las emisiones: “Dios me ampare por lo que yo digo: Olmedo me desagradaba”), la gente que toca el piano, canta, hace artesanías raras, los imitadores de famosos.

  Nada de épica ni de grandes relatos. Pura sucesión de género chico con ráfagas de reclamo social o un momento especialmente tenso, como cuando hace pocas emisiones una señora leyó la carta de despedida de su hijo que se había suicidado (momento de talk-shaw atenuado por la brevedad del tiempo en cámara). También hay esos momentos de real-realidad con gente deso-cupada que piden que los convoquen para un trabajo, pero suelen perderse en una sucesión de viñetas caseras con un pequeño guion improvisado (ejemplo típico, el padre que le pide a Bielsa que no deje de convocar a la selección a la futura estrella: su hijo de seis o siete años que con la camiseta argentina puesta, patea la pelota).

Voluntariamente o no, TA es la culminación de la televisión de la pavada, que en los últimos años nos enseñó nuevas materias: cómo aprender a hacer un blooper, a burlarnos de nosotros mismos y a improvisar en cámara, así como la radio nos domesticó magistralmente para reemplazar nuestra identidad por la del barrio en que vivimos (el ya automatizado “habla Carlos de Wilde”). Televisión Abierta es el mejor ejemplo de que la televisión nos hizo a su imagen y semejanza, y de cómo nosotros, devenidos freaks, le devolvemos la amabilidad. ¿O acaso no nos querían leves, divertidos, hogareños, enfermos de fútbol, apolíticos, chiveros, quejosos, desbordados pero no tanto, algo chabacanos, un poco incoherentes? Bueno: pues así somos. Y lamentamos mucho si el resultado es un poco decepcionante.

Esta columna fue publicada originalmente en marzo de 1999 y ahora abre el volumen Unidos o nominados publicado por Galerna, precisamente porque se considera a Televisión Abierta como el antecedente y punto de partida de la televisión del siglo XXI que iba a venir: con gente común participando caóticamente en realities, interactiva, ya con una lógica de redes y youtubers. En diciembre pasado, el canal América puso al aire un especial recordando el programa pionero de Mariano Cohn y Gastón Duprat, que este verano cumple veinte años.