Aprovechamos la sobresaliente Nota de Economía N°20 del ITE-Fundación Germán Abdala, publicada esta semana y disponible en la web, “El fetichismo del tipo de cambio”, un trabajo del economista Leandro M. Ottone, como excusa para tratar nuevamente uno de los grandes mitos de la corriente principal de la economía. Sin inhibirnos por la repetición -el adversario repite desde hace siglos- insistimos en que este mainstream funciona como un discurso de legitimación de un determinado orden social. Su objetivo es “vender” una determinada distribución del ingreso. Citando a Mauricio Macri, de lo que se trata es de convencer a la población de que la actual distribución regresiva en contra de los trabajadores es “el único camino posible”, que ¡no hay otro! El discurso único ataca de nuevo. La tarea de la corriente principal, entonces, consiste en lograr que esta afirmación no aparezca como producto de la subjetividad o de intereses particulares, sino como el resultado mismo de la ciencia.

En esta tarea discursiva el adversario teórico lleva una amplia delantera. Cuenta con la ventaja de haber machacado desde siempre sobre la conciencia colectiva. Años de “Tiempo Nuevo”, de “Hora Clave”, de “Periodismo Para Todos”, de cientos de miles de horas de radio con el desfile de los economistas pagados por el poder económico repitiendo su discurso. Los resultados están a la vista. La insistencia publicitaria logró, por ejemplo, que la población no especializada asuma algunos de sus axiomas económicos como si fuesen verdades indiscutibles. Y más todavía, como si fuesen parte indisoluble del “sentido común”. ¿Puede haber un éxito político-comunicacional mayor que transformar en sentido común el discurso que se quiere transmitir? Quizá los dos axiomas más potentes reducidos a sentido común sean dos: que la inflación es un fenómeno puramente monetario, axioma 1, y que “una devaluación de la moneda provoca un aumento de las exportaciones”, axioma 2.

Hoy interesa el axioma 2 no por capricho, sino porque es uno de los supuestos básicos para que funcione el programa financiero 2019, un programa que a la vez tiene sus raíces ideológicas, perdón, su “sustento teórico”, en los programas tradicionales del FMI.

Repasando a la velocidad de la luz: a comienzos de 2016 la economía heredada por el macrismo tenía un problema de escasez de divisas o restricción externa que debía ser resuelto y que, junto con el cambio de las condiciones globales a partir de la crisis financiera estadounidense de 2008-09, ya había provocado un freno relativo del crecimiento del PIB durante el segundo mandato de CFK. La tarea del nuevo gobierno era surfear la restricción y para ello recurrió al segundo componente de la herencia, el desendeudamiento. Cambiemos creyó que su sola presencia, con “el cambio de las reglas del juego y el regreso al mundo” provocarían un shock inversor y que en la transición, para resolver el problema externo sólo bastaba con tomar deuda. Mientras tanto se suponía que las inversiones madurarían, la economía crecería y, al final del camino, se estabilizaría la relación deuda/PIB. Tomar deuda en dólares, repetían sus economistas y operadores mediáticos, “no es un problema, sino una oportunidad”.

Sin embargo, como muestra el diario del lunes, las inversiones nunca llegaron y sólo quedó la deuda. Dicho sea de paso ello fue así por el mal diagnóstico: las causas del crecimiento de las economías no se limitan a la fantasía de llevar adelante políticas “amistosas con los mercados”. Sigamos. Como luego de un shock devaluatorio inicial y mediante el ingreso de dólares financieros el tipo de cambio se utilizó como variable de estabilización macroeconómica, el problema del déficit de la cuenta corriente se agravó antes que solucionarse. Ayudados por la “desadministración” del comercio y la desregulación de los flujos de capitales, los dólares que entraron por deuda no se destinaron a alejar hacia el futuro la restricción externa, sino que se fueron en importaciones de bienes y servicios, pagos de deuda y formación de activos externos o fuga. Finalmente, en abril de 2018 el régimen colapsó, se cerraron los mercados de deuda y se produjo una nueva devaluación en torno al 100 por ciento que terminó con la recaída en el FMI.

Desde entonces, siguiendo las tradicionales recetas fondomonetaristas, la esperanza se depositó en que el nuevo nivel del tipo de cambio estabilice, ahora sí, el balance externo, un giro de 180 grados respecto de la primera etapa de gobierno. Todo muy consistente. El supuesto fuerte del cambio de política fue que la devaluación dispara las exportaciones y reduce las importaciones pasando del déficit al superávit externo, es decir el mecanismo sería principalmente el citado “axioma 2”. Los números recientes del comercio exterior, que muestran un superávit comercial después de mucho tiempo, parecerían confirmar las previsiones.

¿Está funcionando, entonces, el “axioma 2”?

Acerquemos la lupa a los procesos económicos. Cuando se devalúa cae el poder adquisitivo de los salarios debido que se desata un proceso inflacionario. En la Argentina de Cambiemos el fenómeno se potencia porque se redolarizaron las tarifas, incluidos los combustibles. Luego, efectivamente las importaciones se contraen porque se encarecen en dólares, pero fundamentalmente porque la caída del consumo privado resultado del recorte de salarios provoca una recesión. El mecanismo resulta entonces de un “efecto ingreso”. Al mismo tiempo, la recesión también genera saldos exportables, es decir “obliga” a vender en el exterior lo que no se consume en el interno. Del balance comercial surge que son estos los rubros que crecen en el margen, por ejemplo carnes y lácteos. El exportador vende en dólares, pero también se beneficia del efecto ingreso de la caída de parte de sus costos de producción, como los salariales, que siguen en pesos. Como las exportaciones locales no compiten por precio, la devaluación no se traduce en aumento de las cantidades exportadas, salvo el detalle de los nuevos saldos.

La conclusión general es que efectivamente una fuerte devaluación logra una recomposición de la cuenta corriente, por dos razones. Por la caída de las importaciones y por la dolarización de saldos que antes iban al mercado interno. La contracara es una dolorosa recesión, con caída del consumo y efecto riqueza para unos pocos exportadores primarios o de base primaria. Todo ello sin conseguir ninguna mejora de la competitividad real de las ventas externas, aunque sí más dólares excedentes para pagar aquella deuda que hace apenas un año “no importaba”. En relación al programa financiero del Ministerio de Hacienda, la mejora esperada en las exportaciones, dadas las sensibilidades (“elasticidades”) de las cantidades exportadas al tipo de cambio, será bastante menor a la proyectada, un “quantum” analizado en detalle en el trabajo de Ottone, que aquí recomendamos. Y un detalle adicional, toda recesión dificulta siempre los objetivos de reducción de déficit fiscal.