La balada de Buster Scruggs

The Ballad of Buster Scruggs

EE.UU., 2018

Dirección y guión: Joel y Ethan Coen.

Música: Carter Burwell.

Fotografía: Bruno Delbonell.

Montaje: Joel y Ethan Coen.

Reparto: Tim Blake Nelson, James Franco, Willie Watson, Harry Melling, Liam Neeson, Tom Waits, Tyne Daly.

Duración: 133 minutos.

Disponible en Netflix.

9 (nueve) puntos.

 

Cultores de un cine clásico, al que implosionan y poetizan, los hermanos Joel y Ethan Coen continúan como herederos legítimos del gran cine de Hollywood. En sintonía con una mirada autoral que se acentúa con cada película, ofrecen un oxígeno que vivifica al cine mismo. Su filmografía, ámbito contenedor, reúne los géneros mayores desde una misma sensibilidad: personajes inolvidables, imprevisibles, deudores del arte mismo de querer y saber cómo contar historias. A propósito, vale recordar ¿Dónde estás, hermano?, relectura de la Odisea: en los Coen, el cine recupera el espíritu que alguna vez supo tener, el de ser una maquinaria narradora.

Máquina que hoy se disgrega en otras características y matices, pero no por ello pierde su capacidad paradójicamente onírica. El vínculo entre imágenes que el montaje propone, arroja al espectador a situaciones mentales nunca del todo previstas. Es en esa alteración misma en donde el cine de los hermanos apuntala sus mejores intenciones. A veces, hasta lograr una sintonía fina, difícilmente superable (Barton Fink); las más de las veces, al elegir al cine noir como lugar a revisitar, maleable como lo es a la poética desesperada, alucinada: De paseo con la muerte, Fargo, El hombre que nunca estuvo. Cine negro que cruza sus características distintivas con el western mismo, tal como lo significa la oscarizada Sin lugar para los débiles. De modo inevitable, el western sobrevendría con la remake de Temple de acero, y ahora con esta joya coral que es La balada de Buster Scruggs.

Seis historias reunidas a través de la música que el mismo título propone, como personajes vueltos canciones, dedicados a atravesar el espíritu de ese oeste que el cine mitificó, y a través del recurso más clásico: La balada de Buster Scruggs inicia con la apertura de un libro. Música, literatura y pintura (en las ilustraciones que abren cada relato). El cine, entonces, como articulación distintiva.

El film enhebra seis historias narradas de manera magistral.

Seis historias, también, que funcionan como un descenso intenso, que habrán de comenzar con la aventura mayor, la más acostumbrada, para buscar de a poco un tono apagado pero no menos hermoso. De esta manera, el film inicia en pleno día, con el desierto, la canción y la acción, para culminar en la noche y la meditación. Un poco a la manera ejemplar del film fantástico El increíble hombre menguante, capaz de encontrar una interiorización metafísica que hace a la película redefinirse.

Por otra parte, pareciera que los Coen buscaran en un primer caso -con los dos primeros relatos- la participación cómplice del espectador a través del humor negro y el grotesco, condimentos habituales en su poética; para luego dejar que sean otros los caminos -sin abandonar nunca la ironía- hacia la lejanía mítica del Far West. De este modo, Buster Scruggs -cowboy cantarín símil Roy Rogers- inicia la aventura por medio de los tópicos congruentes con el forastero, el saloon, el whisky, el póker, el duelo. Eso sí, Scruggs (Tim Blake Nelson) pareciera todo lo opuesto a lo que corrobora su accionar, capaz como es de acertar a todos y cada uno de los dedos de la mano de su contrincante. La sucesión de gags ofrece una risa sarcástica, coeniana, también en la sonrisa amarga que traerá consigo el cowboy de negro, contraste exacto con el lumínico Scruggs. Con bufonadas o no, la muerte se inscribe desde el vamos en La balada de Buster Scruggs.

Tanto es así, que el protagonista siguiente (James Franco) estará a un paso (inevitable) del ahorcamiento, entre la desesperación por unos dólares que robar al banco y la turba que no dudará en lincharlo. Las reminiscencias al western spaghetti se cuelan en las resoluciones y el vestuario, aspectos ya presentes en el episodio anterior, nuevamente supeditados al fatum. Pero el clima risible permanece. El primer revés lo ofrece el segmento siguiente, en donde un espectáculo itinerante visita pueblitos que escuchan la voz templada de su principal actor, cuyas cualidades físicas no se revelarán aquí. Entre éste y su representante (Harry Melling y Liam Neeson) hay una relación que no termina por aclarar su origen, cuáles las razones del compañerismo (aun cuando el menester económico se imponga), mientras relatos de la Biblia (Caín y Abel: lo que develaría un vínculo nunca declarado), Shakespeare, Lincoln y el Ozymandías de Percy Shelley, son oídos una y otra vez. En tanto, los recitados dejan traslucir otras asociaciones, y anuncian un desenlace que el mismo argumento sabrá -de manera sesgada- refrendar.

En "All Gold Canyon", los Coen versionan un relato de Jack London, y lo hacen desde la nunca mejor elección de Tom Waits en la piel de un viejo buscador de oro. El empecinamiento, en una lucha de día a día, a la vera de un arroyo que le dicta el lugar en donde la veta de oro aguarda. La tarea de Waits es hermosa, sumido su cuerpo en el dolor de articulaciones duras, mientras habla consigo mismo de modo carrasposo. Así como London, el otro escritor versionado es Stewart Edward White, cuyo relato acompaña una caravana en donde dos hermanos persiguen la prosperidad en el presunto matrimonio de ella. La caravana está desprovista de la acción típica de los westerns fordianos. Acá, sólo cansancio. La muerte circunda, con los indios como una de sus posibilidades. La promesa del matrimonio surgirá de la manera menos pensada. Pero su concreción acarrearía la alteración de esa caravana. Es en esa situación en donde descansa la incomodidad del relato, porque una vez alcance su consumación, con el destino ya escrito de manera perentoria en cada uno de sus personajes, no dejará de existir un vínculo no-dicho entre la bala final y mortal (¿quién induce, en suma, ese último disparo?), y la gallina que comprara el personaje de Liam Neeson en el episodio anterior. Asociaciones así, sólo en el buen cine.

Sobre el final, con la diligencia como escenario total, cinco viajeros relatan quienes dicen ser, dan cuentas de sus idiosincrasias, en tanto el cochero avanza imparable durante la noche oscura. La revelación del desenlace es digna de un momento de epifanía, con un hotel de lustre en medio del vacío, como lugar destinado a un descanso que bien podría ser final. Para llegar a ese momento, las narraciones compartidas habrán logrado el encantamiento mayor, el que uno de los pasajeros se encargará oportunamente de aclarar, mientras revela su profesión verdadera. No hace falta aclarar que los espectadores han sido la víctima verdadera del hechizo. Última página. Y el libro se clausura.