El hombre, de poco más de 30 años, habla a cámara sin perder la sonrisa espléndida, en medio de un juzgado en el que parece sentirse como pez en el agua. Asegura que una vez que todo eso termine va a completar sus estudios de leyes (ya tiene un título en psicología), y confía en que va a ser un gran abogado. Se llama Ted Bundy y se lo juzga por el crimen cometido contra dos estudiantes de la Universidad de Miami. Si no fuera por la falta de pruebas, sería juzgado por 30 crímenes más. ¿Y quién sabe si esos son todos? A lo largo de cuatro años y a través de siete estados, este hijo de una madre soltera, de padre desconocido, practicó la violación, la necrofilia, la mutilación y la decapitación (incluyendo conservación de varios cráneos en su casa, como recuerdo) sobre una variedad de chicas universitarias. Tras varios documentales televisivos que revisan su raid de los años ‘70 y un largometraje de ficción recién estrenado en el Festival de Sundance, Netflix acaba de estrenar Conversaciones con asesinos: las cintas de Ted Bundy, miniserie documental en cuatro episodios de alrededor de una hora cada uno.

Netflix tiene a esta altura un compacto catálogo, que no deja de engrosarse, de lo que en Estados Unidos llaman true crime. “Crímenes reales” en traducción directa, que se vierten en formato documental. Para mencionar sólo algunos de los de más fácil acceso en la plataforma, The Staircase: An American Murder Mystery, miniserie en tres episodios que sigue con sensación de tiempo real un caso que podría ser o no un crimen; Making a Murderer, serie de dos temporadas sobre la sospechosa acusación de una persona que denunció a las autoridades de un pueblito de Wisconsin; Abducted in Plain Sight, documental de hora y media sobre un sociópata que secuestró a la hija de los vecinos; En la mente criminal, serie de dos temporadas sobre distintas clases de criminales –desde los genocidas a los asesinos seriales–; Serial Killers with Piers Morgan, miniserie de tres episodios con entrevistas a asesinos en prisión; y Killer Women, versión femenina de la anterior.

El realizador Joe Berlinger hizo doblete: al mismo tiempo que Las cintas de Ted Bundy subía a Netflix –y todo cuando se cumplen 30 años de la muerte de Bundy–, en el Festival de Sundance se estrenó Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile, su primer film de ficción, que está contado desde el punto de vista de su sufrida novia, y que tiene a Zack Efron como Bundy (una elección de lo más lógica). Conversaciones con asesinos (traducción incorrecta; asesino acá hay uno solo) produce la misma sensación de tantos documentales estadounidenses: la de que todo ha sido filmado. Hasta los momentos en los que no se sabe quién, cómo y por qué llevaba una cámara. Como es característico de los documentales de ese origen, se construye al “héroe” desde la más amplia variedad de puntos de vista, que incluyen testimonios de periodistas, comisarios, agentes del FBI, abogados, fiscales, criminólogos, psicólogos y una señora que tuvo la fortuna de zafar de Bundy, después de que éste intentó dos veces partirle el cráneo con una barra de acero.

El valor adicional de Las cintas de Ted Bundy es justamente el que anuncia el subtítulo: estando en prisión éste realizó una serie de entrevistas con un periodista que dieron lugar a casi 100 horas grabadas en casetes. Y que constituyen, como es lógico, material exclusivo. Y que introducen su propia voz, en el mar de voces de terceros. En contra del estereotipo del asesino serial, Bundy no llevaba puesto el cartel en la frente. Todo lo contrario. Si alguien se lo hubiese cruzado sin conocerlo, habría pensado que se trataba de un profesor universitario, un psicólogo o un joven abogado. De hecho, era –aunque más no fuera parcialmente– estas dos últimas cosas. Lo primero que hizo al recibirse fue estudiar chino, algo que nadie hacía por entonces. Un lustro más tarde, recibió un diploma de honor por sus estudios de Psicología en la Universidad de Washington.

En el ‘73, Bundy ingresó en la facultad de Leyes y al año siguiente abandonó: había comenzado a matar y el crimen exige dedicación completa. Lo último que hizo, créase o no, fue redactar un folleto sobre prevención de la violación para la Comisión de la Prevención del Crimen de Seattle, de la cual era director asistente. ¿Cómo hacía este tipo para hacer todas estas cosas, en tiempo record? Conviene tomar los datos con pinzas: era un embaucador consumado, que además de matar, robaba y estafaba.

Su sonrisa, su aspecto impecable, sus trajes, ¡sus moñitos!, su capacidad oratoria, su manejo de los medios, sus estrategias de araña: todo estaba diseñado para el engaño. Las suposiciones del FBI (¿pero de dónde las sacaron, de las únicas dos sobrevivientes?) son que la técnica de Bundy para secuestrar a sus víctimas consistía en fingir que sufría alguna enfermedad o discapacidad, para lograr que lo acompañaran a su Volkswagen escarabajo (todo un mito de la historia criminal), y ahí pum y a los bosques. Qué curioso que llevara allí a sus víctimas, como lo haría una fiera. Las violaba, las mataba, se iba y volvía al día siguiente, para fotografiarlas y seguir violándolas. Así, hasta que el cuerpo se pudriera, o él mismo lo desmembrara. “El asesino volvedor”, se lo podría haber bautizado. Y el asesino enamorado, también. Tuvo novia casi todo el tiempo, la engañó reiteradamente (faltaba más) y hasta se casó (¡y tuvo un hijo!) después de la condena a muerte.

En agosto de 1975, Bundy empezó a entrar y salir de prisión. En esa ocasión salió por falta de pruebas, pero poco más tarde la policía de tres estados encontró suficientes. En marzo 1976, se lo encontró culpable de secuestro y ataque. En junio fue sentenciado a una condena de uno a quince años. En octubre, en la prisión le encontraron un “kit de fuga”, que incluía horarios y rutas aéreas. Decidieron trasladarlo a la prisión de Aspen. Bundy eligió ser su propio abogado y por ese motivo podía andar de aquí para allá sin esposas ni grilletes. El resultado lo muestra en vivo Conversaciones con asesinos, filmado seguramente por alguna cámara de vigilancia. Bundy juntaba libros en una biblioteca, con su mejor cara de buen chico. Miró rápidamente a la cámara, después a una ventana, la abrió como si nada, salió al exterior (y allí fue tomado desde afuera; ¿quién lo filmó?), pegó un salto desde el segundo piso y bye bye, Ted se fue.

Lo atraparon y pusieron en prisión cinco días después. Una tarde, el guardia llegó con la cena y descubrió que lo que parecía ser el prisionero en la cama era una pila de libros. Sobre el cielo raso, el boquete de ventilación estaba abierto: Bundy había perdido 14 kilos para poder pasar. Y pasó. El 15 de enero de 1978 entró de sopetón en el edificio de una sororidad de Florida (él vivía a cuatro cuadras), violó a una chica, mató a dos y lastimó a otras dos. Lo detuvieron un mes más tarde y esa vez sí lo llevaron a juicio, por el caso de las dos chicas de la sororidad y de una menor de 12, a la que había matado. El juicio fue el primero transmitido en vivo y Bundy volvió a exigir ser su propio defensor. El espectáculo que armó, interrogando a los testigos como si no fuera él el condenado por crímenes atroces, demostró finalmente dónde estaba su locura, o parte de ella. Mientras esperaba su ejecución, un buen número de chicas escribieron a la cárcel, manifestando su pesar por su muerte inminente.