Miterrand hacía estacionar su coche al costado del camino para llegar último a las reuniones importantes. Churchill metía un resorte dentro del habano para que la ceniza no cayera y así distraer al oyente. Un desconocido Bolsonaro simula (especulemos) un atentado y deviene presidente. Un político se casa con una vedette para salir en las tapas de las revistas y volverse popular. Puestas en escena. Diferentes y a la vez iguales. La ventana por la que nos dejan mirar. Nuestra Matrix. Nuestro rinconcito en la caverna de Platón.

Todos somos espectadores. Incluso las disfrutamos si son ingeniosas. Y más las disfrutamos si nos avivamos y podemos desarticularlas, putearlas o reírnos de ellas, porque lo que se parodia, sobre lo que se ironiza, es sobre la puesta en escena, lo que se ve. La punta del iceberg.

Y más las disfrutamos aún si fallan. El jopo de Trump al viento mientras despliega su calibrado odio, los furcios de Rajoy y de Macri cuando lo que buscaban era demostrar fortaleza, la poliglotía fatal de Michetti. Piñera homenajea a los alemanes con una frase del himno nazi. Reagan que brinda por el pueblo boliviano en Brasil. Sarkozy que le dice a Obama que Netanyahu es un mentiroso y Obama aprueba sin saber que al lado hay un micrófono abierto. 

Hoy las mejores (y más caras) puestas en escena son dirigidas por maestros que reíte de Kurosawa. Se estudia para eso. Se estudia a la gente según su capacidad de soportar tonterías, de desearlas, de disfrutarlas. En el pasado estarían planificadas por intuitivos que comenzaron a entender que no todos querían salir de la caverna de Platón.

Los que llegan a tener mucho poder no sólo ponen en escena su propia vida sino parte de la historia misma, como hizo la Iglesia con el pesebre y los reyes magos y el hijo de Dios que resucita para salvarnos. El perro Balcarce en el sillón de Rivadavia, listas de canciones de los candidatos, timbreos y viajes en colectivo guionados por publicistas. Puestas en escena, una tras otra. El papa y los nobles vestidos de pompa única. Los ricos en sus limusinas. Lujos, pelucas, oro, sirvientes, un jardín más impactante que el del vecino.

¿Cuál es la novedad, entonces? Que antes eran la representación de una idea, de una moral, de un miedo. En esta modernidad la puesta en escena pasó a ser muchas veces la puesta en escena sola, vacía. Puro entretenimiento. Las ideas pueden esperar. O no son necesarias.

¿Y por qué la política (en todas sus formas) necesita cada día más y más puestas en escena? Porque las demanda el votante, el consumidor, el habitante de la caverna que necesita seguir creyendo que esas sombras que pasan frente a sus ojos son verdaderas, y que por eso sus ideales, por banales y trillados que sean, son los que vale la pena defender sin más argumentos que citar una y otra vez la puesta en escena que le dan la razón.

Y todos apelamos a ese artilugio cuando lo necesitamos. Nunca andamos desnudos de escudos. Nos peinamos a la gomina cuando vamos a cenar con los suegros. Puesta en escena es la del obrero desocupado que se presenta a un improbable pedido de personal con un traje viejo heredado de un cuñado. La moda es poder comprar la puesta en escena que nos diferenciará de los otros, de los que no la pueden usar porque no les da el cuerpo o el presupuesto. Por eso la moda es cara. Sirve para separar a los pobres de los ricos.

Es un error ver detrás de cada puesta en escena una conspiración. Es simplemente la presentación en sociedad de las cosas, todas. Es el mundo que se deja ver. Y somos nosotros los que las financiamos. Dice Baricco (cito de memoria) en Next, que así como la conquista del oeste se solventó con los que ponían negocios y traficaban al paso del tren que iba uniendo las costas de los EEUU, la globalización se solventó con los que pagamos servicios de Internet, blogs, etc. Esto es semejante. La mayoría de las puestas en escena que se dan ante nuestros ojos las pagamos nosotros con impuestos, pagando servicios o con aportes voluntarios. No lo sabemos hasta que lo sabemos, tarde. ¿Podemos negarnos? Quizá saliendo del sistema, si es que la AFIP, EPE y la tarjeta de crédito no nos van a buscar y nos traen de la oreja.

Desde la grosería de Trump hasta la cursilería de los chetos de Cambiemos, pasando por los gestos de macho alfa de Putin y de la Merkel, todo es decoración, dirección de actores, encuadre. Algo de bueno hay en que la política actual haya sincerado esta mecánica. Nos permite saber, defendernos, parodiarlas, desenmascararlas. Sólo el que entiende qué parte de la batalla se dirime aquí, tiene posibilidades de mirar a los costados, de salir de la caverna, de romper el huevo de Matrix. A su vez, la gente que no comprende que vive dentro de una puesta en escena, es más feliz que nosotros.

Ya se dijo que el mundo cambió para siempre cuando dejamos de ser ciudadanos para ser consumidores. Creo que nuestro futuro basculará del punto que va entre ser espectadores perpetuos al de ser consumidores perpetuos. Allí la historia podría detenerse. Total…

 

javierchiabrando@hotmail.com