Debajo –o, mejor dicho, al costado– de las estrellas siempre existen héroes más o menos anónimos que son parte sustancial de la obra. Ulises Butrón murió y seguramente parte de los centenares de miles de personas que vieron a Soda Stereo o el film Tango feroz, o que compraron El amor después del amor de Fito Páez, o que cantaron “Héroes anónimos” en algún show de Catupecu Machu no tienen idea quién fue. Borges habló de él en el famoso poema Los justos: “El que agradece que en la tierra haya música/ El que descubre con placer una etimología/ Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez (...) Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. Ulises Butrón pertenecía a esa clase de personas.

Por temperamento, porque ser músico en la Argentina no es sencillo, por lo que fuera, quedó confinado a la rancia condición de músico de culto. Butrón fue el líder musical de una banda que figura en lo más alto y sofisticado de los ‘80 como Metrópoli. La dupla compositiva que integró con Isabel de Sebastián desplegó el pop más inteligente de aquellos años. Spinetta quedó prendado de ese sonido seco, tecno y bailable y para Privé convocó a Butrón y a Isabel.

Trajinó con su grupo La Guardia del Fuego –coletazo del suceso de la banda de sonido de Tango feroz–, sacó un par de espaciados buenos discos solistas y logró lo único que debe tener un artista: un sonido propio, una voz. Cubría todos los roles del noble arte de hacer rock: músico, compositor, cantante, arreglador, productor. 

Radar convocó a cuatro músicos que lo conocieron bien. Un puzzle coral que define los perfiles de un guitarrista extraordinario, que en su propio pacto fáustico luchó hasta donde pudo contra el diablo. Y perdió. 

Isabel De Sebastián Cuando lo conocí era un chico de 19 años, larguirucho y solar, con un inusual nivel de devoción a la excelencia musical. Estaba completamente abierto a la vida, quería experimentarla y exprimirla y saber más y más. Compartía con su padre (un gran guitarrista de rondallas españolas y su primer maestro, también llamado Ulises), la boca grande, la risa expansiva y la seriedad total en cuanto al instrumento. Era un arlequín dulce y feroz que tocaba la guitarra de una manera que yo jamás había visto. La cantidad de pedales que usaba le permitía desplegar un abanico sonoro inédito para la época. Tenía un volcán adentro que pedía pista, algo del orden de la autocombustión. Prendía fuego y se prendía fuego, cualquiera que lo haya escuchado tocar un solo en vivo lo sabe. Luego de varios años una tiniebla fue apagando el fuego, pero nunca perdió su talento. Buscó llegar al límite hasta sangrar. Abrazó una oscuridad que cuando éramos jóvenes era solo una pequeñísima sombra. 

Ulises confió en mí, se entregó a nuestro proyecto  y elevó mi posibilidad musical a un nuevo nivel de juego. Las canciones nos surgían naturalmente, como una conversación. El me enseñó lo que significa en idioma musical la palabra elegancia. Nos bebimos los vientos y tocamos el cielo de una época dorada. En medio de la tristeza, me quedo con la alegría de haber compartido juntos una parte tan mágica de la vida.

Mavi Díaz Lo conocí cuando estaba en Metrópoli. Yo estaba en pleno romance con Gonzo Palacios que tocaba en Los Twist y Soda Stereo y era amigo del Tío, que era como lo llamaban. De pibes Gonzo y Uli habían compartido casa y sala de ensayo en Mataderos. Invitamos al Gonzo tocar con Viudas y él lo trajo a un show. El Tío quedó prendado de Marìa Gabriela (Epumer) y empezaron a salir. Solíamos revolotear los cuatro como los adolescentes que éramos. Uli y María Gabriela se fueron a vivir juntos y estuvieron unidos mucho tiempo. Gonzo y yo nos casamos y estuvimos juntos 14 años. Compartimos giras, proyectos y amistad. A mí regreso de España volví a trabajar con Tweety, que produjo el último disco de Ulises. Así que nos veíamos en el estudio. Siempre creativo, ocurrente, original y con un altísimo vuelo musical.

Tweety González Lo conocí en una sala de ensayo por Plaza Once. Sería 1981. Ulises estaba con Daniel Melero y recuerdo que tenía un par de grabadores a cinta Revox, cámaras de eco Roland y algún sinte. Nos hicimos amigos vía Mariano López, el mítico sonidista de Spinetta que no tenía ni 20 años. Uli fue el primer violero que tocó con Soda Stereo, con cajas y potencias especiales diseñadas por un nerd que se llamaba Coloseum. Nunca me olvidaré del primer show que vi de Metrópoli. Fue en un pub de Adrogué. Había una persiana americana de telón. Cuando arrancó el show fue increíble: los sonidos de guitarras super sofisticados, Isabel y Celsa muy ajustadas y sexys y el Tío, que cuando tiraba un solo no quedaba nada. Eran todos solos pre arreglados, divinos, finísimos.

Hemos hecho varios discos gloriosos como El amor después del amor, o el debut de Ximena Sariñana de México. Pero el que más costó fue Lejos, el solista de él. Empezamos a fin de verano del 2012 y lo terminamos en diciembre de 2014... Hoy lo escucho y es una obra de arte a pesar de todo lo que sufrimos para terminarlo, a pesar de que Uli ya en ese momento luchaba contra él mismo.

Fernando Barrientos La primera vez que lo escuché fue en Privé, el disco de Spinetta que gasté con mi hermano en Bermejo, Guaymallén, Mendoza. Ese violero, de nombre imponente, nos pareció un hallazgo tremendo. Su sonido, sus frases guitarrísticas, la delicadeza y el buen gusto. En un punto, perturbador. Con el Tío compartí el fenómeno Tango feroz. Fue un sueño afiebrado, intenso. Recuerdo ir a Flores con Daniel Martín para pre-producir Caín Caín: ensayos, construcción, divague rockero. Vivía con María Gabriela Epumer y nos recibían a media tarde con unos mates... Jornadas inolvidables. Pasó un tiempo y volvimos a coincidir en la banda de sonido de Caballos salvajes, también de Marcelo Piñeyro. 

Compartimos escenario por última vez en un homenaje a Spinetta en Mendoza. Cantamos “Ana no duerme” y “Despiértate nena”. Fue como si el círculo se cerrase. Nos quedamos en el camarín, más austero que él. Tomamos un vino. No sé si fuimos amigos, bebimos y charlamos como si conocernos hubiera sido necesario. Nos cagamos de risa recordando las giras de los 90, el subidón que vivió con La guardia de fuego. Me dijo que me veía bien. Le dije lo mismo. Me dijo que la había pasado muy mal. Le dije, “¡salú, compadre!” Sonrió. No nos vimos más.