A los pocos días de nacer Philip K. Dick tuvo una lápida con su nombre. No es una metáfora. Es tan cierto como sólo lo puede ser aquello que llamamos realidad. Su madre, Dorothy Kindred Dick, dio a luz el 16 de diciembre de 1928, en Chicago, a una pareja de mellizos sietemesinos: Philip y Jane, tal como los bautizó junto a su esposo Edgar, el padre de las criaturas. Por ignorancia o inexperiencia, Dorothy dejó que los mellizos pasen hambre. Sus pechos no daban suficiente alimento y la joven pareja no consideró complementarlo con un par de mamaderas. Antes de cumplir dos meses de vida Jane murió. La enterraron en Colorado, de donde procedía la familia de Dorothy. Pegado a su nombre, en la lápida, tallaron el de su hermano con la fecha de nacimiento, un guión y un espacio vacío a la espera del año de su muerte.

Según Emmanuel Carrère, el autor de Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, no hubo un día en que Philip Dick no recordará la pérdida de su hermana. Por momentos con tristeza, en otros con la intuición de que una parte de él se había quedado del otro lado del espejo; en un “mundo-tumba”, en la Realidad última, y no en el suelo ilusorio del mundo (no tan) real donde comemos, trabajamos, dormimos y obedecemos, como si estuvieramos dentro de la caverna de Platón. Philip Dick, el hombre que le dio varias vueltas de tuerca a la literatura con la llave de la ciencia ficción, pensaba que había “que escribir un libro que contara eso: cómo alguien descubre que en realidad estamos todos muertos”.

Biografía y ficción

A Dick no le alcanzó un libro para desarrollar su tesis. En una carrera prolífica, tanto para sobrevivir económicamente como para saciar a la rata que giraba en su cabeza, escribió 36 novelas y 121 relatos en menos de treinta años. Ya de grande, cuando hizo propio un modo de vida lumpen, su obra circuló por el mundo traducida a varios idiomas, en detrimento del lugar periférico que ocupaba en las letras norteamericanas. Incluso en Japón se lo consideró un autor a la altura de Borges y de Pynchon, y en Francia fue adorado por intelectuales con sueños beatniks y anhelos antisistémicos.

El escritor Emmanuel Carrère, en su adolescencia burguesa y parisina, como le gusta recordar en sus libros de no ficción, leyó de un tirón todo lo que le llegaba de ese escritor lunático, filosófico, tremendamente imaginativo. Tal como cuenta en una entrevista al diario español El País, fue parte de su santa tríada de iniciación junto a Dostoievski y a Georges Perec. A principios de la década del noventa, luego de una crisis creativa, donde empezaba a decantar su desapego de la escritura de ficción pura y dura, escribió la biografía de su héroe literario. Un cuarto de siglo después, Anagrama la vuelve a poner en circulación en las mesas de novedades. Desde entonces, en palabras de Carrère, “la obra de Dick no ha hecho más que crecer. Su mundo es nuestro mundo. Su época está hoy aquí”: en el mundo de las representaciones, en la convivencia de lo virtual con lo real, en la construcción de identidades personales en continua mutación. 

Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos tiene como bajada o subtítulo el enunciado: “Un viaje en la mente de Philip K. Dick”. Una aclaración necesaria para que el lector no espere una biografía clásica y exhaustiva como Divine Invasions: The Life of Philip K. Dick, de Lawrence Sutin; o un relato íntimo, tormentoso (un poco tormentoso lo es, a decir verdad) y familiar del estilo In Search of Philip K. Dick de Anne R. Dick, una de las cinco mujeres de Dick con las cuales compartió cotidianidad y paranoia, y huyó de la casa conyugal para enloquecer lo menos posible. En su libro –una especie de biografía literaria en la línea de Chesterton o de Anthony Burgess–, Carrère se propone indagar cómo se construye un genio, indagar qué hay en su mente, rastrear los estímulos externos y, sobre todo, llegar a ese otro atribulado que en vida no pudo encajar en ninguna parte. Como pista principal Carrère se apoya en su voluminosa obra. Ese es el entramado que arma: una cruza de biografía y ficción que nos lleva de viaje por las múltiples dimensiones del universo de Philip Dick. 

Con qué sueña Philip K. Dick

El american dream de Philip K. Dick era convertirse en un escritor masivo y sofisticado como Norman Mailer y publicar artículos y relatos en el New Yorker. Luego del divorcio de sus padres y de deambular con su madre por diferentes ciudades y trabajos mal pagos se instalaron en el campus de Berkeley, algo así como su primer territorio. Pasó la infancia leyendo revistas de divulgación científica, cuentos de Lovecraft y Poe, escuchando música clásica, engañando a psiquiatras, y consumiendo pastillas que su madre hipocondríaca y jungiana le daba como refuerzos vitamínicos. En sí, durante su primera socialización, paradójicamente, le dio forma a un “síndrome de aislamiento” que iba estallar en forma de paranoia creativa, cuando asumiera que la Gran Novela Americana podía estar escrita con las claves de la ciencia ficción.

Desde la década del ‘30 Berkeley era conocida como la capital roja de Estados Unidos. Nueve de cada diez habitantes de la ciudad eran estudiantes o lo simulaban, para llevar una vida libre de rentas, de impuestos y de mandatos burgueses. Sin embargo, Dick eligió no serlo; salvo por un breve paso por un curso de filosofía empírica que le sacó las pocas ganas que tenía de hacer carrera académica. En palabras de Carrère: “Su ambiente preferido no sería nunca el de la universidad, ni el de los cafés donde los estudiantes pretenden cambiar el mundo, sino la pequeña empresa, la tienda frente a la cual se barre la acera todas las mañanas, antes de levantar las persianas metálicas y recibir a los primeros clientes”. Su paisaje era el mismo que el de Ray Bradbury, la California de oro. La diferencia fue que Bradbury en parte idealiza ese mundo, mientras que Dick revela su costado siniestro, el doblez maníaco.

El lugar donde Dick encontró estabilidad y pudo refugiarse de la agorafobia, fue University Music: una tienda de discos donde inflaba el pecho recomendando melodías de Schubert y seducía a clientas –si eran morochas, mejor– hablando del idealismo alemán o del Finnegans Wake de Joyce. Allí también ocurrió un encuentro decisivo, con el escritor Anthony Boucher. Un hombre con cierto prestigio en su entorno, que no desdeñaba los géneros populares, y que ejercitaba una melomanía artera por fuera del snobismo de claustro. Boucher fue quien publicó el primer cuento de hombrecitos verdes de Philip Dick. Pero ese no fue su único mérito; Boucher lo incentivó a abandonar sus intentos de escritura psicológica y sus monólogos existenciales. Con su voz autorizada lo alentó a “dejar que su imaginación se disparara hacia las estrellas”, y más allá claro, y más acá también, mucho más acá, donde las estrellas y la tierra, las pesadillas y la realidad, los androides y los humanos, no se distinguen entre sí. En el fondo, Dick tramaba una versión propia del realismo, narrando la Estados Unidos de posguerra con mayor precisión, quizás, que el clásico El hombre del traje gris de Sloan Wilson o la ficción sociológica de David Riesman.

Libro de las mutaciones

El hombre en el castillo (1962) fue el libro que inauguró, según el crítico Frederic Jameson, el periódo de ciencia ficción propiamente dickiano. Atrás quedaron los ciclos pertinentes a las novelas convencionales y adelante, para el final de su obra, los libros que abarcan lo religioso de un modo explícito (ahí están, en el garaje de Pauls Williams, su albacea, los inabarcables apuntes sobre la “Exégesis” para quién se anime a perderse en los últimos años de la mente de Dick). En el clásico Arqueologías del futuro, Jameson hace una aclaración para pensar al genio que escribió Ubik o Sueñan los androides con ovejas eléctricas, por nombrar dos libros que leímos todos. Dice el crítico marxista que “el modo menos eficaz de hablar sobre la grandeza de Dick es reivindicar para sus libros la categoría de literatura culta”. Emmanuel Carrère, en su biografía, no tropieza con esa piedra. Por el contrario, como asiduo lector de ciencia ficción, entiende que el género tiene coordenadas propias que pueden manifestar costuras y dimensiones de la realidad que la denominada “literatura elevada” no tiene acceso.

 El gran acierto de Dick en su libro de quiebre fue, siguiendo las posibilidades que brinda la ucronía, juntar dos polos opuestos que sin su máquina mental no se hubieran tocado nunca: el Tao y el nazismo. El hilo en común fue la alianza entre japoneses y alemanes en la Segunda Guerra. Y la pregunta de largada fue ¿qué hubiese pasado si el Eje ganaba? Dick ya no imaginaba un futuro hipotético, sino otro pasado y otro presente que nacía de esa modificación. Las posibles mutaciones, la variedad de acontecimientos que hervían en su cerebro, lo enloquecían y seducían a la vez. Para despejar las posibilidades y encontrar una estructura que pueda contener las ideas, se apoyó en la voz de un oráculo, en la palabra del I-Ching. Dick lo consultaba no buscando un compendio de sabiduría, o practicando paciencia, docilidad y abandono, como alienta el taoísmo. Por el contrario, usaba el libro sagrado como una técnica de adivinación, profundamente esotérica. Dick “creía en la existencia de un secreto que lo visible ocultaba, no imaginaba que la vida pudiera revelarselo poco a poco, sino que correspondía al intelecto conquistarlo con la fuerza”. En sus manos, los 64 hexagramas del I Ching funcionaban como un sistema operativo que acercaba respuestas puntuales sobre el universo

Con El hombre en el castillo –su novela más borgeana, que recuerda la premisa de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”– Dick ganó el prestigioso premio Hugo y, en simultáneo, confirmó su estética como escritor de sci-fi. A partir de ese momento da con el zeitgeist de la época: el centro del mundo lo empiezan a ocupar los marginados, los anormales de Foucault, los que se animaban a ver el fondo del fondo con viajes de LSD, y su literatura empieza a ser leída y comentada. Sin embargo, su situación económica, afectiva y mental no cambia. Al contrario, se agudiza. Posesivo hasta la destrucción, acaba con un matrimonio detrás de otro. Luego, para no matarse llena su casa de freaks y yonquis. El derrotero, según Carrère, continúa por un tobogán que lo lleva a alimentar su paranoia con psicofármacos y anfetaminas, hasta sentirse en un escenario controlado por la CIA y el FBI; a declararle la guerra personal a Nixon; a dialogar con un dios omnipresente que le transmite su palabra; a acusar a Stanislaw Lem de estar detrás de un operativo de la KGB; a internarse en un neuropsiquiátrico en Canadá; a arruinar un discurso consagratorio en Metz.

En ese contexto, Philip Dick, como un Quijote esquizoide, luego de “hablar con Dios” le da forma a su celebrada tetralogía compuesta por Valis, La invasión divina, La transmigración de Timothy Archer y Los tres estigmas de Palmer Eldritch, que es anterior pero puede leerse como una precuela de la serie mística. Dick, sobre el final de su vida, decía que no se consideraba un novelista de ficción; negaba que su trabajo prolífico estuviese basado en una imaginación desbordante. En sus palabras, solo se “encargaba de escribir informes”; como si la literatura fuese un medio para alcanzar la verdad.    

El yo oculto

El adversario (2000) es el libro que marcó un clivaje en la obra de Emmanuel Carrère; de un lado quedaron sus libros de ficción, del otro la serie de no ficción con la que es celebrado mundialmente y tuvo su cumbre en Limonov, su obra maestra que gira en torno al poeta ruso. En Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, escrita previa a la historia de los famosos asesinatos de Jean-Claude Romand, empieza a vislumbrarse su tono hipnótico y la invención de un yo que, según Jorge Carrión, utiliza Carrère como vehículo para llegar al otro. A diferencia de libros como De vidas ajenas o Una novela rusa, la presencia del yo del narrador en la biografía sobre Dick es más tímida, como si fuese un cazador oculto al acecho del sujeto que va a narrar. Salvo en poquísimas excepciones Carrère aparece en el libro como personaje. Lo hace para señalar alguna lectura compartida sobre Lovecraft o para contar en pocas líneas un robo que sufrió mientras escribía el libro. La figura de Dick lo abarca todo y, como si no hubiera lugar para nadie más, Carrère se hace a un lado para no interrumpir la conversación entre la vida de Dick y su voluminosa obra. 

El 18 de febrero de 1982 Philip Dick tuvo un ataque cardíaco. Los vecinos, preocupados al no ver su fantasmal figura entrando y saliendo de la casa, llamaron a la policía. Tiraron la puerta abajo y lo encontraron en el suelo, con la vista perdida. Estuvo tres días en coma lleno de cables, semejante a un androide, en un hospital. A su lado, un monitor marcaba una actividad encefálica mínima. “¿Por qué limbos vagaba lo que quedaba de Phil?”, pregunta Carrère, “¿Acaso la verdad se hallaba en el fondo de esos limbos” Y, si así fuera, ¿había alguien para escucharla?”.

Philip Dick murió cuatro meses antes del estreno de Blade Runner, el clásico de Ridley Scott que potenció su libro Sueñan los androides con ovejas eléctricas, su figura y su obra. Su padre, Edgar Dick llevó el cuerpo de su hijo al cementerio de Colorado, “donde un lugar lo aguardaba”. En la lápida pegada a la de Jane, su hermana melliza. sólo grabaron la fecha de su muerte: 2 de marzo de 1982. Philip K. Dick, después de cincuenta y tres años, había logrado atravesar el espejo que erigió y contuvo a toda su literatura.