Después de una relación de pareja tortuosa tuve una recaída psicosomática. La piel alrededor del ojo izquierdo se me hinchó como una pelota de hule. Tomé una medicación durante un año para bajar el stress y la depresión. Trabajaba en un consultorio médico y me había hecho muy amigo de un visitador. Ex jugador de basket (como yo), de bronceado perfecto (no como yo) y encantador de serpientes y de señoras, venía una vez por mes y me traía la medicación en grandes dosis que yo tomaba inescrupulosamente. Una vez, me trajo los medicamentos hasta mi casa y me invitó a su camioneta. Puso una canción que había grabado en un CD y me contó la historia que, en mayor o menor medida, se distribuye en este relato.

Por otro lado, hay un verbo que solo escuché en la zona donde nací, o al menos, no lo escuché en otros lugares con ese sentido. El verbo es “edificar”. Se trata de una palabra que suele utilizarse como un eufemismo para denominar a las casas, que, por lo general, un hijo o una hija de una familia de comerciantes o de profesionales del conurbano, se hace en el jardín, o en la parte de arriba de la casa paterna; como un piso adosado, acoplado, injertado, a otra casa. Espacios que se forman y se deforman siempre sobre la misma base, el mismo campo magnético de pertenencia, creando así un apego monstruoso e incomprensible para quienes no pueden soltarlos o alejarse. ¿Por qué alguien decide quedarse a vivir en un lugar determinado? ¿Qué nos ata a una zona, a cuatro paredes, a espacios que quizás parezcan más cárceles que casas? 

Muchas otras cosas del cuento son reales; la infección craneana y la primera frase. Otras son inventadas, como el doctor del caso. Hay un aire a Poe en el ambiente, por qué negarlo.

Otra cosa: me acuerdo, ahora mientras escribo este apartado, que cuando terminó de sonar la canción en aquella lujosa camioneta, el visitador se quedó mirando el atardecer que daba a la calle de tierra inhóspita de mi casa en el conurbano. Las manos aferradas al volante, y yo, con mi ojo en compota, rojo y violáceo, permanecía sentado su lado, aferrado a mi bolsa de medicamentos. Sin saber nada sobre la naturaleza de mi lesión ni de mi ruptura amorosa, me dijo: “no te enamores nunca”. Quizás, con todos estos elementos, me salió, ahora que lo pienso, un cuento realista; la contracara del relato que sigue.